Ficción
El difunto entre las piernas
Por Enrique Coll
*La imagen de portada de El difunto entre las piernas: historia de una viuda fue creada por Copilot.
—¡La vida se me hizo polvo! –gritó la viuda al recibir el cofre de las cenizas del marido tras casi tres horas de incineración. Su sufrimiento fue breve comparado con la duración de la cremación. Al sentir el cofre caliente, todos lloraron en armonía.
Con pasos de procesión, se alejaron del cementerio. La viuda, vestida de negro hasta las medias, iba acompañada de su hermano y su cuñada. Los tres tomaron el camino más largo.
—No quiero llegar a casa todavía –le susurró la viuda a su cuñada.
El cofre, aún caliente, suspiraba de nostalgia mientras la viuda lo acariciaba sin resignación, sintiendo una carga extraña en cada pisada.
—Por esta calle no –dijo la viuda–. Es la calle preferida de mi marido.
Al llegar a la esquina, el polvo de la calle los arropó a los cuatro. Cerraron los ojos y se atrevieron a rezar un Padre Nuestro, sus manos acariciaban el cofre.
—¡Como le gustaba el adobo! ¿Te acuerdas? A todo le ponía adobo. Y la sal. Ay, la sal. Siempre tan exagerado –su mano acarició la tapa del cofre.
Decidieron por la calle de la izquierda, solitaria. El atardecer se asomaba por el oeste. La viuda reclamaba la presencia de su marido con lágrimas en los ojos.
El camino se les hizo largo, más largo que la enfermedad del difunto. Al llegar a la puerta, los tres se miraron a la cara. La viuda, con la manga de su blusa, secó sus lágrimas; casi se le cayó el muerto, pero la cuñada lo sostuvo. La viuda sintió el calor del cofre y soltó a llorar a gritos. Los vecinos se asomaron por un instante y, al darse cuenta de las cenizas en el cofre, cerraron la curiosidad con respeto y prudencia. Al entrar al apartamento, el hermano y la cuñada no sabían qué hacer: tomar un café, un trago o dejar que la viuda descanse también en paz.
—¿Y ahora, dónde te coloco? –alzó el cofre por encima de sus ojos y con tono jocoso le preguntó:– ¿Quieres estar conmigo en la habitación? Allí donde nuestras caricias son infinitas.
El hermano levantó la cabeza hacia el techo, cerró los ojos, respiró profundo para no soltar la carcajada. La cuñada apretó el brazo de su marido, escondió su cara en el hombro y, con mucho esfuerzo, sostuvo la risa.
La viuda arrastró su cuerpo hasta la habitación abrazando el cofre entre sus pechos.
Desde la habitación se escuchó como lloriqueaba.
—Esta cama te extraña –susurró sin despedirse de su hermano y su cuñada.
Se quitó la blusa negra, el sostén negro, la falda negra y las medias negras que le llegaban a la cintura, quedando solo en pantaletas negras.
El cofre reposaba sobre la cama. La viuda acomodó las sábanas, retiró la dormilona debajo de la almohada y la dejó caer en el suelo. Con tímidos gestos se metió en la cama. El cofre caliente la observaba recostado en la almohada.
Se acostó a su lado, lo acurrucó con la almohada e intentó abrir la tapa. No pudo. El cofre se deslizó hacia abajo, ocultándose bajo la cobija. La viuda cerró los ojos y descansó en paz, con el polvo entre sus piernas, hasta enfriar las ganas.
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