Ficción

Pavo real – segundo lugar del Concurso de Cuentos Narrar la diversidad (2025)

por | Sep 3, 2025

Por Samantha Alvarado

*La imagen de portada de Pavo real es cortesía de Samantha Alvarado.

 

«Soy yo sin serlo

Ten misericordia

Al menos colecciona mis silencios»

Ana Minga, Pájaros Huérfanos

Un pavo real dormido sobre sus vísceras y un longevo zamuro, caníbal, royendo impacientemente los restos putrefactos junto a las moscas. Despega con cinismo y ojos trémulos, obsesionado busca más carroña.

Luego pasan los perros, ladrando, registrando la basura, las botellas plásticas, las bolsas negras con un contenido incierto, el olor despiadado de la miseria, los recogelatas discutiendo, una botella con el culo roto empuñada entre las hendijas de los bloques naranjas, cubierta por cemento (la cerca eléctrica de los caseríos). Las gotas de agua que penden de una ventana oxidada donde se seca la ropa antes de llegar a una tercera casa con el techo de zinc y un gato muerto de hambre durmiendo, un viejo loco cargando la caja de cerveza polar en el lomo, borrachitos jugando dominó, una señora que busca dónde pegar una manguera porque no le llega el agua, unos potes rotos y envoltorios de chucherías que no conocen en El Este sopladas por el viento y entre el zafarrancho eterno que exhala el barrio, una mirada incierta clavada en la parada de camionetas.

«Mijo». Caen las dos sílabas aletargadas, pesadas sobre los oídos, en algún momento “mi” e “hijo” se solaparon como fonemas, pero ese “mi” posesivo, como mi carro, mi camisa… Todos son propiedad de todos, por eso lo más pesado de la palabra es ese flexivo de género en masculino, que marca el estado de propiedad de esos ojos que se salen de la ventana como las llamas en un incendio. La pupila pasa de un dilatamiento agudo a un recogimiento en la costra acuosa que se acumula en el párpado inferior. Esa “o” baja como el filo de un puñal caliente desde el hueso ligeramente sobresalido en el cuello, que está solo un poco por debajo de la nuca y baja violentamente magullando la espalda alta como una palmada abierta, bajando hasta las caderas hasta desgoznarlas. Sin embargo, el puñal ya ha bajado tantas veces en ese recorrido que, aunque la marca esté cicatrizada, se ve como una roncha de marrón y rojo ardor en un perpetuo ataque que a duras penas se protege con un rezo para la siguiente ronda de hojillas.

«Pa’ que me hagas un mandado». El anuncio azul del crepúsculo terminó de descender con los rayos nimios del sol, el tic tac sobre las siete de la noche y los perros durmiendo cerca del avioncito marcado en el piso de una cancha donde los niños juegan pelotica e’ goma, en el rancho de basura, en una esquina los malandros arreglan una moto Bera. Mariangel se llama la muchacha violentada a mijos y varones y colonizada a Juanazos, los malandros no le hacen nada, es “el hijo” de Juan, un hombre respetado en el barrio, que trabaja como mecánico y arregla zapatos y harapos los fines de semana. En un callejón cerca a unas escaleras, le pega en el gaznate el olor a perico, más abajo una iglesia evangélica donde suele ir a predicar una mujer que la familia de Mariangel sometió para curarla del lesbianismo, para ellos Natalia estaba enferma. Le recetaron purgantes, baños de jabón, rezos, encierro en casa para que aprendiese a ser una mujer y que se encargara de las tareas del hogar. Natalia no estuvo con ninguna mujer que se supiese, pero hace unos días la tuvieron que llevar de emergencia al hospital porque está sufriendo de bulimia y está muy cansada. Más arriba de la iglesia, hay una casa de santeros donde dicen que una bruja sale a espantar por las noches. En realidad, la bruja es una vieja feuca y malhumorada con la que Mariangel nunca ha tratado, le tienen prohibido hablar con esas personas.

A veces los borrachitos pasan por allí con insultos como «Malditas travestis», «Estos tranfors de mierda» y más. Pasada la noche, cuando todos se duermen, Mariangel se asoma por la ventana de la casa, primero fuman con los mariguaneros y después salen del barrio con maletas, una guarda una papa con hojillas de afeitar clavadas. Mariangel tiene pesadillas con ellas, sueña que las matan, porque las matan y a veces no están todas juntas.

Los sueños son difusos, como un pedazo de madera que se corroe con un ácido a gran prisa, y sueña con los que juegan truco en la plaza, son unos viejos con sombrero de paja y bigotes azules y cuando Mariangel pasa la amenazan con sus machetes y se sacan el machete y mean sobre la mesa mientras gritan «Truco, truco» y obscenidades inteligibles, un fantasma fuma cigarros como loco y los termina y los empieza en segundos y los termina y los empieza y los termina y los empieza… mira fantasmal y sonríe con dientes umbríos, su mirada dice “empieza y termina” o lo que es lo mismo: “vive y muere” y ella huye de casa con un tacón roto y una bolsa de ropa vieja y collares partidos, se mete aceite de motor en los pechos y en el culo y para a los machos con baile de pavo real en los semáforos, se la violan mientras gime como el viento de un abanico, queda con el culo roto sangrando y chorreando mierda, una metástasis cancerígena le rompe los pechos, y el sida que le pegó el animal enfermo la mata en un cuarto a solas porque dios abandonó a los enfermos y los dejó a morirse a todos. Le queman la única muda de ropa que le quedaba, los enfermeros no son capaces de tocarla para ayudarla, en el funeral la vuelven a trasvestir de Juan y la entierran con el nombre de Juan mientras las amigas de Mariangel esperan a fuera con cigarrillos y café frío a que les dejen ver el cadáver.

Despierta con el pecho en la garganta y sale de la casa con un morral lleno como las maletas de las que observa por la ventana, ventana de barrotes, ventana de cárcel, ventana de clóset. El bajo estridente, los ruidos controlados y desaforados, el rugimiento del clima de discoteca retumba y cae suntuoso y sustancioso, el tapón de oídos chino reproductor de música deja en mutismo y en silencio todos los espasmos, los silbidos y el odio, sin embargo, amenaza con las miradas que no se pueden poner en mute. Mariangel se escapa donde caminan los sifrinos y allá se pinta, se suelta el pelo y es pavo real, Mariangel estudia, pero no tiene trabajo, los empresarios son unos zamuros, el miembro fálico edificado se sostiene entre cabillas de ludopatía y pedanterías de virilidad. Por un techo y comida, la vida de Mariangel se tuvo que bifurcar en dos nombres.

Al volver a casa, no envalija el vestido y el maquillaje, es su vida la que regresa al morral y cierra mientras su mano va a su espalda comprobando siempre que esté sellado y no se salga un pedacito de tela de ninguna forma y de reojo con austeridad revisa que ningún malandro le meta mano, se guarda a fuerza la vida dentro del morral porque si no la pierde o se la quitan y para vivir la tiene que sacar del bolso de nuevo.

El bolso cae sobre el piso cuando llega a casa y sus ojos vuelven a la ventana, allí están las putas otra vez suturando sus heridas e intercambiando pelucas y Mariangel las ve con lástima y se pregunta con qué derecho las ve con lástima. Ella no quiere terminar así, ¿quién quisiera ser violada a diario? Caminar en pantaletica por las noches frías hasta que te dé una simple gripe o te mate la hipotermia. Mariangel se pregunta si después de graduarse será puta igual y acabará en una zanja con moscas en la boca porque el proxeneta quiere una cuadra sin “maricos”. Todas las maricas, les queer’s y les disidentes, la pasarela de pavo reales se abanderan con la identidad de puta porque fueron las putas las que fundaron el derecho a caminar con los hijos de puta, pero nadie quiere ser puta de verdad, aunque lo cierto del caso es que la pasarela se convierte en carretera de la muerte cuando prenden la sirena los pacos y comienza la corredera, allí hasta los zamuros son putas.

Vuelven los sueños extraños y se contaminan con alucinaciones lúcidas, en ese bosque cruel Mariangel ha muerto atrozmente millares de veces, la amordazan con teipe, la secuestran, tiran de un quinto piso, la violan, le echan aceite, gasoil y le tiran un fósforo, la descuartizan, la desaparecen y nadie hace una mierda. Y se pregunta por qué a nadie parece importarle lo que en realidad ella quiere, para su papá Mariangel es “Juan”, para su mamá es “Juan”, para los vecinos es “Juan”, para el estado es “Juan”, para los mototaxis es el “mariquito”, ¿y Mariangel?

Su propia materialidad parece perderse como se pierden los gritos en el mutismo de los audífonos, de registro quedan solo cenizas o café al fondo borrado. En su pelea contra el silencio ha pisado descalza infinidad de baños miados para poder ponerse un vestido y pagarle a los de la puerta del baño que al verle salir se asquean, el mundo no se detiene y al salir un predicador evangélico le dice desde un «dios te bendiga», hasta un «ojalá te mueras».

Los piratas del barrio cuando juegan truco, barajas españolas o dominó y ella llega travestida de Juan le devuelven la mirada con sus ojos de machete afilado, y los perros de su mente ladran alaridos de angustia y cantan querellas en su coloquio animal. Y sueña, onírica, esta vez con curitas, con dinero, una maleta y una carta triste sobre la cama.

Y vuelve a mirar por la ventana a la trans prostituta, que siente en una libertad carcelaria, pero no es una trans prostituta, se llama Irene, Irene vive todos los días como Irene, Mariangel es Mariangel según qué horas o deshoras, Mariangel horrorizada se pregunta si debería hacer lo mismo que hizo Natalia y ser una bulímica llamada Juan y acabar suicidándose sin poder firmar la carta porque quedó sin nombre.

Y como Hamlet al borde de la locura se pregunta si “ser o no ser”.

Si es, muerte; si no es, suicidio, la flor se quedó sin pétalos a los que preguntar y vive lo que puede con tentativas oscuras. Mariangel e Irene luchan contra los arroyos, contra la muerte y el vendaval, pero Irene no sobrevivió, la mató un zamuro…

Mariangel sigue mirando por la ventana, ahora solo hay zamuros en el viento del caserío, los que vuelan en el gobierno, los que vuelan en las calles y los que vuelan en su mente con alas de humo sombrío.

Un pavo real muerto sobre una zanja, un zamuro que come del cuerpo y un lirio de lágrimas arcoíris de luto. Y en ese valle doloroso cae la cascada, es agua de la que intenta beber, alimentándose en un estado decrépito, intentando sujetarse de algo con qué pelear, el silencio es tan sórdido, la enajenación de sonido aturde. Irene está muerta y los zamuros no entienden el llanto, el viento exhala un shhhh desesperanzador. Irene está muerta y existen perversos que le tienen tanto miedo que incluso muertos no quieren compartir la misma tierra con ella. Por eso los ojos llenos de llamas derramadas siguen en la ventana, esperando a que Irene quizá regrese, aunque sea una noche, a hacer chistes extraños que solo ella entendía.

Mariangel, aun sabiendo cómo fuman los fantasmas, se ducha, duerme, se levanta, come y abre el morral entre los zamuros y vuela de nuevo, pavo real.

VEREDICTO

Nosotros, Andrea Leal, Edgar Carrasco, Jaime Yáñez, Melanie Agrinzones, Óscar Medina y Tristán Key, miembros del jurado del Concurso de Cuentos Narrar la diversidad (2025), luego de haber leído, evaluado y discutido los treinta (30) cuentos participantes, hemos decidido otorgar de manera unánime:

El segundo lugar al relato «Pavo real», firmado bajo el seudónimo de Sylvia Flamingo, por ser un texto de alto sentido poético, estético y emocional sobre la vida de las mujeres trans venezolanas. El cuento nos narra, desde la pasión y el desgarro, una exploración de la violencia que viven día a día aquellas personas cuyos derechos han sido arrebatados y se exponen a la indefensión total. A pesar de las constantes derrotas y de las heridas sufridas, el personaje principal decide enfrentarse a esta realidad y se empeña en afirmarse como un individuo y alcanzar la verdadera libertad.

Caracas, 31 de julio de 2025.

 

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