Ficción
La profesora Miyó
Por Juan Manuel Romero
*La imagen de portada de La profesora Miyó fue creada por Chat GPT.
Según algunos estudiantes más avanzados había razones de sobra para que la profesora Miyó siempre estuviera asistida. Para quienes andamos de manera perenne como unos recién llegados (a todo), esas razones de sobra resultaron, en su momento, una absoluta desproporción.
Lo único que yo veía en todo aquello era un espectáculo –penoso, entendería después- donde la patología se mezclaba con la pedagogía. Una ceremonia, la de ella, hecha de temblores domados por grageas severas. De gritos taponeados in extremis. De manos parpadeantes y mirada ralentizada por unos lentes grandilocuentes que le cubrían la mitad de la cara.
En cuanto a la enfermera que se encargaba de asistir y/o perseguir a la profesora Miyó era una mujer correcta; prestaba atención a las clases y tomaba nota. A leguas se le notaba su contención, o quizá yo veía contenciones en todos lados porque ya estaba a mitad de la carrera y ese término (¡ese bendito término!, como más adelante habría de pasarme con el adjetivo salvaje) deambulaba delante de mi vista con plena libertad y entonces lo hallaba en cualquier lugar, en cualquier persona. El caso es que la enfermera, en varias oportunidades, la vi buscando, con genuina búsqueda estética, los ángulos adecuados en las aulas para tomar algunas fotografías. ¿A dónde habrán ido a parar todos aquellos registros?
A mí la profe no me caía bien, pero sentía una fascinación por sus poemas.
A veces, eso debería ser suficiente. Pero resulta que cuando se es alumno del escritor los puentes son muy cortos y no hay tiempo para detenerse a ver el paisaje. Y uno termina observando algunos detalles que, por lo general, el libro edita (y omite y olvida) de su creador.
Ella sufría, entre otras cosas, de ataques de ira. La enfermera, por su parte, a quien nada más le faltaba una filmadora para ser la documentalista de la profe, al parecer, debía levantar un informe semanal de cada movimiento –físico, mental– y entregárselo al médico tratante.
De la profe Miyó recibí un seminario sobre Silvia Plath (para variar).
Cuando la puerta se abría y ellas entraban, se podía esperar cualquier cosa: Podíamos ver las bufandas o podíamos escuchar los bufidos (todo dependía de la fecha, de la fase lunar, o de la ausencia de medicina) de la profesora.
Las imágenes hincadas en el corcho de mi memoria son estas: sus lentes parecían los faros dañados de un carro atravesando la medianoche. El largo vestido de la enfermera era tan largo como una novela francesa. Los rostros puntiagudos de cada una parecían unas fotografías movidas. A la profesora varias veces la noté completamente sedada: su caminar era sereno y estaba enganchada al brazo de la otra.
En cambio, otro día –el último– vi cómo le temblaban las manos. Justo ese lunes la clase fue excepcional, deslumbrante, era como elegir entre El Inferno, El Purgatorio, y El Paraíso de la Divina Comedia. Por unanimidad lo infernal siempre vence.
La profesora Miyó estaba sudando.
El pecho se le inflaba y se le desinflaba como un globo.
La tiza con la que escribió ciertas notas eruditas en la pizarra era una moneda para decidir la vida entre sus dedos.
Con estremecimiento leyó varios poemas de Ariel y lo único que hubo en la tierra fue el atardecer y el silencio.
Durante la clase, como una taquígrafa, la enfermera llenó varias hojas. De pronto, la profe Miyó dio por terminada la sesión y salió desaforada. Me recuerdo verdaderamente helado y sentirme parte de un grupo de estudiantes azules sentados en sus pupitres. Recuerdo que, metido en aquel desconcierto, ayudé a levantar algunas de esas hojitas que habían muerto en el suelo, las hojitas de un otoño repentino decretado por la profesora Miyó.
La enfermera, sorprendida, intentó ordenar todo en menos de un segundo, pero no pudo. Salió tras la profe y no esperó que yo le devolviera los papeles.
No volvieron.
Never more.
Eran catorce clases y con ella solo vimos nueve.
El director de la escuela, en la sesión siguiente, se excusó de una manera balurda: “Tal vez sea el modo como nuestra profesora Miyó quiso demostrarnos a través de su simbología visceral cómo el tópico del suicidio algunas veces irrumpe en la creación literaria para potenciar la obra y, en otros casos, truncarla”. Después hizo mención a las eruditas clases del profesor Denzil Romero que eran refulgentes cuando él estaba curdo y sus sesiones pedagógicas eran báquicas, hiperbólicas, irreverentes, barrocas. También trajo a cuento a Ramos Sucre y mientras lo recordaba se le aguaron los ojos. Los directores de las escuelas de letras son una rara avis.
Hoy esos papeles son el ejemplo romántico de la sepia. Nunca llegué a decodificarlos porque jamás aprendí eso que hoy podría ser un chiste: la taquigrafía.
Los papelitos fueron marcalibros por una temporada. Luego, se convirtieron en un dudoso fetiche que mandé a plastificar. Y así quedaron: rígidos, ajenos a las inclemencias, a los ciclos, como ciertos clásicos.
Una cosa es la Literatura y otra el hombre, uno tarda años en darse cuenta de ello. Uno acumula libros, rarezas, se gradúa (en lo que sea, en donde sea) y luego, para seguir el dictado de los ciclos, se dona la biblioteca. Las bibliotecas también guardan consigo un final trágico. Pero antes, quiero decir antes del desprendimiento, atacado por un airecito nostálgico, hojeamos los ejemplares que pronto dejarán de pertenecernos.
En mi caso, justo con la entrada de la noche, cuando pasaba mis dedos, casi sin querer, por las páginas de Poemas completos de Plath (para variar) y no de un ejemplar de los poemas de la profe, salieron aquellos rigurosos papelitos.
Los encajé en un corcho.
Aún no sé qué angustian sugieren.
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