Ficción
Cicatrices, un adelanto de la novela de Alicia Chávez
Por Alicia Chávez
*La imagen de portada de Cicatrices es cortesía de Alicia Chávez.
1
Cuando el sacerdote pide orar por el alma de Waleska prefiero mirar el atardecer. Con los brazos extendidos y las palmas de las manos en dirección al cielo, reza un Dios te salve María, llena eres de gracia, mientras el sol se pone detrás de crucifijos, querubines y gárgolas de mármol que proyectan largas sombras sobre nosotros. La piel se me eriza por la belleza, tal y como sucedió la primera vez que visité un cementerio. En esa ocasión nadie había muerto, solo me faltaba aprobar Fotografía para graduarme en Periodismo y Alex nos propuso a mí y a otros de la clase hacer una sesión en el cementerio cerca de la universidad. Ángeles de alas rotas parecían combinar muy bien con zapatos de goma sucios y guitarras. La idea era poco original, pero Alex era muy persuasivo, sabía que un six pack de cerveza sería suficiente para convencerme. Al llegar, la primera vista del camposanto me paralizó: era un mal acabado Tetris monocromático de tumbas sobre tumbas, adornadas por cruces torcidas y santos con ojos vacíos. Casi pude ver la desolación flotando en la neblina. Cuando entramos me separé del grupo y me detuve en la entrada de un mausoleo subterráneo, el acceso era por unas escaleras al ras de la tierra, flanqueadas por dos ángeles arrodillados con sus palmas juntas y motas de polvo en los pliegues. Me inquietaron tanto que se me hizo irresistible la necesidad de avanzar. Bajé rompiendo el silencio con el crujir de las hojas y me detuve largo rato a mirar a través de una reja oxidada los cuatro féretros que reposaban sobre bases de concreto. Al fondo entre ellos había un altar con flores de plástico descoloridas y una foto en blanco y negro. Una familia completa que ya no existía. Eran solo una imagen congelada en el tiempo. Si alguien se llevara ese portarretrato ellos no serían ni siquiera un recuerdo. Entonces, tomé la foto que me haría pasar la materia sin mayor esfuerzo. La foto de la foto de cuatro personas en medio de cuatro féretros. El crujido de las hojas por los pasos de Alex me sacó del ensueño. Ahí, en la oscuridad fúnebre de la escalinata, frente a la reja que contenía toda aquella soledad sin sentido, Alex me besó y me tocó toda, por dentro y por fuera. Sabía que esto te iba a gustar, Ana Helena. Era el único que me llamaba por mis dos nombres, como si al hacerlo dejara claro que poseía más de mí que otros. Luego nos emborrachamos en la puerta del mausoleo mientras caía la noche.
—Cuando llegue el gran día de la resurrección y del premio, colócalos entre tus santos y elegidos. Por Jesucristo, nuestro Señor…
Todos responden Amén. Con la cabeza gacha los veo con los ojos cerrados y pareciera que escucharan con atención el rito de la despedida. Wendy solloza y se estremece sostenida por su esposo, Blas. Sigue luciendo la misma bonita cabellera, lacia y pelirroja, que las identificó a ella y a su difunta hermana y, ahora también, a su sobrina Sofía, la hija de Waleska y de Vicente. Mi Vicente. De los asistentes solo conozco a Verónica Herrera, la dueña de la galería más grande de la capital, Sarracenia, y de Cantueso, ciudad en donde Waleska vivió los últimos años. Imagino que el resto de los presentes son compañeros de la academia donde ella solía trabajar. Ahora rezan el Padrenuestro en tono suntuoso. No me creo que les importe su alma. Más que por su talento en las artes plásticas, Waleska era conocida por su antipatía. Cuando Vicente y yo empezamos a salir ya tenían dos años divorciados. Sofía era una niña y Waleska llamaba casi a diario con excusas para sacarlo de casa: Soso está muy enferma, Soso te extraña, Soso tiene una exposición en el colegio. Él la conocía bien y no le daba demasiada importancia. Por un tiempo se calmó y cuando llegamos a pensar que lo había aceptado, que el papá de su hija estaba haciendo su vida con alguien más, en castigo alejó a Sofía de él. De un día para otro se mudaron a Cantueso, a dos horas de la capital, limitando la convivencia de la niña con su padre a fines de semana y feriados. Amén.
La urna empieza a descender con solemne lentitud y Sofía se acerca. Siento el brazo de Vicen tensarse entre los míos. Trata de alcanzar la mano de su hija, pero Soso da un paso más y cabizbaja contempla cómo el féretro se pierde en la oscuridad del hueco sepulcral. Está inmóvil, solo su melena rojiza se agita con el ir y venir de la brisa. Cuando el sacerdote da por finalizada la ceremonia Soso sale corriendo. Vicente quiere salir tras ella, pero se acerca una fila de asistentes.
—Lo lamentamos mucho. Es una terrible pérdida para el mundo del arte.
—La extrañaremos en la universidad, era una buena profesora.
—¡Es una tragedia!
—Esperamos que la niña se reponga pronto.
Vicente se deja abrazar y besar. Sonríe con forzada amabilidad mientras la atención se le desvía buscando a Soso. La última vez que la vimos durante las vacaciones, hace poco menos de un año, era todavía una niña con pecas en la nariz. Ahora es una adolescente de dieciséis años, alta y delgada. Todavía puede vérsele alguna inconsistencia en el cuerpo por el ajuste hormonal, unos pies un poco grandes o una nariz muy puntiaguda. Pero es hermosa como lo fue su mamá alguna vez, con esa piel cremosa y la cabellera rojiza ondeante. Fue ella quien encontró a su mamá tendida en la cama, sin respirar en medio de un charco de vómito seco. Al lado, en la mesa de noche, varios blísteres de pastillas vacíos.
Al fin podemos llegar al carro donde Soso nos espera reclinada sobre la puerta. Vicente la abraza, ella se deja sin ánimos. Luego le abre la puerta de atrás.
—Vamos a casa, hija.
2
El despertador suena y lo silencio de un manotazo. No he dormido nada. Para mí las primeras noches en una casa diferente son como un requisito para lograr la nueva cotidianidad; un simulacro en donde me paso horas acostada con mis ojos abiertos y consciente de que el descanso reparador no ocurrirá hasta que me acostumbre al ruido del nuevo aire acondicionado o a los ladridos del perro de un vecino que no conozco. Pero aquí, en Cantueso, a lo que me ha costado acostumbrarme es a un silencio que me perfora el cerebro. No importa que digan que esta es una ciudad, después de una semana he descubierto que no es más que un pueblo con aspiraciones. Los habitantes son citadinos que escaparon de la capital para disfrutar del tiempo detenido. A las diez de la noche ya las calles están vacías y el inmenso silencio llena la habitación en donde solo dormito de a ratos. Hasta que Vicente empieza a roncar. Rugidos que se intercalan con pausas tan largas que a veces creo que ha dejado de respirar. Contemplo su rostro despreocupado y me queda claro que él está más que adaptado. Acaricio la punta de sus rizos negros un poco más largos de lo usual y que lo hacen ver al menos cinco años más joven. La alarma del despertador rompe mi burbuja.
—Vamos, Vicen. Cantueso de mierda nos espera.
Después de otro intento fallido de ensamblar la cafetera y el molinillo termino preparando café instantáneo, un terrible brebaje que lejos de reconfortar me despierta por el desagradable sabor cerrero. Aunque el pan tostado se me ha quemado intento servir el mejor desayuno posible, es el primer día de clases de Sofía. Su colegio, el instituto Ludus Novum, fue el motivo de la decisión de mudarnos aquí. Aunque ella no hizo demasiadas demostraciones de dolor, su padre no lo descartaba: la muerte de una madre debe ser, por simple definición, devastadora, decía. Cuando se reunieron los familiares a decidir el destino de Sofía, Vicente ya lo había resuelto. Sorprendida lo escuché decirles a Wendy y a Blas que él se encargaría de ella, él era su padre, con quien había convivido los primeros años de su vida. Pero vivir los tres en nuestro departamento de dos ambientes en capital, lejos de los amigos con los que había crecido, de los lugares que solía frecuentar, tampoco era muy buena opción. Sin más, Vicente optó por mudarnos a Cantueso, sin consultarme. Para él, lo único importante era Soso y también debía serlo para mí. Y yo no tuve tiempo de considerarlo siquiera.
Toco la puerta del cuarto de Soso, le aviso que el desayuno está listo. Vuelvo a nuestro cuarto para maquillarme y mientras me aplico un poco de polvo compacto Vicente se acerca y me besa el cuello.
—No puedes estar molesta para siempre, Heli.
Sin decir nada, aplico un poco de color en las mejillas para disimular las ojeras.
—Helena…
Soso grita desde la sala preguntando dónde está la maldita caja de los abrigos. Intercambio una mirada con Vicente y le pregunto si es una broma.
—Afuera hacen veintiocho grados —le digo a Vicente—. ¡Está al lado de la caja de las sábanas! —le grito a Soso.
Voy hasta la sala y veo a la muchachita desarmando, sin control, los montones de cajas de la mudanza.
—¡Espera Soso, no, así no!
Le quito la caja de las manos y le explico, por tercera vez, que todas están identificadas, que basta con buscar la etiqueta. Me mira rabiosa. Los últimos días hemos estado tratando de convivir: mientras llegaba el camión con nuestra mudanza de capital estuvimos en un cuarto de hotel, y después, entre idas y venidas de la casa de Waleska a esta, la nueva casa a donde finalmente vinieron a parar todos los pedazos de las vidas de los tres. No tenemos muy claro cómo encajar. Soso y yo hemos optado por hablarnos lo mínimo, así que tolero otra vez la mirada de desprecio que dice que no soy su madre, mientras le consigo la caja que busca. Le muestro los abrigos, me la quita de las manos y se encierra en su cuarto de un portazo.
Regreso a la cocina y Vicente ya está desayunando, se ha servido el horrible café y revisa las noticias en la tableta como cada mañana; parece no importarle que esta casa no sea la nuestra, si el cielo es diferente o si ahora somos tres.
—Sabes que no puedes estar molesta para siempre.
No respondo, ni lo miro. La verdad, sí puedo estar molesta. En este preciso momento me parece que puedo estarlo para siempre.
3
El camino a la escuela de Soso es largo, una carretera prolija que se abre paso en medio de un bosque con árboles altos y tupidos. El sol brilla y hay flores al borde del camino como si Cantueso se burlara en mi cara. Miro el cielo azul desde el asiento de copiloto en el carro, siento que no hay suficiente aire. Al cabo de media hora en silencio llegamos al instituto. Desde la cola para entrar al estacionamiento se puede ver la gran edificación de cuatro pisos de ladrillos rojizos, el descampado en donde están las canchas de atletismo y fútbol, muy cerca se encuentra el gimnasio con piscina climatizada y la cancha de básquet.
Imagino a Waleska seleccionando el colegio pensando en la educación más adecuada para su hija. Pero no, lo había escogido por ser el más caro que Vicente pudiera pagar. Siempre se trató de causarnos molestias. Conseguimos lugar en el estacionamiento dos pisos abajo y mientras caminamos hacia las escaleras Vicen toma la mano de Soso. Me dejan atrás. Tengo, debo, necesito decirme a mí misma que eso está bien, que ahora importa ella. La niña tiene solo dieciséis años y acaba de perder a su madre. Vicente es su padre. Yo elegí a Vicente divorciado y con una hija. Yo lo sabía. Sí, está bien que ahora importe solo ella.
Una vez dentro, Soso se despide de su papá con un beso y se reúne con sus compañeros del penúltimo año de secundaria quienes se forman en el centro del gimnasio techado, junto con el resto de los alumnos del colegio. Nosotros tomamos asiento en las gradas con los padres. Vicen la contempla con tal intensidad que puedo ver la tristeza flotando en sus ojos intentando alcanzarla. Y escucho el crujido, mi crujido. En mi cabeza. El bruxismo ha vuelto. Hago una respiración profunda. La directora da una cordial bienvenida al nuevo año escolar e hila un discurso lleno de lugares comunes que comienza con: El compromiso de la institución es garantizar una educación integral… Madres toman fotos. Padres saludan a sus hijos desde lejos.
—Lo más importante es formar ciudadanos con valores, funcionales para la sociedad; piezas de reloj, forjadas y pulidas con persistencia, para ser capaces de insertarse y desempeñarse en las áreas que elijan y destaquen por sus valores, por sus…
Vicen hace gesto de tomar mi mano y lo esquivo con rabia. Me mira extrañado. Quizás porque, a pesar de estar indiferente desde hace unas semanas, jamás le había despreciado. Junto a mí una señora tiene a su bebé amarrado a ella hecho bolita. De solo verla enredada en aquel trapo como una momia siento calor. Percibo un olor irrespirable… ¿Leche? ¿Babas? Sudor, uno muy agrio y concentrado. Todos sudamos, acoplados uno al lado del otro. Porque somos muchos y yo sobro. Soso no es mi hija. Soso no me quiere en su vida. ¿Qué hago aquí? La niña pequeña que está delante de mí tiene hambre, gime, pide agua, pide galletas, pide subirse y la cargan, pide bajarse y la bajan, y yo siento una gran revoltura en mi estómago. El calor me impide respirar. Me urge salir. Le digo a Vicen que lo espero en el estacionamiento. Me abro paso entre la gente pidiendo permiso con la frente sudada. Cuando por fin consigo llegar al final de las gradas siento una mirada clavada sobre mí. Me volteo. Lo reconozco.
El pelo.
La nariz.
Dudo. De verdad dudo.
Sus ojos.
No. No puede ser él. Vuelvo a mirarlo con los ojos muy abiertos. Está entre la multitud en las gradas. Mi pulso se acelera. El corazón me late en la garganta y un escalofrío sube por mi espalda. Me mira con las cejas enarcadas con tanto asombro como yo a él. La mujer que está a su lado le dice algo al oído mientras todos aplauden. Él asiente sin responder, pero sigue viéndome fijamente. Mis piernas no pueden moverse. Estoy en medio del pasillo y un señor con andadera me pide permiso con insistencia y tropezando con zapatos y sandalias le doy paso como puedo. Detrás del abuelo viene la abuela y detrás un tío y detrás un niño, y yo intento mantener el equilibrio esperando que el desfile termine. Vuelvo al pasillo y me doy vuelta para verlo de nuevo, pero él ya no está. Detallo todas las caras, buscándolo, no lo encuentro. ¿Estuvo? Miro de nuevo. Nada. Como si no hubiera estado ahí. De pronto me siento vulnerable, como si cualquier cosa pudiera sucederme. Regreso sobre mis pasos, temblando, al lado de Vicente. Le tomo la mano mientras miro hacia todas las direcciones.
—¿Te sientes bien? Tienes las manos heladas.
Sigo mirando a donde creí haberlo visto. Vicente toma mi rostro con una de sus manos y me mira a los ojos.
—¿Qué pasó, Helena?
Los aplausos me traen de vuelta y respiro profundo, trago saliva y suelto la mano de Vicente.
—Estoy bien. No es nada. Hace mucho calor aquí.
*Alicia Chávez es cofundadora de Autores Venezolanos en Argentina. Siendo venezolana, desde aquél país está construyendo su prometedora carrera como escritora. Un ejemplo de cómo hoy día la literatura venezolana es más glocal que nunca. Sobre fenómenos por el estilo se hablará en el taller «El mundo literario venezolano, hoy«, de Ricardo Ramírez Requena.
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Ella reanudó la imagen que me tuvo hipnotizado. Frente a nosotros aparecieron tres personas que seguían viendo al mar (ya no eran cuatro). El buque pulía el horizonte.
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Lo miramos con atención.
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