Ficción

Ave María (en voz baja)

por | Jul 7, 2025

Por Enrique Coll

*La imagen de portada de Ave María (en voz baja) fue creada por Chat GPT.

 

La madrugada arañó el cielo con lentitud deliberada. Joseph se deslizó entre las sombras, cada crujido del piso parecía un delator. Recordó su primer día en el seminario: el olor del incienso, las manos sobre su cabeza, la promesa de obediencia. Dejó el morral entre los pliegues del altar. La cera de las velas goteaba sin prisa, como si el tiempo estuviera en pausa. Las actividades estaban por comenzar. 

El domingo pasado, durante la misa de las 12 del mediodía, Juana terminó su confesión, rezó tres Padres nuestros y dos Ave María. Luego, se acercó a Joseph, acarició su mano y le entregó un papel arrugado. 

Joseph desconcierta a los feligreses con su juventud y belleza poco sacerdotal. Es joven, inteligente, atrevido y ama a Dios por sobre todas las cosas. 

Con el papel arrugado en el bolsillo, Joseph subió cauteloso al segundo piso y encontró la habitación. Sor Ironía, despierta, regordeta, sonriente, llena de energía y dando gracias a Dios, salió de su cuarto y subió las escaleras como una atleta entusiasmada, sin darse cuenta de que Joseph ya estaba allí. 

Sin esperar a que Juana abriera la puerta, Joseph la abrió. Allí estaba ella, con los ojos cerrados, esperándolo con ansias y remordimiento, aunque no quería que él se diera cuenta. 

Sobre la mesa de noche, una foto desteñida capturaba un momento tierno entre Juana y su madre frente a la iglesia. La madre sostenía el brazo de Juana, ambas sonreían y la Biblia descansaba bajo el brazo de su madre. Al lado de la foto, el rosario de Juana y una efigie de Santa Rita reposaban en silencio. 

La foto, tomada por Joseph hace algunos años, es un recuerdo preciado de un vínculo que trasciende los pecados, las oraciones y el remordimiento. 

La frase “Aquí se reza el Rosario, puerta de paz para entrar a la casa del Señor” se lee en la puerta de entrada del Colegio de las Monjas de la Concepción del Santísimo.

Sor Ironía, como cariñosamente la llaman todos, levantó la voz desde el borde de la escalera. 

La fachada de color incipiente de una casa detenida en los años 50, donde el polvo y el incienso son parte de las paredes, alberga solo a muchachas de entre 13 y 18 años. Durante más de 50 años, ha sido el hogar de las Monjas de la Concepción del Santísimo, el colegio más antiguo de Barquisimeto.

 Joseph estaba bien familiarizado con la casa: tres pisos, un ático y 30 habitaciones que seguían un patrón similar de crucifijo, cama y oración. Aquí, las niñas aprendían a vivir como si Dios observara cada uno de sus movimientos. Cada habitación estaba equipada con lo esencial para que las alumnas vivieran en armonía y paz. Algunas habitaciones tenían dos camas, un armario, un pequeño baño, dos mesas y dos sillas de los años 50. También había un estante para libros y un crucifijo colgado encima de la puerta para protegerlas incluso mientras dormían. Cuarenta y tres muchachas tenían el privilegio de aprender y vivir la vida de una sola manera en este colegio. 

Sobre la cama, ordenadamente colocados, estaban la falda del uniforme, la blusa y el sostén blanco. Juana, desnuda bajo las sábanas, se preguntaba si extrañaba a su madre o a la niña que era cuando Joseph tomó esa foto. Las campanas llamaban a la oración, pero Juana no podía concentrarse. Sentía la presencia de Joseph y, presa del miedo, se abstuvo de respirar o abrir los ojos. Confundido, Joseph se acercó lentamente, indeciso entre despertarla o escapar del deseo que lo atraía hacia la cama. 

—¡Muchachas, apúrense! No lleguen tarde. El sacerdote es muy puntual y no le gusta empezar hasta que todas estén en su lugar –exclamó Sor Ironía mientras bajaba las escaleras con la misma actitud con la que las había subido.

—¡Apúrense! –bajó deprisa, repitiendo en voz alta.

—¡Apúrense, apúrense…! 

Con su escalera que resonaba, el pasamanos de madera y las ventanas amplias abiertas al viento del amanecer, las chicas, vestidas con sus uniformes azules, camisas blancas y zapatillas negras, abrieron las puertas. Se saludaron con cara de sueño al encontrarse en los pasillos. Algunas parecían irritadas, mientras que otras, con rosario en mano, se mostraban indiferentes, despeinadas y sin esperanza de que el día fuera diferente al anterior. 

Juana abrió los ojos y vio a Joseph. Le sonrió, una mezcla de temor y deseo en su mirada. Le ofreció un espacio a su lado. Con paso lento y nervioso, Joseph se quitó el alzacuello y dejó los zapatos a un lado, cerrando los ojos. No sabía si el temblor en sus dedos era deseo, culpa o fe quebrada. ¿Dios estaba mirando? ¿O le había dado permiso para sentir? 

Se mostró reacio a desnudarse. Juana, en un gesto de confianza, retiró las sábanas, exponiéndose ante él en su estado más natural. Era la primera vez en su vida que se mostraba a un hombre como Dios la creó. Aterrorizado, Joseph la besó en la frente y se acostó a su lado, sin atreverse a acariciarla. Temía su cuerpo y no sabía qué hacer. Juana tembló debajo de las sábanas, sin atreverse a respirar. 

Cada día, de domingo a domingo, Sor Ironía seguía una rutina inquebrantable. Era la primera en llegar a la capilla, un salón resguardado del tiempo donde las reliquias están al cuidado de las muchachas del tercer año. El ambiente es sombrío, con poca luz y el olor persistente de velas encendidas. Al fondo, Jesús, colgado al techo, abraza la mesa de roble pesada cubierta con una tela blanca, un guiño respetuoso a los rituales religiosos. 

El crucifijo colgado sobre la puerta parecía flotar entre sombras. Joseph lo miró un instante antes de cerrar los ojos. Sentía que le pesaba en la nuca, como si su silencio tuviera cuerpo. A su lado, Juana respiraba apenas. Ninguno hablaba. Afuera, las pisadas de las muchachas cruzaban los pasillos como rezos perdidos. 

Sor Ironía, tras alinear meticulosamente las siete filas de bancos de la capilla, se arrodilló en la primera fila, en el primer banco a la derecha. Las muchachas estaban a punto de llegar, y todo debía estar en orden, como lo quiere el Señor. Se santiguó y, con el rosario en mano, comenzó a rezar sin esperar a los demás. Al levantar la vista hacia Cristo, su mirada se fijó en el morral de Joseph, que descansaba detrás de la mesa. 

Juana abrazó a Joseph, y ambos se escondieron bajo las sábanas para rezar.

Con la delicadeza que se le tiene a una estatuilla de porcelana, José acarició el cuerpo de Juana. Sus manos temblorosas recorrieron su piel blanca y delicada, descubriendo sus senos firmes y sus pezones oscuros. Ella era la única mujer que había visto desnuda. 

La cintura de Juana lo invitó, y su vientre respondió, buscando su toque entre caricias. Su cuerpo no pudo esperar más; se alzó con la urgencia de una oración no dicha. 

El anciano sacerdote, vestido con una sotana desgastada, fue convencido a regañadientes de oficiar la misa. Las compañeras de Juana guardaban silencio cómplice sobre su ausencia. Joseph y Juana, con las ganas pendientes, disfrutaban del silencio de la casa, desnudos e indiferentes a la actividad a la que siempre asistían por amor a Dios. 

En la casa, se palpaba el intenso desgano de las alumnas que no querían ir a misa. Las más disciplinadas, peinadas y vestidas adecuadamente, llevaban la Biblia y el rosario del colegio. Las recién despertadas, en vez del rosario, tenían una taza de café o té en la mano; mientras se dirigían a la capilla, bostezaban y se arreglaban el cabello. Las que apenas abrieron los ojos, minutos antes de salir de sus habitaciones, estaban desorientadas, despeinadas y nada arregladas, con la camisa afuera, los calcetines arrugados y sin ganas de caminar, y mucho menos de rezar. A cada paso, un bostezo. Trataban de evadir a las monjas a la entrada de la capilla para evitar reprimendas. 

No se escuchaban pasos por los pasillos. 

—¿Es tu primera vez? –preguntó Joseph con timidez.

—Sí… –respondió Juana y lo besó.

—La mía también… –respondió Joseph con ternura. 

Las campanas resonaron sin cesar, anunciando el inicio de la misa.

—Juntos como hermanos, miembros de una iglesia, vamos caminando… –la melodiosa voz del coro de las muchachas resonó en cada rincón de la casa. 

Juana, con solo 18 años, estaba convencida de que Joseph era el amor de su vida. Anhelaba descubrir su cuerpo como él había descubierto el suyo. Sin vergüenza, lo atrajo hacia ella, deseando tenerlo más cerca, muy cerca. Un deseo extraño la hacía perder el ritmo al respirar, se contrajo y se ofreció sin más. Joseph descubrió el intenso color verde de los ojos de Juana; las naturales intenciones se desataron. Joseph y Juana se prometieron. 

—Si lo tocas, despierta –susurró él, con un desconocido deseo.

—Que sea lo que Dios quiera… –Juana, se persignó, cerró los ojos y, con la mano que rezaba el rosario, acarició a un hombre por primera vez. 

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. El rezo se elevó, y las sombras se agitaron. Por primera vez, Joseph se preguntó si Dios escuchaba; aún enredados, con el respeto que se merece una primera vez, oyeron… pero se descubrieron en silencio. 

—Que Dios nos perdone. 

—La paz os dejo, la paz os doy –dijeron las muchachas, acercándose a las demás. Se abrazaron, se besaron en las mejillas y ofrecieron paz con gestos indiferentes desde lejos. 

Juana murmuró un Ave María entre gemidos, mientras Joseph santificó cada caricia con manos devotas; su mente ya no estaba en Dios ni en rezos; su cuerpo ardía con un solo deseo: romper su virginidad. “Señor, ten piedad… Cristo, ten piedad”, repitió la voz en su cabeza, como un eco ahogado por el tacto. Después, el silencio. El cuerpo de Juana en reposo, el pecho de Joseph subiendo y bajando como en una oración muda. Afuera, las muchachas en la capilla compartían la paz. 

En los jardines de la casa, el murmullo de las oraciones envolvía la esperanza. Las alumnas rezaban, se comulgaban y ofrecían sus oraciones a alguien más. 

En la primera fila, las monjas, incluyendo Sor Ironía, se santiguaron. La paz sea contigo, se respiraba soledad. 

El amanecer inundó la habitación de Juana, bañando el espacio donde ella y Joseph se juraron amor sin comprender del todo por qué. El sexo los dejó con hambre, lo que les bastó para ignorar la transición del amanecer a la mañana. Un beso casual, una promesa de eternidad, y los cuerpos de ambos se entrelazaron en una cama donde solo cabía uno. Dos se abrazaron, sin escatimar besos ni caricias, con un deseo persistente de más. Sus caricias proclamaban amor, y una sola bastaba si era con fervor. No se cansaban de sentir sus cuerpos, de descubrir la piel como si fuera nueva, de reír y besarse aquí y allá. 

Las amigas de Juana susurraban entre ellas, se sonreían con picardía y celebraban en silencio su audaz desafío a las estrictas normas del Colegio de las Monjas de la Concepción del Santísimo. Su mejor amiga les pidió discreción, no estaban seguras de lo que realmente pasó. Sin embargo, una cosa era clara: Juana no estuvo con ellas. Por primera vez, rompió con las tres reglas sagradas del colegio: Aprender, Compartir y Creer en Dios por sobre todas las cosas. 

La mañana entró por la ventana. La misa estaba a punto de terminar. Joseph y Juana se habían enredado la vida. Él no ofició la misa. Ella, después del orgasmo, durmió en paz. 

—…Podemos ir en paz. —dijo el sacerdote con un particular alivio. 

Las monjas, en las primeras filas, se arrodillaron. Algunas se quedaron con la cabeza sobre sus manos y los ojos cerrados, rezando, mientras que otras simplemente murmuraron: 

—Demos gracias al señor. 

Se santiguaron y caminaron hacia el pasillo. 

—Shhh… —Juana puso el dedo sobre sus labios. 

Luego, sus labios se encontraron en un beso. Una sonrisa discreta los estremeció.

Estaban solos, como Dios los trajo al mundo. 

Las alumnas esperaban con ansias la salida de las monjas de la capilla.

Al escuchar el “podemos ir en paz”, su ánimo mejoró. La misa había terminado, y cada una se arrodilló y se persignó para evitar ser amonestada, pero su atención estaba puesta en las demás. 

Las campanas volvieron a sonar. Las alumnas corrieron, rieron y se abotonaron la blusa a medias. Joseph y Juana no se movieron. Todavía no. 

Juana, abrazada por Joseph, recordó aquel domingo en que su madre, con rosario en mano, los presentó en la puerta de la iglesia. 

Las muchachas salieron de la capilla en silencio, pero en el pasillo las conversaciones estallaron. Ríen, bostezos, abrazos. Expresaron su hambre, propusieron ir a desayunar, deseaban un jugo, anhelaban una empanada, necesitaban una arepa. Buscaron a Juana. 

En la habitación, los recuerdos tropezaron. 

El rosario no se tocó. 

La Biblia no se abrió. 

Santa Rita reposó en silencio. 

En pequeños grupos de dos o tres, las alumnas se dirigieron al comedor siguiendo un itinerario claro, aunque en una fila desordenada. El ambiente rebosaba de camaradería y entusiasmo por un día que prometía parecerse al anterior. Sin embargo, en un giro inesperado, Sor Ironía –conocida por su puntualidad– fue la última en salir de la capilla. 

No son solo las ganas las que con el tiempo se disipan; también las culpas y los arrepentimientos se desvanecen cuando los cuerpos se funden. Juana y Joseph vivieron del amor que, acaso, Dios les entregó. 

—¿Juana? –preguntó Sor Ironía, golpeando la puerta–. ¿Te encuentras bien? ¿Necesitas algo? ¡Las muchachas han preguntado por ti! 

Al no obtener respuesta, Sor Ironía golpeó de nuevo, esta vez con más insistencia. Esperó unos minutos más y, alzando la voz, advirtió: 

—¡Aquí en la puerta le dejo el morral al padre Joseph! 

Santa Rita permaneció en silencio. Afuera, la voz de Sor Ironía se desvaneció. 

Amén.

 

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