Ficción

La mujer que elijo ser

por | Oct 27, 2025

Por Osjanny Narciza

*La imagen de portada de La mujer que elijo ser es de cortesía.

Mañana se cumple una semana de la cirugía. Estoy tranquila, como aquella mañana, mi cuerpo no temió al quirófano ni a la cicatriz, solo buscaba alivio. Alivio del dolor y la recaída cada mes, incluso alivio ante la incertidumbre.

Sí, estoy soltando la incertidumbre. Eso repetía el miércoles pasado al entrar a la sala y contar los 10 faroles redondos arriba de mi cabeza. También recuerdo la sonrisa de J. al momento del cuestionario, cuando todavía iba en silla de ruedas.

—¿Qué te vas a hacer?

—Una histerectomía.

—¿Qué cosa? ¿Me lo puedes repetir? –preguntaba con sus ojos chispeantes como su bata amarilla.

—H I S TE REC TO MÍ A –repetí con pausa, como si estuviera deletreando la palabra y un poco confundida por la doble pregunta, hasta que vi llegar al doctor.

—Vos tranquila,  es que ella quiere ponerte a prueba. Por suerte tuviste un buen médico que te explicó todo –y me guiñó el ojo, y me calmé, como la vez que me explicó una a una las alternativas en su consultorio.

Le devolví la picardía y hasta J. nos sonrío. Firmé el consentimiento y seguí mi procesión hasta la sala. Al llegar había dos o tres personas más,  iban y venían con bandejas. La sala no era tan grande. Me acosté y arriba los 10 faroles estaban apagados. Me descoloqué al escuchar reggaetón, me imaginaba una entrada sinfónica con Mozart o Satié. Nada de eso, le siguió la Rosalía y su clap clap malamente.

¿Eso van a escuchar mientras me operan?

El médico se me acercó de prisa; para ese momento el anestesiólogo ya estaba ocupado en cazar una buena vena para hacer su parte en el proceso.

—¿Qué te provoca escuchar? Vos decinos y cambiamos la música –apresuró el médico y le volví a sonreír.

—Es que imaginaba que escuchaban otra música en el quirófano, son muy modernos ustedes. Me gusta Rosalía, si ponen todo el álbum Motomami, me va a gustar más.

—Es una diosa, la fui a ver en vivo y fue uno de mis mejores recitales. Eso y ver a C.Tangana han sido los mejores a los que fui.

—También me gusta Tangana –contesté.

—Viste que fueron novios… –siguió el médico.

¿En qué momento la sala del quirófano se convirtió en un chismerío musical?

Esta es la última imagen que recuerdo de cuando era una mujer con útero.

 

Me desperté en un ascensor. Iba de regreso a la habitación y, aunque me sentía despierta, no recuerdo la cara de la persona que conducía la camilla.

—¿Podés pasarte sola de una cama a la otra o necesitás ayuda?

—Sí puedo.

En breves segundos estaba en la que sería mi cama por las próximas 42 horas. No sentía mi cuerpo,  aunque me veía completa; había sol y la otra cama estaba vacía, la tele estaba apagada. De mi brazo colgaba una bolsa de suero.

Sí, mi brazo derecho fue lo primero que sentí pesado.

Tenía conectada una bolsa de solución fisiológica que me alimentaría por 24 horas.  Antes de cerrar los ojos vi el rostro de mamá.

Gracias, mamá –dije para mis adentros– Gracias, Madre María, por tu dulce abrazo en el quirófano.  Estoy viva. No tengo útero. Respiro.

Estoy viva. La espiral de luz verde se expande. Mi cuerpo está sanando.

Gracias, Mamá.

El tamaño de un útero promedio es de 7 centímetros de alto por 5 de ancho.

El fibroma extraído junto al útero medía 7, 6 centímetros de alto por 5 de ancho. Al cierre de la cirugía el médico informó que había otro de similar tamaño, pese a que en el informe de la resonancia los otros dos vistos medían menos de 3 centímetros.

Lara Briden explica:

“Un fibroma uterino es un crecimiento benigno del músculo uterino. Son comunes después de los 35 años, y la mayoría de nosotras tenemos al menos uno o dos fibromas pequeños. En la mayoría de los casos, no causan síntomas y pueden ser simplemente un ‘hallazgo fortuito’ que no requiere tratamiento.”

“Los factores de riesgo para los fibromas uterinos incluyen cualquier cosa que aumente tu exposición de por vida al estrógeno. Por ejemplo, tomar la píldora a una edad temprana aumenta el riesgo de fibromas.”

TRECE

No me quería parar del pupitre.  Aunque había ido varias veces al baño, sentía la sangre arremolinarse entre mis piernas y, como era costumbre, esperé a que salieran todos;  me hacía la distraída escribiendo en la guía de estudios, borrando, tachando, resaltando con colores, hasta quedar sola. Con disimulo llevé la palma de mi mano por debajo de mis nalgas, palpé el blue jean y deslicé mis dedos sobre la madera.

Sí, estaba manchada.

Aún salían niños de los salones, no tenía más ropa, mucho menos plata para un taxi. Mi corazón se exaltaba, ansiaba tener el poder de saber cuándo el baño estaría libre, cuándo podría salir corriendo sin ser vista por nadie. Entonces,  vi al niño rubio,  ese que en tantos recreos me perseguía y me gritaba “¡Boca de pescado!” Nunca le había respondido el saludo,  ni siquiera sabía su nombre y, ahora estaba ahí detrás de mí,  tan sigiloso, me espiaba desde el ventanal que daba al patio del instituto. El rubio estaba al tanto de lo que me pasaba y se reía: él sabía que lo necesitaba.

—¿Puede fijarse si el baño está vacío? –dije tímidamente y él desapareció al segundo.

Decidí confiar en el rubio,  poco a poco fui guardando el libro y mis colores en el morral. Me di cuenta de que ese día no llevaba suéter,  me paré, estiré la camisa lo más que pude y recé para que pudiera cubrirme la vergüenza. Sentí un corrientazo frío por todo el cuerpo,  lo que parecían minutos se convirtieron en horas para mi cerebro, hasta que el rubio apareció con una señal de dedito hacia arriba. Iniciaba así nuestra misión.  Avancé con rigidez para no mover demasiado la camisa estirada,  me cubrí con el morral y miré muy fijo al rubio con mi “boca de pescado” lo más estirada posible. ¡Boca de pescado! ¡Boca de pescado! retumbaba en mi cerebro hasta que llegué al baño,  y estaba completamente solo para mí. Me miré y apenas se notaba la mancha aún húmeda sobre el blue jean, la limpié con papel toilet,  me lavé las manos y usé la última toalla que me quedaba. No había suéter ni pañuelo ni bufanda,  tenía que caminar unas cinco cuadras hasta la parada, esperar la buseta y rogar ir sentada.  Lo que menos quería era que mis nalgas manchadas quedaran estampadas en una de las ventanas para ofrecer el magno espectáculo desde Glorias Patrias hasta la Torre de Los Andes. Solo sentía mi morral y mi “boca de pescado”, inerte, frente al espejo.

¡Boca de pescado! ¡Boca de pescado!

Mi mente me envolvía en esa melodía hasta rebasar en lágrimas, hasta que el rubio rompió la escena acercándose a la puerta del baño para advertirme de que pronto cerrarían el portón. Bajé los tirantes del morral lo más que pude y fue así que el peso sobre mis nalgas me arrastró a salir del instituto, con la mancha secándose ahí abajo y la fe de que una toalla alcanzaría para llegar a casa. Ni me despedí del rubio. Sentí que me seguía por un par de cuadras, hasta quedar sola con la brisa de esos árboles gigantes y los carros en fila por la Avenida Urdaneta a las seis de la tarde. La buseta pasó rápido, línea Belén letrero amarillo.  Estaba sentada en la primera fila y,  a los pocos minutos de arrancar, pasó otra con un recorrido diferente, el rubio me saludó desde la ventana con esa sonrisa de triunfador y su mueca de todos los martes en el recreo.

Debajo de mi “boca de pescado” había una sonrisa oculta, mis dientes torcidos no se animaban a saltar la barrera todavía. Aquella tarde vestía ese blue jean clásico, con las sandalias de cuero y la camisa vino tinto de botones en el cuello. No recuerdo la forma ni el color del morral,  mi cerebro apenas rememora el peso contra mis nalgas.

Detalla Lara Briden en su libro:

“El sangrado menstrual intenso afecta aproximadamente a un 25% de las mujeres. El término médico es ¨menorragia¨ (que significa brote menstrual) y se define como la pérdida de sangre de más de 80 ml o más de 7 días de duración”. En un ciclo regular la pérdida de sangre es de 50 ml.

Los diagnósticos asociados a esta condición corresponden en gran parte a endometriosis y adenomiosis.

LA CONDICIÓN

Crecí viendo manchas de sangre en los colchones de casa. En algunas sábanas salían con cloro y en las que no, quedaban ocultas a la vista de los visitantes. Eran esas sábanas viejas, excluidas, manchadas que nadie quería usar.

A mamá varias veces la escuché contar que usaba pañales porque “andaba con el chorro abierto” y en los días que las fuerzas la abandonaban, siempre decía “es que se me bajó la tensión”. Al crecer comprendí que el humor alivia la vergüenza y naturaliza el dolor.

Una vez abrí una toalla nocturna en el baño y me pareció exagerada, grotesca, incómoda. Cómo se puede caminar con eso cargado de sangre, me pregunté. El colmo fue escuchar la confesión de mamá de tener que usar dos para ir a trabajar. A medida que sumaba años, los episodios de manchas rojas se repetían con más frecuencia, al punto que empecé a comprar toallas nocturnas para mí. De cómo me sentía no me acuerdo, lo que sí celebraba era olvidarme del gesto disimulado de tener que hurgar mis nalgas con mis manos cada hora, en cualquier lugar en el que estuviera. El asco por caminar cargada de sangre frente al alivio de manchar el pupitre o el pantalón de Educación Física quedaba completamente disuelto. En esos días en que me sentía fatigada, simplemente repetía el argumento de mamá: “se me bajó la tensión”.

Nací mujer, esa es mi condición. 

Muchas veces repetía esa afirmación como un bálsamo cada vez que esos días llegaban.

Años más tarde conocí a M. en la universidad, era una de esas personas que admiraba muchísimo por su inteligencia y su manera de responder al mundo. Algunos días ella lucía un culo raro, era como si le hubiesen insertado una escultura en el pantalón. A esa edad pensaba que era una estrategia de seducción, hasta que también noté que coincidía en las fechas en que solía faltar a clases. Entonces, me animé a preguntarle.

—Es por mi ciclo, cuando menstruo me duele mucho y, a veces, no puedo levantarme de la cama –confesó.

Nuevamente la sensación de alivio,  la compañera de estudio a quien más admiraba también sufría como mamá, mis tías y yo.

Habíamos nacido mujeres, esa era nuestra condición.

Confesiones así fortalecieron nuestra amistad. La lista de referentes se hacía más robusta, lo que alguna vez fue una queja fue mermando en aceptación.

 DIECINUEVE

Era mi primer día como pasante en el sello de publicaciones de la ULA y, aunque no tenía mucha relación con mi carrera de publicista,  me hacía ilusión conocer más a fondo cómo funcionaba una editorial. Estaba incómoda desde la mañana; mi cuerpo, más que nervioso, se sentía en alerta, inflamado.

Aún así llegué más temprano de lo acordado, me senté a esperar que mi futura coordinadora llegara. En los alrededores no había mucho para ver, era un gran galpón con cuartitos como oficinas y archivos de libros. Una punzada en mi vientre sirvió de alerta, empecé a sudar frío, pero no me daban los cálculos. Mi mente no podía creer lo que mi cuerpo ya estaba experimentando. Me paré con susto y me fui al baño; tenía toallas, tenía papel, tenía analgésicos, no sabía si sería suficiente para las cuatro horas de trabajo que me esperaban. De las imágenes que siguen, no estoy totalmente segura, lo que mi memoria guarda es confuso y, pese a la niebla, son imágenes que hasta el día de hoy me acompañan.

Escuché una sirena a lo lejos. Salí del baño con el cuerpo como una esponja viva, absorbiendo el sudor frío. Me retorcía agarrada a las paredes.

Mamá. Mamá.

Alguien hablaba por teléfono; la sirena era aún más fuerte, combinada con el tráfico de Mérida al mediodía.

Perdón. Perdón.

Mamá. Mamá.

Me van a botar, era una vergüenza para mi tía, dónde estaba mi morral, cómo volvería a este lugar, cómo iba a terminar mi carrera. Silencio. Me estaban subiendo a una ambulancia, me preguntaban y no sabía qué responder.

—Se me bajó la tensión –fue lo último que dije antes del desmayo.

 

La habitación de CAMIULA era decente, demasiado blanca para mi gusto. Estaba viva, el río rojo salía desde mis entrañas, el suero corría por mis venas. Mamá estaba de pie.

—A mí también me pasó, me desmayé en la plaza Bolívar y desperté en el hospital –contaba mamá.

—Tuve suerte entonces –guardé para mí misma.

Pocos meses después, mamá me acompañó a mi primera cita con una ginecóloga, tenía 19 años. Desde ese día “la pastillita” irrumpió en mi vida para hacerse protagonista, en sus distintas presentaciones y marcas.  Conseguir una que no me hinchara, que no me llenara de pelos la cara y no me diera ganas de vomitar se convirtió en una misión de vida; lo mismo ocurrió con Ponstan, el analgésico que no me podía faltar. Con este kit de supervivencia conviví por más de una década.

Cito a Lara Briden: “La mayoría de las mujeres con úteros agrandados o con bultos tienen adenomiosis, no fibromas”.

La adenomiosis se trata de trozos de revestimiento uterino que han crecido en el mismo músculo. Algunos de los síntomas de este diagnóstico son distensión abdominal, dolor pélvico y menstruaciones muy intensas. Aunque es más común después de los 35 años, Briden explica que puede ocurrir a cualquier edad.

En el caso de la endometriosis, “es una condición común que afecta a por lo menos una de cada 10 mujeres”. Se trata de “una afección en la que pequeños fragmentos de tejido que son similares al endometrio (revestimiento uterino) crecen fuera del útero”.

A diferencia de la adenomiosis, esta condición provoca dolores mucho más fuertes que superan la inflamación del útero. Es normal que haya dolor “en el recto, la vejiga, las piernas o a través de la pelvis, y puede ocurrir en otros momentos tales como la ovulación y durante el sexo”, explica la autora. Otros síntomas asociados son problemas intestinales, náuseas y vómitos, dolores de cabeza, fatiga y sangrado intermenstrual.

Ambos diagnósticos pueden detectarse con una ecografía pélvica y a través de una resonancia magnética.

TUERCA

Mientras miraba el cielo de La Candelaria, él hacía círculos sobre mi ombligo. Pasar la tarde juntos así, sin nada más qué hacer, era un pasatiempo que nos permitíamos mientras los tíos no estaban en el departamento. En esos días me preguntaba si él quería construir tanto como yo,  cómo sería una casa juntos… ya el viaje largo y fuera del país lo habíamos hecho y nos unió mucho más.

—¿Qué nombre le ponemos? –lanzó él en medio del silencio.

—¿A quién? –reaccioné sin sospechar lo que vendría.

—Al bebé que vamos a tener.

En la casa de mis pensamientos no había bebés: éramos él, yo y nuestros proyectos. Entonces, mi primera reacción fue la risa, la misma risa nerviosa que me impulsó a preguntar por la música y la Rosalía antes de rendirme en el quirófano.

—¡Tuerca! –exclamó él, con esa sonrisa de niño amarillo que tanto amé. Desde ese momento la idea nació en mí: un hijo, una hija, cómo se vería Tuerca. Era un verdadero disparate, como todo lo que él solía decir para encantarme; una estrategia algo infantil para sembrar dudas, incluso proyectos, así como si no fuese importante y, ¡oh, magia!, se ganaba todo mi interés.

Empecé a tener sueños con frecuencia. Imaginaba cómo sería él de papá, si pintaría con Tuerca o harían películas juntos. Ahora me doy cuenta de que en esos sueños poco aparecía yo,  o si lo hice no me acuerdo. Mi mente estaba más ocupada en construirlo a él en una responsabilidad que jamás imaginé en los años que estuvimos juntos. En sueños estaba creando a un padre que en el mundo real no existía ni daba ningún rastro más que esa ocurrencia: “Tuerca ¿No le gusta?”.

Había cuidado de mi hermana,  había dado clases de catequesis a niños de 8 y 9 años,  mis alumnos me llamaban “mamá”.  Entre mis dos abuelas tenían 25 hijos y el doble de nietos. Nada podía salir mal.

 

Por aquella temporada escribí los siguientes poemas, uno por cada hijo que soñé parir, con los nombres elegidos por mi. Hace dos años, durante el proceso de gestación de mi segundo libro, quedaron descartados.

 

A los hijos que no tengo

Santiago

mi ángel vivo

único alimento

río de sangre que me aviva

serás mi destrucción

comerás de mi úlcera

beberás todos mis líquidos

jugarás a ser un pez en mi útero

 

Esteban

estás tan lejos

en la punta de un triángulo

de tu ojo brota sangre

aún así puedes vernos a todos

hasta que en medio de la noche

un disparo te penetra las pupilas

 

Emaluna

niña dulce y triste

serás mi espejo más limpio

el hogar de mis lunas

las estrellas de mis noches

Ema

pareces muerta

te desvaneces en tu propio nombre

LA PASTILLITA

Pasé por varias marcas y combinaciones de anticonceptivas hasta dar con Ciclidon. Mi piel brillaba de lo lisa y rozagante que se veía, ya no me hinchaba ni manchaba,  apenas sentía algo de dolor una vez por mes. Que no fuese necesario comprar toallas nocturnas era un verdadero alivio,  me vestía con más ganas, mostraba más mi piel,  hasta me animé con el colaless;  tantos años perdidos a costa de sangre, manchas y dolores tenía que recuperarlos de algún modo. Me hice fiel creyente de la “pastillita”, me coloqué una alarma para nunca olvidarla,  hasta que migré a Buenos Aires y no tenía suficiente dinero para comprarla. Los primeros meses de ausencia estuve invicta pero al tercero y el cuarto me empecé a hinchar de nuevo, el sangrado volvió sin compasión, así como el antiguo gesto de revisarme las nalgas cada hora si estaba fuera de casa. Tenía años de experiencia, sabía todos los trucos para estar preparada, pero hubo una sorpresa: la llegada del acné.  En mi adolescencia tuve algunas espinillas, nada grave que el maquillaje no ocultara pero este acné era realmente nuevo para mí; toda mi frente, mis mejillas y hasta mi cuello estaban tomados por esos puntos inflamados y grasosos queriendo explotar en cualquier momento y si los reventaba con mis manos, sangraba, y si los dejaba reposar, expulsaban pus. Me veía en el espejo y no me gustaba.

En Buenos Aires también dejé de maquillarme, era base para la cara o la pastillita, hasta que tuve el privilegio de ser una empleada en blanco, es decir, legal. El beneficio incluía la píldora gratis,  no era Ciclidon, pero era parecida. En pocos meses mi cuerpo restableció su (supuesta) química hormonal, el acné se fue, el sangrado también; solo tuve que someterme a sesiones de peeling muy agresivas para recuperar mi piel lisa y brillante, la alegría duró hasta que volví a ser migrante y tenía otras prioridades en mi nueva vida en Ciudad de México.  Aún recuerdo la tarde en que el acné apareció de nuevo, el  sangrado inesperado también; y, entonces, me molesté tanto que cambié mis prioridades. Seguro tuve que comer varios días tortillas de maíz con queso panela para recuperarme del gasto, pero no quería sentir ese dolor otra vez en mi cuerpo,  no en ese país que me devolvió la soledad como un golpe al corazón.  Mi fortaleza no alcanzaba ni para una mancha más. En los nueve meses de aquella aventura nunca visité a un ginecólogo, ya me sabía la receta. Con dinero disponible es muy fácil ser dependiente.

Al volver a Buenos Aires me pregunté varias veces si quería seguir mi relación con la pastillita. Para la fecha, ya cumplía una década de romanticismo riguroso con ella. Mi primera respuesta fue sí, empujada por un nuevo brote de acné. Tras varias búsquedas conseguí un médico que me recetó la más parecida a Ciclidon, pero esa vez la consulta incluyó una radiografía: en el informe se detallaba la presencia de fibromas en el útero.

—Nada para preocuparse mientras tomes la píldora –me dijo el especialista.

¿Y si después de una década quiero desintoxicarme? Por más de 10 años mi cuerpo, con algunas interrupciones, había sido programado para no menstruar, mi útero se llenaba de una simulación carmesí que aunque cumplía una función similar no era real, como tampoco lo era la lozanía de mi piel.

Por breves segundos me asaltaron todos estos pensamientos, mientras el doctor seguía ahí, mirándome.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer para eliminar los fibromas? –pregunté al médico.

—Comenzar a planificar tu embarazo, te puedo ayudar con eso. ¿Estás en pareja? –respondió con la misma practicidad anterior.

Le dije que no me interesaban sus métodos y salí del consultorio, con el enojo ardiendo en mi estómago. Me sentí ofendida, violentada y, en paralelo,  en mi cabeza aparecía nuevamente:

Es tu condición, no puedes huir.

Vivo en una sociedad en la que todavía se asume que el máximo rol de una mujer es embarazarse y no digo ser madre porque para eso hay muchos caminos. La medicina tradicional observa en la mujer un cuerpo gestante con un útero, cuya finalidad más sagrada es refugiar a un ser humano que con su llegada te completará, te hará mejor persona, te permitirá vivir la experiencia más espiritual de este mundo, incluso, te limpiará de cualquier fibroma o masa invasora en tu sistema reproductivo. Hace cinco años no tenía ganas de planificar un embarazo, mi única intención era curar mi útero.

Aquella tarde fue el final de mi relación con la pastillita, así como alguna vez tuve una devoción hacia ella, ahora mi necesidad de romper con ese romanticismo era más fuerte.

Uno de los fármacos que componen la pastilla anticonceptiva es la progestina, su efecto más inmediato es anular la capacidad del cuerpo para producir progesterona, esto lo hace suprimiendo la ovulación. Sin ovulación no hay progesterona.

Los más de 10 años que tomé la píldora no ovulé, en consecuencia tampoco segregué la progesterona que mi cuerpo necesitaba. A propósito de este dato, Briden explica en su libro que luego de revisar muchos estudios la píldora no provoca gran riesgo de cáncer, lo que sí provoca es un montón de efectos, mal llamados secundarios, que afectan la salud de la mujer como: depresión, pérdida del deseo sexual, pérdida de cabello y, en algunas, aumento de peso.

“Los anticonceptivos hormonales pueden afectar tu vida sexual porque desactivan la testosterona que necesitas para la libido. (…) Tienes derecho a tener una líbido incluso si no piensas en tener sexo aproximadamente. ¿Por qué? Porque tu libido no solo tiene una función sexual, también es una parte importante de tu vitalidad y tus ganas de vivir.”

Tenemos derecho de gozar de nuestra libido, incluso sin tener el deseo de gestar y parir. En este momento soy consciente de que iniciaré un camino de regulación hormonal tras años de tomar la píldora; soy consciente de que la sexualización del útero también es un mecanismo de domesticación sociopolítica de lo que es nuestro rol como mujeres.

LA OTRA MUJER

No recuerdo el día en que tomé la decisión, lo supe años después de volver a Buenos Aires.

Me gustan las familias en las que se pueda escuchar el lenguaje de los árboles cada día,  familias en las que la alegría nazca de la contemplación de la naturaleza como principio y fin de todo. Aprender a nadar es un propósito hermoso para mi familia en construcción. Hace poco tuve un sueño en el que Aibō nadaba plácidamente en una fuente rodeado de flores, yo lo felicitaba y le animaba a seguir superándome. Ahí entendí que también yo estaba aprendiendo a nadar. Nadar en aguas claras para ver corales y medusas, nadar entre flores de seda para descubrir todos esos reinos bajo el mar.

Mamá siempre le tuvo miedo al mar, se reía como niña chiquita al estar medianamente lejos de la orilla. Quizá heredé ese miedo, como mi menstruación abundante y mis caderas pronunciadas; muchas cosas heredé de mamá, de algunas soy consciente y las guardo como un tesoro, de otras aprendí a observarlas con atención y elijo no recibirlas. No a todas las herencias se les puede decir sí. Tal vez sea de las pocas personas en pensar así. No lo sé.  El mundo en el que vivo ahora está súper poblado, millones de niños y niñas no tienen un hogar,  la adopción sigue siendo un tema de nichos y excluidos. Por muchas noches también soñé en un mundo desintoxicado, con una población más interesada en preservar sus recursos que en demandar más de ellos.

Como mujer, me hace más ilusión ofrecer un hogar a niños y niñas desprotegidos que gestar en mi vientre, nada más por la proeza de sentir que mi cuerpo se ensancha y poner a prueba todos mis atributos de hembra mamífera nacida para reproducirse. Más que desafiar a mi cuerpo, me interesa ser responsable conmigo y con el mundo en el que vivo ahora.

—Entonces ¿se acabó mi descendencia? –fue lo único que pronunció papá al comunicarle mi decisión.

—Si llegara a nacer en mí la necesidad de tener un hijo, la adopción es una posibilidad.

—Un nieto que no tenga mi sangre, eso no lo quiero yo.

—Es mi cuerpo, también es mi elección ser la mamá de ese niño o niña. No es una decisión que te involucre a vos –respondí al toque, reactiva.  Si un don tiene papá es avivar mi versión más animal, a él le respondo con la aspereza de un cuerpo sin domar y no es que sienta orgullo, ni él ablanda ni yo empatizo con sus maneras.

Había tomado la decisión pocos días atrás, luego de que el médico me explicara las alternativas previas a la cirugía.

Preservar un útero cocido y maltrecho solo por la posibilidad de que, en unos años, el instinto nazca, no era opción.

Conservar un útero para no castigar a mi energía femenina, creativa y creadora, tampoco lo creo. 

Los símbolos y códigos sociales fueron creados y se siguen creando para responder a patrones y creencias que sostienen una espiral sociopolítica. Una vez una amiga compartió sus sueños insistentes en donde se veía a ella con sus tetas llenas, brotando leche en abundancia. Ella juraba sentir el dolor en sus pechos mientras amamantaba en sueños, lo contaba dichosa con todo el placer de una mamífera protectora. Esa amiga hoy es madre, ella lo visualizó con tanta determinación que hoy es su realidad. Nunca tuve esos sueños, en los más recurrentes vuelo y soy capaz de fusionarme con barro y soy un árbol y recorro galaxias con Aibō en forma de nave espacial insertada en mis pies.

El útero está asociado a un símbolo de fertilidad y creación femenina. Leyendo a Leah Hazard me enteré de que una pequeña población de hombres en el mundo nacen con úteros. ¿Serán ellos más creativos que los millones de otros en el mundo? ¿Acaso ahora que soy una mujer sin útero seré menos creativa? ¿Se reducirá mi habilidad intuitiva?

Los símbolos ayudan a dar forma, a percibir, a poner en palabras aquello que pareciera inalcanzable. El acto de creación en sí mismo es sublime. Mi divinidad no se extinguirá por expulsar de mi cuerpo al útero. Escribo esto y viene a mi mente esa idea de la completud, esa necesidad de ser vistos como enteros para alcanzar la verdadera felicidad, todo lo que esté en el borde es excluido; quizá por eso me dijeron que me estaba castigando con mi decisión,  porque a partir de ahora para algunos soy una mujer incompleta. El buen augurio es que nunca dudé de mi decisión, incluso ahora que veo mi cicatriz por debajo del ombligo y me asombro de su tamaño. Recuerdo la vez que vi la de mamá después del parto de mi hermana, es bastante parecida. Otra vez viene la idea del símbolo construido: una cicatriz así es como haber tenido una cesárea. Parir. Hace 19 días parí un útero, no una criatura. Solo un útero. En la intimidad habrá quien me pregunte cuántos hijos tuve.

Ninguno, solo me saqué el útero.

Así, sin más, sin tener que hacer una gran reflexión como la que me propuse hacer en este cierre. Elegí ser otra mujer, la que está escribiendo estas últimas líneas para, nuevamente,  darse cuenta de lo innecesario y fatigoso que es tener que justificar una decisión que es mía, solo mía.

 

Obras consultadas:

Hazard, Leah (2023): El útero, la historia secreta de nuestros comienzos. Editorial Salamandra.

Briden, Lara (2020): Cómo mejorar tu ciclo menstrual. Tratamiento natural para mejorar las hormonas y la menstruación. Editorial Ginecosofía, traducción de Ariadna Tagliorette.

 

 

*Aquí te enseñamos a contar historias que importan.

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