Ficción
Más allá del valle de frailejones
Por Alicia Chávez
*La imagen de portada de Más allá del valle de frailejones fue producida por Chat GPT.
Esperando tras la puerta, con la mirada fija en la manilla ensangrentada, Amara recuerda lo primero que le llamó la atención el día que llegó al internado. El uniforme de chaqueta color bordó que llevaban alumnos, profesores y trabajadores, por igual. La oficina de la rectora estaba en el piso más alto del ala central y las paredes estaban decoradas por largas filas de fotos de graduandos de viejas promociones, grupos de profesores de otras épocas con variaciones del mismo uniforme, chaqueta corta, larga, buzo o chaleco, siempre bordó; pantalón largo, corto, falda recta o plisada, o jogging, siempre gris.
El internado estaba ubicado en la vía hacia el páramo La Culata, que precede a uno de los picos más altos de la cordillera andina. Siguiendo la ruta, al llegar al bosque de pinos se puede ver el desvío, por allí solo tiene que bordear el bosque y al final, después del valle de frailejones, si no ha bajado la neblina, verá el enrejado de la entrada, le habían dicho en el último pueblo que quedaba a una hora de allí.
Amara también recuerda su emoción. No por ser la nueva profesora de Historia de Literatura de Venezuela en una institución importante, sino porque conocería El Castillo. En Venezuela solo había fuertes, castilletes de guerra en algunas playas, todos de la era colonial y que solo funcionaban como museos; pero de ese tipo de edificaciones gigantes, medievales, con torreones, áticos triangulares, patios internos y leyendas había solo uno. Y ese era el primer día de un período escolar en el que viviría allí.
No faltar a la misa de los domingos. No fumar. No ingerir alcohol. No salir del predio sin autorización. No usar la cocina fuera de los horarios establecidos y, sobre todo: no deambular por el internado después de las diez de la noche, excepto el día de guardia correspondiente. No le llamó la atención la severidad de las normas, había crecido en un colegio de monjas y estaba familiarizada, sino cómo la rectora la había mirado mientras paladeaba las sílabas, la be al decir deambular, y el siseo de después, y de diez, como si supiera que lo que a ella le interesaba de verdad era eso: pasear por el castillo; el castillo y sus paredes de piedras, el castillo y sus techos altos, el castillo y su historia. El castillo y su inmensidad oscura. Pero por ahora lo mejor era no pensar mucho en eso. Lo mejor era obedecer.
Así, Amara empezó por ser siempre la primera en el aula de clases todos los días. Bajo la vigilancia de la rectora, era rigurosa hasta con los modales en el comedor. Llevaba el uniforme con notable prolijidad cuando acudía a la misa dominical incluso; atendía actividades extracurriculares como las sesiones de rosarios dos veces por semana, y cada jueves se limitaba a recorrer solo el ala B y C, la de los dormitorios de los estudiantes, hasta que terminaba su guardia a la media noche y se iba derechito a su habitación en el ala A, la de los profesores. Cumplía sus responsabilidades sin detenerse a pensar demasiado en la imperiosa necesidad de la rectora en saber todo lo que hacía no solo ella, sino todos quienes habitaban la institución.
Un día le preguntó a la camarera que recogía las sábanas los fines de semana si no le parecía demasiado rara la extrema supervisión; puede ser, dijo después de tomarse unos segundos para reflexionar, pero si no andas en nada raro, pronto se le olvida. Tiene sentido, pensó Amara, sobre todo porque nadie parecía estar incómodo. Los profesores la saludaban con una sonrisa estirada, si necesitas algo, solo avisa, decían siempre demasiado amables, mostrando todos los dientes. Además, los alumnos no daban mayores problemas, también parecían contagiados de ese gozo de pertenecer a ese lugar.
Todo funcionaba si todos cumplían las reglas. Sin darse cuenta ya había pasado la mitad del año escolar, y tal había sido su sumisión que todavía no conocía el inmenso lugar por completo. Como el ala D. Fue entonces cuando notó que la rectora ya no iba tras cada paso que ella daba y que al fin podía andar por su cuenta.
La noche del jueves siguiente, Amara le dio largas a su guardia. Hizo el recorrido habitual una vez más sin hacer ruido, tomándose su tiempo. Cuando estuvo segura de que las luces de todos los cuartos estaban apagadas se escurrió y empezó a correr. Atravesó el pasillo central que conectaba con el resto haciendo largas zancadas, escuchando su respiración agitada. Los corredores flotaban entre la luz azul de la luna que se colaba por los ventanales, las piedras de las paredes se veían más negras y los techos más altos, como un laberinto que cediendo al embrujo nocturno se creciera infinito.
Se detuvo cuando llegó el momento de cruzar hacia el ala D. Tratando de recobrar el aliento, avanzó lentamente rozando las piedras de las paredes con la punta de los dedos, levantando la vista giró sobre sus talones para detallar el lejano techo cavernoso. Llegó a una sala de estar con dos sillones color bordó, una mesa de centro y una Biblia abierta sobre un atril de bronce; a un lado había una puerta.
Salió al exterior y tal como lo había supuesto se encontraba en el tercer patio. De día pasaba desapercibido, lleno de muchachos corriendo y gritando; pero de noche, vacío y silencioso, parecía detenido en el tiempo. Sacó un cigarrillo, lo encendió, aspiró y celebró. Era primera vez que le prestaba atención al valle de frailejones, esos arbustos descoloridos que crecen en el frío y adornan todos los paisajes andinos que recuerda de su niñez. Y si trataba de ver más allá, solo lograba distinguir unas vetas espesas moverse con el viento, el bosque; percibió el aroma fresco del pino en el viento que deshacía las líneas de humo. Escuchó el graznido de aves nocturnas y el cauce del riachuelo. El cielo estrellado como nunca. Terminó el cigarrillo y antes de volverse para entrar fue cuando, a lo lejos, lo vio por primera vez: el cuarto de las letrinas.
A simple vista era solo una cabaña pequeña y ruinosa, sostenida por las capas de polvo. Era el baño de los indios sometidos como mano de obra durante la construcción de la edificación en la colonización española, pero ella sabía que ese era el lugar en donde hacían sus ritos secretos, bailes y cantos para resistir a la imposición del culto religioso cristiano. En tantos meses no recordaba haberlo visto antes. Un frío especial corrió por su espalda. Alguien la miraba. Se volteó, pero no había nadie. Solo estaba ella y el viento que movía la puerta ligeramente. Sonrió. Eres una tonta, Amara. Sí, sí que lo era, solo que todavía no sabía cuánto.
En las semanas que siguieron continuó extendiendo su guardia de los jueves. Se desplazaba más segura por los corredores; de vez en cuando empujaba alguna pared que lucía diferente esperando que cediera y descubrir al fin el acceso a un sótano, una mazmorra o por qué no, a algunas catacumbas con osamentas de chamanes indígenas, pero solo conseguía dar con una piedra mal puesta o algún remiendo de cemento reciente. En el tercer patio pasó de uno a dos cigarros, hasta tres; y cuando los rincones largos y el silencio viejo empezaron a tomarla, aparecieron otras historias en su cabeza. Con ayuda de una linterna escribía en su libreta la historia sobre un romance con tintes góticos entre un fornido cacique y la hija del marqués; con sexo entre faldas de vapor antañón, amparado por la oscuridad de los recovecos más anónimos. Tal era su necesidad de la escapada nocturna que llegó a esperar a que la guardia de los otros profesores, en otros días, terminara para hacer sus paseos, dos y hasta tres veces por semana.
Los sábados, cuando la mayoría del personal aprovechaba para ir al pueblo a hacer sus compras o ir al cine, ella prefería ir a la biblioteca en la búsqueda de información. Leía lo de siempre, sobre la guerra espiritual, chamanes timotes en contra de misioneros católicos, evangelización y sincretismo religioso; los sacrificios humanos, la violencia, la muerte en nombre de lo santo. Buscaba algo nuevo, una cámara secreta, una biblioteca centenaria. Pasaba por alto lo que se estaba gestando ante sus propios ojos. Al final de la tarde, desde la ventana de la biblioteca, que estaba en la parte más alta del torreón B, se quedaba contemplando los picos nevados y las copas de los pinos y los cipreses que parecía interminable. Si no había neblina podía ver los caminos ondulados y los techos rojos de las casitas del pueblo a lo lejos. Y así pasaban horas. Ya ni siquiera se preguntaba cómo era que ni la rectora ni ningún otro profesor hubiera notado sus paseos y su apatía ante el trabajo escolar. Estaba alienada. Sentía como si viviera una doble vida, en la mañana la de profesora obediente y de noche la de una espía del presente que moraba recogiendo pedazos del pasado.
Recuerda que eran mediados de julio, poco antes de que terminara el año escolar, cuando pasó. Esa noche había mucho más frío de lo normal para la fecha, tuvo que ponerse el abrigo invernal del uniforme para su paseo nocturno. El romance que desafiaba todas las normas de la sociedad otrora estaba llegando a su final y justo cuando se disponía a acabar con la vida de los amantes atormentados por sus pecados carnales, la luz de la linterna empezó a fallar. La batió un poco, pero seguía intermitente. También notó que se había acabado la media caja de cigarros que traía encima. Cuánto tiempo había pasado. Miró su reloj: eran casi las tres y media de la mañana, nunca había estado hasta tan tarde afuera. Un viento heló de golpe su piel y la linterna terminó por apagarse dejándola en medio de la oscuridad, una oscuridad que sintió diferente por absoluta, a donde mirara todo estaba negro. Pero antes de que pudiera empezar a desesperarse se hizo una luz: un destello al principio jadeante, decrépito, pero que poco a poco iba ganando consistencia. Venía del fondo del bosque. De un bombillo que colgaba de la cornisa del cuarto de las letrinas. Al fin, cuando alcanzó un fulgor sólido, descubrió la estructura de madera que, aunque lejana, se veía en todo su esplendor. Amara, en el medio del tercer patio, se sintió tan observada desde la luz, que en su mente se veía a sí misma: de pie con los brazos tensos a los lados y el cuerpo echado hacía adelante en alerta. No supo cuánto tiempo estuvo esperando que pasara algo, ¿qué?, ¿qué esperaba? Entonces el viento azotó la puerta tras ella sacándola del trance. Se volteó y se dio cuenta de que temblaba. Después volvió a ver hacia la letrina, ahora estaba apagada, de nuevo era una silueta confusa entre los largos troncos. En el piso yacían la libreta abierta y la linterna encendida con normalidad. Sin pensar en nada más, con las sienes sudadas y las manos heladas, agarró sus cosas, abrió la puerta y entró corriendo.
Estaba segura de que no lo había imaginado. La luz se había encendido. Podía jurar que había alguien allí. Se le ocurrió hacerle un interrogatorio a la encargada de la biblioteca, pero no sabía qué preguntar, y no quería levantar sospechas. Estaba nerviosa. Se sentía observada, más bien vigilada. Desde la ventana de su habitación veía el paisaje de siempre, nada había cambiado, pero todo era diferente. De pronto las caras de los profesores habituales se habían vuelto inexpresivas, grises. ¿Sabían de sus escapadas?, ¿qué sabían?, ¿sabían si había algo allí?, ¿había algo allí? La noche antes del día de su guardia leía sus últimos apuntes en el cuaderno y se quedó dormida con la luz del cuarto encendida. Se despertó súbitamente cuando alguien tocó su puerta. Somnolienta la abrió y no había nadie. Solo el pasillo hundido en la negrura. Miró su reloj, eran las tres y media de la mañana.
Ese jueves, pasada la medianoche, agazapada en la sala de estar tras el ventanal y embutida en el uniforme de invierno, con la mirada fija en la noche verdosa, Amara esperaba.
Se hizo el viento, miró su reloj: las tres y media, y la luz de la cornisa a lo lejos se encendió. Salió al tercer patio, respiró profundo y armándose de valor se echó a andar. A cada paso sentía cómo los latidos del corazón se le aceleraban. Se adentraba a la vegetación con solo la linterna encendida y su chaqueta bordó. Conforme se acercaba, olores le empezaban a invadir, primero fue la humedad del pasto y la tierra, que luego se fue convirtiendo en moho, una putrefacción contenida en alientos centenarios. Como si bocas que estuvieron cerradas se hubieran abierto con su presencia. Empezó a asustarse de verdad, la linterna parpadeó inestable, pero al fin sostuvo la luz y rápido se volteó a ver si alguien estaba detrás de ella porque sentía una clara presencia. No había nada, solo la niebla que la cubría hasta la cintura, ya casi no podía verse los pies. Se detuvo. Cerró los ojos dubitativa, lo mejor era volver. Qué sentido tenía. Por qué había llegado hasta ahí. Pero, miró el cuartito, el resplandor disipaba la niebla, indicándole el camino. Estaba solo a unos pasos. Tenía que saber. Reanudó su camino escuchando el crujir de las hojas bajo sus pies, y de pronto otros pies… y otros, y otros más y otros más, como si fuera escoltada y ya no pudiera echar marcha atrás. Cuando llegó, la fetidez había apretado convirtiéndose en un sólido olor a excremento. Miró la luz y una cruz dibujada en la superficie de la puerta, con lo que parecía ser sangre fresca ¿Cómo era posible? Empezó a temblar sintiendo las almas expectantes a su alrededor y, entonces, hizo lo que se suponía debía hacer. Extendió su mano y jaló la precaria manilla de la puerta.
Alumbró el interior con la linterna, mareada por los vapores nauseabundos que le golpearon la cara. No vio nada. Era una letrina antigua, manchada de desechos y sí, más sangre. Todo muy fresco para ser real. Siguió alumbrando dentro, vio gusanos y moscas revoloteaban por doquier. Y fue cuando sintió que había alguien a su lado.
Era una niña con cara espectral, surcos negros en el contorno de los ojos y arrugas como si fuera anciana. Tenía manchas de sangre seca en la cara y las dos coletas despeinadas estaban llenas de hojas y tierra y… ¡vestía el uniforme del internado! ¡El mismo uniforme que estuvo vigente hace diez años! La niña la contemplaba con gozo y malicia. Amara retrocedió hacia la puerta queriendo volver sobre sus pasos, pero se paralizó cuando vio a la rectora en el tercer patio, supervisando que, de hecho, todo se diera como estaba previsto. Temblando de miedo la vio entrar al internado, cerrarle la puerta y apagar las luces. ¡Zaz! Dejó caer la linterna dentro de la letrina y se agarró el cuello de donde manaba la sangre caliente. La niña anciana había cortado su garganta. Trató de jalar la manilla, pero ya empezaba a ahogarse entre las burbujas desesperadas y el dolor de la muerte.
Lo próximo que recuerda es a la nena espectral, con el uniforme ahora limpio, las coletas prolijas y los ojos azules encendidos. Sonriendo, le entregó la navaja oxidada, luego señaló el interruptor dentro del baño que Amara vio con atención. Después la vio unirse a un grupo de niños, adolescentes y profesores que estaban alrededor de su propio cuerpo sin vida. Todos estaban vestidos con las diferentes versiones del uniforme porque, tras centenares de años, en vida habían servido al internado. Como ella.
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