Ficción

Crónica de un fanático

por | Oct 22, 2025

Por Santiago Noguera

*La imagen de portada de Crónica de un fanático es de Infobae

 

La sociedad es un gran acuerdo entre otros acuerdos: el tiempo, la moral, la ley, la locura. Sin las convenciones seriamos algo indescifrable, ni peor ni mejor. Del mismo modo, quisiera que el lector convenga en, si es su deseo, leer esta crónica con la disposición de quien oye a un amigo enguayabado, quizás arrepentido de haber tomado una decisión que no llega a ser condenable, pero que se resiste a ser comprensible. ¿Convenimos? 

El día martes 15 de octubre había comenzado libre de culpas. Con toda la inocencia que puede tener una fecha cuya existencia se debe al puro capricho de una sociedad con fobia a lo incalculable. Tal capricho (que unos inventaron y que luego los demás decidimos asumir) dictaba que aquel segundo martes del mes de octubre, del año 2024, debía ser poco más que eso. 

Pero hay convenciones dentro de las convenciones, y una de ellas anunciaba que no, no era cualquier día. La Vinotinto se presentaba en terreno paraguayo con la supuesta intención de ganar un partido clave. 

Uno tiene el derecho a escoger ciertas convenciones y, con todo lo bueno y todo lo malo, yo había elegido la del futbol. 

Hace poco escuché a unas amigas decir que veían series de temática criminal, de asesinos y afines, con la excusa de que aquello regulaba algo dentro de ellas. Aunque parezca una invitación al psicoanálisis, no deja de ser una prueba más de que los antiguos lo vieron todo en primicia. Ese goce estético, esa catarsis, es esencial para el ser humano. No sé si para regular impulsos subyacentes, pero quizás sí para llenar un vacío o cubrir una necesidad. 

La pregunta llegó, ¿qué veía yo para regularme? No pude sino pensar en el futbol, en que, de algún modo, era mi ancla a un yo que muchas veces es opacado por otras facetas. Lo veo para regular el vacío que me genera la abstracción del intelecto. 

Cuando veo futbol, grito incoherencias, me molesto, le hablo al Mago de la cara de vidrio como si pudiera oírme, como si me hubiese transformado en el profesor Ceferino. Hay un placer ahí, en esa trivialidad, en esa simpleza, en ese “ganar o perder”, que no puedo sustituir con otra cosa. Soy un fanático, y en esos noventa minutos cumplo con todas las banderitas rojas de un reformista. “que se vayan todos”, “hay que matarlos uno por uno”, “los odio, los odio a todos”, “como se puede ser tan estúpido, donde dejaron el cerebro”, “y estos tipos viven de esto”, “no tienen perdón de Dios”. Esta es una muestra PG-13 de lo que, sí o sí, vocifero en cada partido que veo de la Vinotinto. 

De modo que aquel día martes no era lo que podríamos llamar un día cualquiera. Yo ya tenía la convicción de que ningún sacrificio sería desestimado para llegar a tiempo a mi casa y asistir al duelo contra los paraguayos. Estudio Letras, en la tarde, vivo lejos, mi última clase me dejaba a unos escuálidos treinta minutos del inicio del partido. Esto era información sabida y analizada desde antes de emprender el viaje a la universidad. Con la complicidad de mi padre, lograría llegar a tiempo si, además, ofrecía a Kronos media hora de mi última clase del día. 

Pero antes de que esto pasara primero fue Lutero. Sí, el reformista, el fanático, el hombre que llevó sus propósitos hasta las últimas consecuencias, y como suele pasar con estas voluntades que son casi fuerzas de la naturaleza, cambió el rumbo de la historia a expensas de unos cuantos inconvenientes menores. Lutero fue a Roma en busca de la fe, pero lo que encontró fue su negocio. En realidad, Lutero había visto el detrás de escenas, observó el micrófono en su película favorita, vio el reflejo de la cámara en la escena clave. Y dijo no, no, no, y 95 veces no. Escribió, tradujo, provocó un sismo que aún presume de sus réplicas. Porque el fanático es así. 

Esa fue la primera clase del día. Aún estaba demasiado lejos la hora del juego como para que perturbara mis cavilaciones respecto a la influencia del luteranismo en la Europa barroca. Mucho menos podía intuir la estrecha relación que, al final del día, iba a vislumbrarse entre el futbol, Lutero, Cervantes y yo. 

Con perdón de la clase de francés y de las interesantes similitudes de sus estructuras en pasado con las del español y el inglés, debo saltar al momento en que aparece el ilustre español en esta crónica. Otro que cambió el rumbo de la historia, pero a través de la literatura. Cervantes tomó para sí todo lo que podía decirse, sembrando la idea de que todo lo que vino después no era sino una derivación de su obra maestra. Uno puede escoger contar algo de cierta forma, puedes querer desligarte de toda herencia cervantina, pero incluso su evasión es parte de su regalo. Yo podré haber escogido la convención del fútbol, pero, aunque para mí el martes 15 de octubre sea un día especial, no me exenta de ver clases en la universidad, de cumplir un horario. El tiempo lo cubre todo, Cervantes también. 

Todo excepto esa última media hora. Ya era momento de escapar. 

En un santiamén ya me encontraba frente al televisor, a la espera de que el cura, con el pitido inicial, diera la señal de una nueva misa. 

No pienso sembrar en este llano digital un relato minucioso de lo que fue el encuentro. Primero porque no fue sino otro partido más de la Vinotinto, calcado de muchos otros. Segundo, porque ya maldije lo suficiente y aquí lo que me interesa es pintar al fanático en su fase terminal, cuando se da cuenta de que en realidad nada le importa, solo él. 

Baste con decirse que Venezuela perdió un partido que, si se hubiese jugado como el entrenador dice que es la mentalidad del equipo, o como dicen los periodistas que jugamos, o como creen los pseudofanáticos que jugamos, debimos haber ganado sin mucha angustia. 

Alicia estaba aburrida y no entendía para qué servía un libro si no tenía dibujos y conversaciones. Cayó en un hoyo y fue a parar a un mundo maravilloso y demencial. En otra ocasión Alicia se encontraba en casa, era invierno y lógicamente estaba aburrida. Miró al espejo, y se dio cuenta, al prestarle mucha atención, de que allí, en una esquina, salía un rastro de humo de chimenea, cuando la de su casa estaba apagada. 

Cervantes quiere a ese lector ocioso, aburrido, que se asoma en un hoyo donde creyó ver un conejo con un reloj. A ese lector que ve en el espejo algo más que su reflejo. Otro mundo, quizá abominable, quizá maravilloso. Pero qué hay de esos que fuimos a parar al país de las pesadillas. 

Yo asistí al partido de mi equipo, a través de un hechicero que de alguna extraña manera muestra en colores y movimiento lo que está pasando en el culo del mundo. Asistí con la endeble convicción del fanático, con la fe que es nuestra, única y exclusiva. Y me encontré con su negocio. Noté el truco del mago, el artificio detrás del genio. Uno descubre detalles en las cosas cuando las ves por mucho tiempo, cuando las repites, cuando las examinas con un microscopio. Yo ya había visto mil veces este partido y me di cuenta de que no me importaba, de que iba a pasar lo de siempre y yo no podía cambiarlo. Descubrí algo que con mucha suspicacia intuía: que la única manera de seguir con esto es creer que sí, que viste a ese conejo ansioso, que hay una chimenea encendida en ese espejo, que los libros sin dibujos y sin diálogos no sirven para nada. 

Lutero dijo 95 veces no y con un puño sobre la mesa decidió cambiar el paradigma unilateralmente. Yo, aunque igual de fanático, no tengo tanta voluntad, y me limité a escribir esta crónica enguayabada cuya única aspiración es que sea leída como lo que es: una declaración de demencia.

 

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