Ficción

El doctor de las patas – mención Honorífica en el XIX Concurso de Cuentos de Jóvenes Autores Julio Garmendia en 2025

por | Oct 2, 2025

Por Ander De Tejada

*La imagen de portada de El doctor de las patas fue generada por Chat GPT.

Pedrito llegó a la oficina y pidió hablar con César. Estaba inmutable, pensativo, paciente. Su excesivo porcentaje de grasa rebosaba el uniforme. Me dijo que las cosas iban bien, sin novedad alguna, y que probablemente pasaría todas las materias a pesar de haber tenido un escandaloso primer lapso. Lo recordé en sus andanzas usuales: gritando, fastidiando a los demás, haciendo chistes ofensivos y dibujando obscenidades en el manto de polvo que aparecía en las ventanas de los carros de los profesores. Al rato le comuniqué a César las buenas nuevas:

—Pedrito está afuera, profe.

Aprovechó mi aparición para pedirme que lo ayudara a organizar unos papeles. Me senté en la esquina del escritorio mientras Pedrito miraba al cielo y preguntaba tonterías sobre la disposición de los muebles y la decoración. Al rato, cuando su interrogatorio de nimiedades estuvo completo, César le pidió que fuera al grano.

—¿Podemos tener más privacidad? —preguntó el niño.

Pensé en retirarme ante la petición, que sabía dirigida a mí, pero César alzó la mano para detener mi paso y le preguntó si se trataba de algo personal.

—Está el psicólogo del colegio a tu disposición —dijo.

—No —respondió Pedrito —. Ese carajo no es bueno.

 

César me miró. En sus labios se formó el inicio de una sonrisa que supo frustrar muy bien: no podía ceder ante Pedrito, por lo menos en mi presencia.

—Cuidado —le llamó la atención.

El niño negó con la cabeza. Después, resignado, suspiró.

—Es sobre Susana —dijo.

A César, con la cabeza inclinada hacia atrás, se le formó una burbuja de aire entre el flujo normal de su respiración.

—¿Agua? —pregunté.

Tosiendo, con los ojos a punto de estallar, me dijo —o intentó decirme— que no hacía falta.

—Coño, Pedrito —se reía, carraspeaba y me miraba—. ¿Qué pasó ahora?

Lo primero que hice, para que se calmara, fue elevar las cejas en un gesto de desinterés, como si fuera un asunto sin importancia. Se recuperó rápido del susto, se limpió la baba de los pelos e invitó a Pedrito a que le contara, no sin antes meter el atenuante estúpido, hecho pregunta, que indagaba sobre su rendimiento académico. A Pedrito no le costaban las clases. Le costaba la adaptación a la norma, mear dentro de la poceta, no mirarle el culo a las de quinto año, pero no las clases.

—Es que después de haber observado a la profesora por muchos días y de haber hecho mis propias averiguaciones, tengo que decir que está embarazada.

César intentó mostrarse fuerte, pero una nueva rigidez se apoderó de su quijada. Me miró con el rabillo del ojo. Estaba, si me permito adivinar, como avergonzado ante una cosa que, por lo menos para mí, no suponía novedad alguna. Procuré hacerme el loco: mis ojos fijos en los papeles. Sentí un escozor en la frente, como una picazón alérgica acompañada de un súbito calor. Levanté la mirada.

—¿Eso es todo, Pedro? —preguntó César.

—Sí, pero quería que habláramos, porque ella no está casada, entonces no sé quién es el papá.

César se atenazó el inicio del tabique, entre los dos ojos, y suspiró.

—¿Eso es todo, Pedro?

—Sí, pero de todos modos no me parece bien la situación, porque es soltera, vive con la mamá, hace unos meses estaba saliendo con un tipo, Schneider, un bobolongo, médico de los pies.

César sacudió la mano y el rostro.

—¿Y entonces? ¿A mí qué me interesa?

Pedro me miró.

—Nada, no sé, profe, pensé que sí, pues —se dio por vencido.

Quise escoltarlo hasta la salida para evitar el momento incómodo, pero César me pidió que me detuviera. Balbuceó algo que quiso nacer pero que murió rápidamente. Tenía los ojos como muertos, las fosas nasales se le expandían cada vez que inhalaba y no podía emitir palabra alguna. César era, en el fondo, debajo de su hermoso exoesqueleto, un pobre loco, que no acababa de amistarse con sus sentimientos —y que tampoco los reprimía a la vieja usanza—, con un catálogo de intentos de dejar el trabajo y dedicarse de lleno a lo que era su verdadera pasión, el saxofón o el clarinete, alguna vaina que se soplaba, creo; y con un alcoholismo que disimulaba perfectamente con su piel cubierta de bálsamos, cremas antiedad y perfumes caros.

—¿De verdad le vas a creer al carajito este? —le pregunté.

—¿No debería? —preguntó —. Tú sabes lo inteligente que es.

—De todos modos. Sigue siendo un carajito.

Me pidió que saliera de la oficina. Después, supongo, retomó sus actividades. Sentí una extraña necesidad de protegerlo. Creo que porque en el fondo lo admiraba. Era un buen profesor y un buen jefe, definitivamente inteligente, medio fracasado en la música pero eficiente en el manejo administrativo del plantel, apreciado por rubias madres bohemias y castaños padres tecnócratas que lo ubicaban como el ejecutor perfecto de una educación que no se perdía en los sinsentidos castrenses ni en peligrosos libertinajes. No sé en realidad por qué me sentí como su protector. Antes ya había visto a los demás sufrir por amor, pero nunca trataba de ser ese soporte para evitar que sucumbieran y se pegaran un tiro, que parece que es la moda en los tipos que, como César, les gusta el arte, los conciertos y se dicen sensibles y diferentes. Esperaba alguna petición como un vaso de agua, un té de manzanilla o la sugerencia de que nos olvidáramos de los paliativos suaves y atendiéramos las afecciones del alma con el brebaje indicado, alcohólico y amnésico, pero no me volvió a llamar. Era curioso: a pesar de esa melancólica forma de actuar y su autodestructiva manera de pasar las noches, a César le gustaba su trabajo. Después de tomarse veintidós cervezas siempre decía lo mismo: qué geniales son, chamo. En cambio, para mí, borracho o sobrio, eran todos unos pendejos. Todos excepto Pedrito.

Recuerdo sus ojos aquel día. Nunca nadie me había vuelto a mirar de esa manera. Era una mirada que ardía, que mostraba sin borrosidades la potencialidad destructiva de un ser herido. Después de mi delación, a César no se le ocurrió mejor idea que reunirnos en un cuartito para que resolviéramos el asunto a través del diálogo. Pedrito no dijo nada. Se quedó mirando por la ventana salpicada hacia un cielo cubierto de nubes. Fue imposible sacar una palabra de su boca, de una boca que, generalmente, ametrallaba sin pensar en los destinos y los efectos. Una boca con un dedo pegado, con un gatillo aislado y defectuoso. Cuando el niño salió, después de que un tipo furioso —ese es su papá, me dijo César al oído— lo pellizcó en el brazo y lo fue jalando hacia la salida, mientras retenía las aguas incontrolables en la comisura inferior de unos párpados que rara vez se humedecían, César me preguntó:

—¿Por qué lo sapeaste?

Y yo sentí algo en el esófago, un animal frío, un pedacito punzante del Pedro roto.

—¿Por qué llamaste tú al papá? —le devolví la pregunta.

—Porque la coordinadora ya estaba enterada.

—Bueno —le dije, sin querer decir mucho.

Ya Pedro se perdía en el reflejo de un sol que creaba espejismos y vapores. Pudimos ver, sin embargo, que la voz del padre lo arreaba a gritos hasta un carro inmenso, pulido, brillante, que el niño abordó sin protestar.

—¿Cómo lo descubriste? —me preguntó César.

—Lo escuché diciendo mil vainas sobre el ruido.

—No entiendo.

—Le daba hipótesis al conserje, al albañil que vino el otro día y al supervisor del ministerio.

César miró hacia el horizonte: la camioneta acelerando violentamente en retro, frenando de coñazo, arrancando en drive con la misma rapidez. Se sonrió.

—Si no hubiera dicho eso —se incorporó—, capaz y tendría su vaina.

—¿Quién lo manda a martillar y a comentar después que se oían martillazos? —pregunté —. Esas son vainas de loco.

—Puede ser, ¿pero sabes qué quería? Me lo dijo hace ratito.

—¿Qué cosa?

—Cagar con una vista: debajo de la plaquita de metal, donde antes había un toma corriente, abrir el huequito ahí para poder ver hacia afuera mientras cagaba.

—Fíjate.

—Fíjate tú mejor: yo creo que es un genio —concluyó.

Ahora salía con lo de Susana. Entiendo que César, afectado por el asunto, no podía detenerse y pensar que quizás todo era un invento del niño, independientemente de la intención que tuviera, porque con Pedrito las intenciones nunca fueron transparentes. Para mí, algo que me cuente un niño es todo menos una certeza. Esa tarde abrimos el estimado elixir y nos sentamos en su oficina con las cortinas bajas. Ahí estuvimos un par de horas después de la salida. Yo le insistí en que fuéramos a un bar, que viéramos a otra gente, nos dejáramos llevar, nos fumáramos un glorioso porro y nos diéramos un par de inofensivos pases, pero César dijo que prefería el silencio y la certeza de que estábamos absolutamente solos. Su palabra iba y venía, no aterrizaba, no encontraba un blanco para hablar del amor, de la pareja y para recomendarme artimañas que, según él, mantenían intacta la integridad del corazón.

—Pero di las vainas bien concreto —le pedí.

Él me miró a los ojos con picardía.

—Bueno, yo te conté que habíamos tenido algo en aquel momento.

Asentí.

—Ella se enamoró —dijo, con los ojos achinados y dándose un mordisquito ridículo en el labio.

Asentí de nuevo.

—Pero seguimos de vez en cuando.

—También me lo imaginé —contesté.

—Ahora viene este huevón a decirme que hay un médico de las patas que se la está cogiendo.

Me reí. Levanté los hombros. Apunté las palmas hacia el cielo.

—No pienses tanto. Vámonos al bar.

—No, un coño —respondió—. Vamos a resolver este peo.

Le sonreí.

—¿Cómo?

Se quedó callado como por treinta segundos para después mentarle la madre a Pedrito de una forma un poco tierna, con un medio insulto, sin internarse del todo en el insulto pleno. A eso de las diez de la noche tuve que llevarlo a su casa casi obligado, pues su idea de resolver la situación suponía que fuéramos, en ese estado de intoxicación, a pedirle explicaciones a Susana —que incluían el nombre completo y las coordenadas de su inseminador—, para después aprovechar, según él, las inercias resultantes de la mezcla entre la ira y la caña y darle unos coñazos al pobre doctor de las patas. Yo no sabía si era en serio o en broma. Le puse Carlos Santana en el reproductor y poco a poco se fue tranquilizando. Al ratito se quedó dormido. Cuando llegamos a su casa le pasé la mano por la cabeza. César se despertó y miró hacia la entrada de su edificio.

—Marico, no me dejes aquí, por fa. Llévame contigo —se pasó ambas manos por el rostro.

Sentí tristeza por él, pero no pude concederle el deseo. Le deseé la mejor de las suertes, le dije que era un buen tipo, y el jefe se bajó y caminó lentamente hasta la entrada de su casa.

Yo sí me fui al bar. Allá hice todo lo que César no quiso hacer. Recuperé ciertas amistades perdidas y celebré la victoria de los Leones del Caracas con una lluvia incesante de alcohol que me hizo sentir, en cierto modo, descalibrado, tenso, en un estado de guerra que de pronto no comprendí. Entonces pensaba en César, en su paradero, y por supuesto que en Pedrito, que debía estar, a esas horas, durmiendo, masturbándose o soñando con acabar con la paciencia de todo adulto para construir un mundo hecho para su tan particular niñez. Ambos siempre tuvieron una relación que quiero creer cercana. César lo protegía a pesar de que, para mi humilde opinión, Pedrito no necesitaba protección de nadie. Pasaba que la actitud irrefrenable y astuta del niño lo hacía tener cierta ventaja sobre sus compañeritos. La clase media alta caraqueña, miniaturizada en el sinfín de Santiagos y Carlotas, no llegaba a su nivel, a su capacidad de comprender, a su movilidad escurridiza y a su audacia para descifrar al otro, entonces no les quedaba más remedio, para defenderse de una inteligencia exacerbada, que atacarlo e insultarlo por su origen, burlarse de su gordura o golpearlo en los recreos. En esos momentos salía César a inclinar la balanza hacia Pedrito, así el pequeño gordinflón hubiera dibujando a un Santiaguito recibiendo un examen prostático del mismo César, o así hubiera hecho llorar a una Carlota preguntándole treinta mil veces por qué su papá no dormía ya en casa, y si sabía, de hecho, lo que era la infidelidad, la condena social que suponía y el castigo divino que aseguraba en la ultratumba. Por supuesto que esto levantaba la ira de los padres al ver a sus hijos heridos por la inteligencia de Pedrito. La peor venganza era la consideración casi unánime de que el niño no estaba hecho para ese colegio, que no era —y cito a uno de los padres— del material correcto, y que más bien era incapaz de adaptarse las sofisticadas maneras de una población que, según la comunidad de padres, prometía artistas, científicos y eminencias de la nueva sociedad caraqueña. César, ante la sed de exilio, cerraba filas con Pedrito, con sus diferencias, sus virtudes y lo que muy bien consideraba como un ingenio verdadero.

Al día siguiente me asomé en el salón de Pedrito. Susana me lanzó su mirada vidriosa y me sonrió. No sé si sería la sugestión provocada por el niño, pero la vi más rozagante, acalorada, como más gordita, con los cachetes enrojecidos. Pedrito no me miró en ningún momento. Se mantuvo con los ojos pegados al pupitre y no levantó la cabeza mientras estuve ahí. Volví a la dirección y entré en la oficina de César.

—Ayer tuve otro peo con Daniela —me dijo, sin siquiera saludarme.

—¿Por llegar borracho?

—No, por otra vaina.

—Bueno, puede ser que sea mi culpa.

—No, al contrario. Si no fuera por ti capaz ni llego.

—Es verdad —me reí.

—Pero estuve pensando toda la noche en Susana.

—Me imagino. Yo también.

—¿Tú también?

—Sí.

—¿En qué?

Creo que me miró con sospecha: desde la mención del infame Schneider, doctor de las patas, tenía los celos alborotados.

—O sea, en ti y en ella —corregí.

—Ah, okey —se alivió.

Resumimos el trabajo y a la hora del almuerzo di unas vueltas por el colegio. Vi a Pedrito corriendo, jugando, de pronto parado, sacudiendo el dedo medio como un limpiaparabrisas, rascándose los testículos por encima del mono y liberando sus bóxers del atascamiento entre sus nalgas. Cuando Susana salió de clases, Pedrito dejó de jugar, se puso serio, le dijo ya va, ya va, ya va a todos sus compañeros y comenzó a mirarla. La profesora se detuvo a hablar con una colega. Pedro inició un trote hacia ella, pero se detuvo antes, como un cazador nato, se agachó en el piso y la siguió espiando. Cuando la profesora desapareció hacia los serpenteantes pasillo, el niño se paró y la acechó desde lejos, mientras ignoraba a todo aquel que le pasaba al lado, lo saludaba, le gritaba Pedrito, gordo marico; o lo abrazaba y le pellizcaba las mantecas. Su estado de concentración era tal que ni siquiera reparaba en la identidad del hablante o de aquel que lo tocara. Solamente agitaba la mano como un ala defectuosa para desestimar el gesto. La mirada no se le despegaba del objeto que caminaba sobre el piso empedrado que daba hacia el salón de profesores. Se detenía detrás de los tabiques, en las esquinas, tras los arbustos, y nadie sospechaba que lo que fraguaba su mente pudiera ser algo digno de atender.

Caminé hacia la dirección. Entré sin tocar la puerta y encontré a César acostado en el suelo, con los ojos rojos y con la expresión de quien engulle un limón. Se paró rápidamente y trató de secarse las lágrimas. Abrió los ojos de par en par, bloqueó su cuerpo en la posición de quien quiere levantarse pero se mantiene aún semi acostado, y esperó que yo rompiera el hielo.

—¿Mandaste a Pedrito a espiar a Susana? —le pregunté.

—No —dijo.

—No me mientas.

Me miró mientras se levantaba.

—En serio —dijo.

—El carajo la está persiguiendo por todo el colegio —protesté.

Suspiró.

—No me parece —opiné.

—No tengo cabeza para pensar en eso.

—Pero eres el director. Deberías tenerla.

Miró hacia el techo.

—Más tarde lo mando a llamar.

Después, monotemático, trató de explicarme más de lo que sentía, y contó que había conocido a Daniela en la orquesta, y que llamó su atención por el gesto absolutamente tierno de sonreír con la dentadura superior apoyada en el labio inferior mientras estaba bajo una concentración profunda, los ojos sobre el piano, el mundo detenido, los grandiosos golpeteos de unos dedos no tan largos, más bien tirando a redondos, aniñados, que se movían con gracia sobre las teclas.

—¿Y entonces? —pregunté.

De un solo golpe empezó a hablar de Susana, de una esperanza mutilada sobre el amor verdadero, de su más reciente consideración sobre la vida y el porvenir: ella, de alguna manera, podía rescatarlo de algo que no mencionó claramente.

—No entiendo nada, César.

—Entonces —me interrumpió— ahora sale embarazada.

—¿Pero qué sabes tú si está embarazada?

—Marico, mírale los cachetes. Todos rojitos.

Tenía razón, pero no se lo dije.

—Ahora no puedo dejar de pensar en el carajo este —continuó.

—¿En el doctor de las patas?

—Sí —gimió.

Salí de la dirección con la intención de buscar al niño. Frente a las gentes agrupadas, pregunté si alguien lo había visto. Todos respondían que sí, pero ninguno coincidía en la ubicación exacta del avistamiento. Pregunté por Susana. Fui a buscarla en el salón de profesores. Abrí la puerta y no había nadie. Sin embargo escuché un barrido en el suelo, como cuando se rozan dos telas impermeables. Volteé con rapidez y vi a Pedrito con un celular en la mano. Se quedó petrificado, con la boca semiabierta y los ojos abiertísimos, y escondió el artefacto detrás de su inmenso cuerpo. Puedo suponer que se lo incrustó entre el pantalón y la piel, pues regresó unas manos libres hacia adelante, exhibidas casi groseramente ante mi función policial.

—¿De quién es ese teléfono, Pedro? —pregunté.

—¿Cuál teléfono?

—El que tienes en el culo.

—¿Que me quieres ver el culo?

Escuché una poceta que bajaba. Escuché el chillido de la manilla de un grifo y la caída de un chorro de agua. Pedro levantó las cejas.

—Muéstrame —le ordené.

—No te voy a mostrar el culo.

El pomo de la puerta empezó a sacudirse. Pedro corrió hacia la puerta. Traté de interceptarlo pero la salida de Susana frustró mi intento. La profesora se sorprendió con mi agitada presencia. Sonrió con incomodidad y me preguntó si pasaba algo. Tenía los cachetes más rojos todavía. Estaba preciosa y rozagante. Me quedé petrificado. Confundido, como si me hubieran despojado súbitamente de la audición, le dije que nada, que todo muy bien y, sin dejar de sonreírle, como si efectivamente todo estuviera tranquilo, salí a buscar a Pedrito. Rodeé el patio del colegio, la cantina y las canchas de fútbol sala, pero no lo vi. Sonó el timbre mientras descansaba a la sombra de un árbol. Los niños, al fondo, se me pixelaban, se me volvían idénticos puntos, indiferenciables hormigas. Regresé a la dirección y me senté en el escritorio a almorzar. Escuché que se abrió la puerta de la oficina de César y vi a Pedrito salir y bambolearse frente a mí con una soberbia sonrisa.

—¿Qué te pasa? —le pregunté.

No dijo nada, pero se paseó como si tuviera un cuerpazo y no una envolvente coraza redonda. Cuando se despedía hacia la salida lo escuché decirme chismoso. Engullí un bocado enorme, casi intragable, cuando César asomó la cabeza hacia la recepción para echar un vistazo. Después de un esfuerzo por tragar, le pregunté por su reunión con el niño.

—Ahora te cuento —dijo.

Lo dejé tranquilo. Algo, un viscoso invasor, los restos de un Pedrito roto, se aferraban a los tejidos de mi esófago cuando pensaba en delatarlo de nuevo. Un poco porque podía ser verdad, un poco para calmarme, asumí que el niño devolvería el teléfono al rato, tras averiguar lo que necesitaba, sin que Susana se diera cuenta. En caso de que César hubiera sido la mente detrás del hurto, pues no me metería ya en el asunto: que asumiera las consecuencias, que dejara de ser tan débil. Guardé lo que quedaba del almuerzo. Fui a la sala de reuniones y preparé todo para el encuentro de profesores. Dispuse las mesas en la posición correspondiente y esperé sentado a que llegaran todos. Susana entró. Le vi los cachetes más rojos aún. Me lamenté.

—Esperamos cinco minutos a que llegue César —dijo la coordinadora.

Pasaron diez. Decidí ir a buscarlo para no perder más tiempo, aunque era, un poco, para estar al tanto de lo que pasaba.

—¿Qué pasó? —le pregunté en el camino.

—Nada —me dijo.

—Bueno, entonces nos apuramos.

—El papá sí es el tal Schneider —me dijo.

—¿Pero cómo sabe?

—Él sabe.

Comenzó a decir que era una verdadera lástima que una muchacha como Susana, promesa en su área —¿la docencia?—, saliera embarazada por el desenfreno sexual y la poca atención a los detalles profilácticos.

—Qué vaina, vale —le dije.

César trataba de mostrarse analítico, comprensivo, pensador, y buscaba hacer un discurso global, ginecosociológico, sobre los problemas del país en materia de educación sexual.

—Tiene treinta años, César, no es ninguna carajita.

A medida que su discurso hacía aguas podía ver ciertos movimientos en sus manos, y cierta coloración de su tez que aparecía en la forma de una franja sobre su frente, y de pronto se enfurecía un huésped intradérmico, sobre su ojo derecho, con la dimensión de una lombriz.

—¿Pero es que cómo se le ocurre tirar con ese Schneider? —preguntó.

—¿Pero tú conoces a Schneider? —pregunté.

—Lo voy a joder.

—Sí, César —le dije.

—¿No me crees?

—No mucho, la verdad.

—Un doctor de las patas.

—¿Qué tiene?

—Tú me dirás…

Me reí.

—De todos modos ya Pedrito está averiguando —se rió.

—Ten cuidado con lo que haces —le advertí.

—Él es serio. No va a pasar nada.

Sus ojos se pusieron acuosos. La voz, alzada en rebeliones y vendettas, de pronto se tornó suave y moribunda. Sentí algo.

—No pongas esa cara —le pedí.

—Un hijo —suspiró, como si pronunciara un nombre maligno.

Después cortó súbitamente el nacimiento de otra palabra. Lo sacudí y le dije quién era: a pesar de la frustración, de los clarinetes rotos y las orquestas desaparecidas, era director del colegio favorito de los bohemios con dinero, de los sifrinos distintos, de los fanáticos de la Montessori, era un encanto de hombre y un partidazo total. Asintió como un estúpido: sí sí sí y giró el cuerpo con dirección al salón de reuniones. Cuando entramos, se transformó por completo. De aquel niño roto surgió de pronto un hombre seguro de sí, que no reparó en extendidos saludos ni actualizaciones de la cotilla sino que entró de una vez en materia. Fingió una entereza envidiable y casi en ningún momento volteó a ver a Susana. No era exactamente un tipo estable, era más bien de aquellos que son débiles y erráticos pero que destilan la estabilidad en los momentos precisos. Entonces se movía, agitaba los brazos, pedía opiniones y trataba a todos los profesores con absoluta igualdad a pesar de que su condición, en términos generales, poco a poco perdía la sustentación y empezaba a caer libremente en las aguas de lo patético. No había evidencia alguna de los amores imposibles, del dolor dentro de una palabra modularmente inafectada que le preguntaba a la mujer más bella del colegio: ¿qué opina usted, profe? Ni tampoco había gesto ocular, vibración del párpado, injustificada urticaria en la nuca o en el borde de las fosas nasales cuando la profesora Susana respondía con un tono de voz dulcísimo que estaba de acuerdo o en contra, o cuando exponía detenidamente y en perfecta y esquemática organización todos sus argumentos. No había tampoco una pierna que vibrara, un poro que desprendiera una gota, una ceja que buscara unir sus hebras con su hermana ceja en una expresión desolada.

Al terminar, César me pidió que por favor fuéramos a una tasca de las buenas. Sentí cómo su tono de voz de domador de leones pasó, de nuevo, a ser el de un adolescente inseguro.

—No me dejes llamarla —me pidió.

Nos fuimos a una donde nos conocían ya. Ahí, junto a los borrachos, César comenzó a bailar al son de lo más reciente: Shakira, Hips don’t lie, mientras todas las madames y los manes aplaudían al señor profesor que, medianamente feliz por haberse olvidado de la infelicidad, encontraba un público adecuado para colar payaserías entre la danza. Después se sentó a mi lado y comenzó a hablarme de Daniela, a explicarme detalles íntimos como la forma en que fregaba, cómo organizaba los platos en el escurridor y cómo limpiaba la mesa con un paño sucio, casi negro, que dejaba las supeficies con un olor entre húmedo y ácido. Le vi los ojos y no había sino desgaste, peso, sinsabor.

—¿Tú quieres a Susana? —le pregunté.

—Yo la amo, chico. Con todo el corazón.

Estaba borrachito.

—¿Y por qué no le hiciste caso cuando tenías que hacerlo?

—Porque era un tonto, un estúpido.

Nos sostuvimos la mirada por varios segundos, en una especie de guerra escópica, hasta que a ambos nos cambió la expresión y explotamos en un par de carcajadas que, durante algunos segundos, se sobreponían a los decibeles inmensos de la otra novedad pop: Cascada, Everytime we touch, en forma de un remix que le aceleraba el tempo. Después de reírnos de su profundo dramatismo, un dramatismo en el que nadie, a fin de cuentas, creía, ni siquiera él, volvió a hablarme de Daniela, de cómo llamaba todas las tardes a su mamá para contarle fragmentos del día, nimiedades, si se quiere, que se extendían prospectivamente en la forma de una gran lista de cosas por hacer y de proyectos que, a veces, vislumbraba como una línea continua hasta el final de su vida. De la de ambos. También mencionaba que se reía de los demás cuando los observaba caer, pero caer literalmente, con un gusto y un placer por la desgracia ajena que siempre lo maravilló, sobre todo porque no la consideraba una mala persona, y sobre un lunarcito que tenía debajo del ojo que siempre funcionó como blanco para su boca y sus besos, pero cuyo valor simbólico, erótico, romántico nunca le comunicó. Al rato, después de un largo silencio y un suspiro, me pidió que le contara algo.

—Nah, jefe, tu vida es más interesante —le dije.

Y él no pelaba una: a los dos segundos, habilitado por mi hermetismo, ya comentaba que su tono de voz tenía ciertos dejos de ronquedad, sobre todo en la mañana y cuando contestaba el teléfono.

—En cambio cuando se arrecha… —continuó.

Y describió una voz nítida y sin alteraciones, absolutamente segura de sí, que nunca había encontrado obstáculos entre las posibilidades de exigirle al otro explicaciones y remiendos, hasta que se encontró con algo, una señal de amor, un transparente signo de que en algún lugar del mundo respiraba un ser humano capaz de destronarla.

—Ese día se le fue el gallo pero terriblemente —me dijo.

Yo pensé en algo: en un bombillo, en un chispazo eléctrico, en la luna cuando sale de día.

—Ese cuento me pone triste —le dije.

Levantó las cejas. Estaba semi acostado en la butaca, con la botella de cerveza sostenida a la altura de su rostro por una mano izquierda quebrada en ángulo recto.

—De verdad que sí.

—¿Y tú qué hiciste?

—Yo me quería morir.

Nos quedamos en silencio mientras nuestros efímeros amigos nos abordaban.

—¡Vénganse! —nos dijo uno.

Y nos arrastraron a la pista. César bailó hasta que no pudo más —me señaló, derrotado, una de las batatas— y yo me quedé bailando apretado con una flaca feísima apodada la china —aunque negra—,  que me regaló un beso apasionado mientras nos movíamos al ritmo, ahora, de una salsa que nunca en mi vida había escuchado pero que ella canturreaba en mi oído —qué cosquillas me daba— cuando pausábamos nuestro húmedo intercambio. Me enseñó un paso especial, una vuelta rarísima en la que había que pasar los brazos por detrás del cuerpo, y cada cinco segundos detenía su explicación para morderme el cuello o el lóbulo de la oreja. Después, cuando nuestros cuerpos quedaban de frente, se me recostaba del pecho y suspiraba: quédate en el cuadrito, flaco, mueve la cintura. Al rato, empapado en sudores y lleno de vigor, me senté de nuevo junto a César y bebí una cerveza pensando en los niños y en los cachetes rojos de Susana y recordé el primer rasgo de Daniela —imposible de verificar— que me refirió mi amigo hacía muchos años: cuando estaba nerviosa se mordisqueaba las mejillas, y la boca, cerrada como un capullo, se refugiaba toda hacia el lado contrario del mordisco.

Decidí que era hora de irse debido a la conformación de un rumor, después de que se me acercara un hombre de lo más colaborador a sugerirme que abandonara los predios, pues alguien había visto mi show con la china y había corrido a avisarle al marido.

—Te lo digo de buena fe —dijo.

Desperté a César:

—Nos vamos, marico.

Tardó en espabilar. Le di unas cachetadas suaves, que parecían caricias más que golpes, hasta que abrió uno de los ojos. Caminamos abrazados hasta el carro, no por amor sino para evitar que se cayera. Estaba asustado: me imaginaba al esposo de la china tomando su bien merecida venganza. Me sentí como el pobre Schneider. Solo que el doctor de las patas tendría a César enfrente, que sabía hacer de todo en la vida menos dar un golpe, y yo probablemente me enfrentaría a un negrote enfurecido. Nos montamos en el carro. Miré a los alrededores. No había nadie. Aceleré a fondo y sentí una caricia de calor en la boca del estómago cuando nos escapamos, ilesos, hacia la avenida Libertador. Nos paramos tres veces porque César decía que quería vomitar, pero no hacía más que descargar los aires de su cuerpo en cortitos eructos. Caracas estaba vacía: un martes, apenas, sin demasiado que ver. Rodamos suavemente hasta llegar a sus colinas y lo volví a dejar en la puerta del edificio. Se despertó apenas el carro se detuvo. Por los sonidos que emitió supe que tenía la saliva espesa, que no estaba muy bien, que su borrachera ya no era placentera. Esa vez no quiso que lo llevara conmigo, pero sí me dijo que Daniela estaba mirando por la ventana, que siempre lo esperaba despierta a pesar de los problemas. Cuando entraba, decía, no lo saludaba ni lo abordaba para amarlo, pero tampoco le reclamaba ni le exigía que cambiara.

—Curiosamente no reclama por esto —me dijo.

Después me pidió que no mirara porque se podía dar cuenta. Yo, sin embargo, no pude contenerme y me agaché sobre el volante para entender, por fin, después de tanto tiempo. Vi algo, una piel blanca, un mechón de pelo negro, pero no pude distinguir un rostro ni una silueta.

—Chao, marico. Nos vemos mañana —me dijo.

—Buenas noches —contesté.

Lo vi caminar. Tardó casi un minuto en dar con la llave correcta. Desde allá, con una sonrisa triunfadora, levantó la mano para volverse a despedir.

Di dos cornetazos.

En el primer receso me enteré, tal como lo preveía, de que la profesora Susana estaba muy indignada por la súbita desaparición de su teléfono celular. Cuando lo supe, salí corriendo a lo de César. Lo encontré, pálido y demacrado, en su escritorio.

—Tienes que hacer que aparezca el teléfono de Susana.

—¿Qué teléfono, vale?

—Ayer Pedrito se lo sacó del bolso.

Tardó en entenderme.

—¿En serio?

—¿No lo mandaste tú?

—No, te lo juro.

Lo miré y preferí no decirle nada. Al rato volvió a negar su conocimiento del hurto. Salió rápidamente de la oficina en busca de Pedrito. Me fui tras él, pero no para asistirlo como un secuaz sino para mantenerme cerca y evitar una innecesaria escalada dramática. Dio varias vueltas alrededor del patio y se asomó en el salón de clases. Miró hacia el otro lado, con las manos puestas hacia el cielo, mientras giraba el cuerpo.

—¿Será que no vino? —me preguntó.

—Sí vino. Yo lo vi en la mañanita.

Pero, inevitablemente, me convertí en su secuaz. Le preguntamos a los vigilantes, al portero y a los encargados de la limpieza. Nadie sabía.

—Vamos a separarnos —dijo César —. Tú por allá y yo por aquí.

Arranqué con velocidad, pero me paré de golpe y empecé a dar pequeñas vueltas sobre mi eje. Recordé la mirada de Pedrito. Recordé el viscoso invasor, los pedazos afilados del niño roto. Caminé por el pasillo, hacia el fondo, y sentí las voces en eco que se proyectaban desde los salones. La puerta de un salón que conectaba con la parte interna del colegio se abrió y me dejó ver una figura hermosa. Susana volteó y me fulminó con su mirada gris, mientras se contraían sus mejillas rojísimas y mostraba una sonrisa.

—Susana, ¿qué pasó? —le pregunté.

—Ay, ¿de qué?

—Con tu teléfono.

—Ahhh. Nada que aparece. Igual no sé si se me perdió en otra parte, en el carrito o en otro lado.

Me imaginé la boca putrefacta de Pedrito, minada de caries y retocada con amalgamas, diciéndome: se le quedó en casa de Schneider, chismoso.

—Te estoy avisando —le dije.

Susana asintió y me sonrió. Era la ingenuidad pura.

Seguí hacia adelante, pasé al lado de las escaleras que conectaban con los estudios de danza y música, capturé in fraganti a un par de adolescentes que se manoseaban en un rincón —¡se me separan!, tuve que decir, mientras recordaba la entrepierna caliente de mi adúltera china— y aprecié, a través de una ventanita especialmente pequeña, el paisaje que tanto deseaba Pedrito para acompañarse a la hora de cagar. Dibujado sobre el borde del edificio contiguo, se asomaba un pedazo del Ávila, retocado especialmente aquel día por los efectos de un solazo y una luz de enero y no de agosto crucial, absoluta, ubicado suavemente sobre el fondo de azules intensos, nítidos, barridos de todo polvillo por el final reciente de la época de lluvia. Sobre las ramas desnudas de un árbol, justo al lado del dibujo de la cumbre del Pico Oriental, había familias enteras de pajaritos mínimos, nerviosos, inquietos, que silbaban y se alimentaban de un pote lleno de migajas empapadas. Espabilé. Continué hacia adelante, por la estrechez del pasillo, hasta llegar al baño de hombres. Procuré entrar en silencio. Aspiré los aires siempre fétidos de aquella habitación del horror pero no conseguí tonalidades escatológicas, solo el olor disuelto del cloro junto al dejo ácido de los orines. Me acerqué en puntillas, otra vez controlando la respiración y su ruido. De pronto, como en una iluminación, me di cuenta que no tenía por qué obrar tan tímidamente.

Grité su nombre. No me respondió.

—¡Sal, Pedro, de una buena vez! —dije.

Escuché algo, un ruido repentino, un suspiro frustrado

—¿Dónde estás? —pregunté.

Un sonido metálico confirmó su posición. No estaba en su cagadero de costumbre, aquel perforado por sus martillos y sus cinceles, sino en el contiguo, queriendo engañar a los que, como yo, sabíamos cuál era su guarida preferida. Después puse un pie sobre el borde de la puerta del sanitario, alcé el cuerpo con la fuerza de mis manos apoyadas sobre la parte superior y asomé la cabeza hasta el interior: sobre la poceta, en posición fetal, descansaba un cuerpo ancho, completamente negro, que simulaba estar muerto, ser invisible, no existir. Desde ahí, ya contento porque no estuviera, efectivamente, en medio de una tarea fisiológica que le diera argumentos para defenderse, me quedé quieto, mirándolo un rato, para ver cuánto tiempo duraba en su inmovilidad. Pero me superaba. Era absolutamente persistente.

—¿Qué esperabas, huevón? ¿Esconderte de mí hasta cuándo? —le dije, cansado de esperar.

Resignado, levantó la cabeza. Me miró con desprecio, con la nariz contraída, como si estuviera frente a una criatura asquerosa. Le exigí que abriera la puerta.

—¿Qué quieres, pervertido? —me preguntó —. Te voy a acusar con la LOPNA.

—Ni siquiera sabes qué coño es la LOPNA, pendejo. Ábreme

—No te voy a abrir un coño.

—Si no me abres voy a decirle a todo el mundo que te robaste el teléfono.

—¡No me robé nada!

—¿A quién crees que le van a creer? ¿A ti? La gente te conoce. No te caigas a mojones.

Me vio. La mano le temblaba. La respiración se escuchaba entrando y saliendo de su ancho cuerpo. Se paró de la poceta. Yo me bajé de la puerta. Escuché el click del pestillo. Su forma redondeada, vestida de negro, apareció frente a mí. La esencia de su cuerpo, un vaporcito agridulce, evidenciaba que ya estaba entrando en los calendarios adolescentes.

—¿Cuál teléfono?

—Si me lo das, no le digo nada a nadie. Te doy mi palabra.

—¿Cuál palabra? Si eres un maldito chismoso —me volvió a acusar.

—¿Por qué me dices tanto eso?

—Tú sabes por qué.

—¿Por aquella vez?

—Sííí —confirmó, y acompañó la afirmación con cortos y rápidos movimientos de la cabeza, como si fuera un asunto de lo mas obvio.

—¿Y qué querías que hiciera?

—No sabes lo que me hicieron: me castigaron, me dieron con la correa, no me dejaron ir a la playa en Semana Santa.

Se me vino a la mente una sola imagen: Pedrito en un cuarto, un sol del demonio afuera, de pronto Pedrito y sus mantecas brincando alrededor de una piscina azulísima que no existía.

—Coño, lo siento, Pedro. Pero era mi deber.

—Mentira.

—Dame la vaina y ya.

Pensé por otro momento. Otra vez sentí al invasor viscoso, los restos de un Pedrito roto, al tragar saliva.

—¿Tus papás te pegan mucho? —le pregunté.

Se quedó en silencio, miró el techo, se rió.

—No me preguntes cosas personales.

Se reincorporó.

—Toma tu vaina —dijo.

—Tienes mi palabra, marico, no te preocupes tanto —dije.

Levantó las cejas, se dio media vuelta y comenzó a perderse en el pasillo. Su mano, con el dedo medio alzado, mantenía su mensaje impreso a pesar de que, poco a poco, se empequeñecía.

Abrí el teléfono de Susana. Revisé las llamadas perdidas. Eran siete de Schneider. Pedrito tenía razón: sí existía. Después me adentré en los mensajes de texto y vi que, recientemente, le había enviado algunos al señor. Traté de seguir la conversación para corroborar las verdades, hasta que di con una especie de confesión con ciertos errores ortográficos que sé, por la recurrencia, pertenecían a Pedrito. Confirmé la hora. Era cierto: habían sido enviados el día anterior, después de la medianoche, en un horario en que el afamado doctor de las patas seguramente dormía. El niño, en los mensajes, había redactado una despedida, el término de una relación, en la que explicaban una no coincidencia de intereses que solo podía llevar a una ruptura irreparable e inmediata, y en la que pedía que por favor no la contactara más nunca. A partir del mensaje, escrito con calor y desilusión, las siete llamadas matutinas del tal Schenider y muchos mensajes desesperados y —pensé por un momento— patéticos, que borré al instante para evitar que Susana viera esa triste faceta del doctor de las patas. Subí en la Bandeja de Entrada hasta llegar a la confirmación de la confirmación: dos mensajes en los que se hablaba de diligencias ginecológicas y estabilidades de panzas hinchadas: ¿cómo te sientes?, ¿cómo está mi niño?, ¿se te pasaron ya los vómitos?, y uno que decía, sin más nada: mi amor. Salí corriendo hacia el patio. Me recibió el destello del sol. Nadie me veía. Sigiloso como un espía, lancé el teléfono en un matorral, con la esperanza de que alguien, en algún momento, lo encontrara. Escuché mi nombre: era César. Me acerqué. Justo antes de llegar, un hombre, con una efectiva cara de pendejo, apareció a su lado para preguntarle dónde estaba dando clases la profesora Susana. Corrí los últimos metros que me quedaban hasta ellos.

—Ya hablé con él —le dije a César, mientras identificaba ciertos puntos que son claves en el reconocimiento de un médico.

—Hacia allá, jefe —le dije al otro, porque César, con los ojos abiertísimos, solo podía escrutarlo—. La vas a ver a través de la puerta.

El doctor de las patas salió caminando hasta el salón de Susana. Sostuve a César por el hombro.

—Quédate tranquilo —le pedí.

La cara se le enrojeció, comenzó a respirar dificultosamente, me agarró del hombro contrario y me ejerció una durísima presión. Dramático, como siempre, se llevó el puño a la boca y se lo mordió. Susana, a lo lejos, salió del salón y recibió al doctor de las patas con un besito en la mejilla.

—¿Está embarazada o no? —me preguntó.

Schneider trataba de explicar algo y para ello movía las manos. Susana giró su rostro hacia la izquierda como un animalillo que no entiende lo que pasa. Vi que, entre sus intentos de comprender la situación que le explicaba Schneider, lanzó los ojos hacia nosotros, sus espectadores, y pareció confundirse por un segundo. Yo volteé enseguida, profundamente apenado por parecer lo que Pedrito aseguraba que era: un chismoso. El hombre, entonces, desenfundó su teléfono y se lo mostró a Susana.

—Le está mostrando los mensajes. Ayer Pedrito terminó con él por texto, ¿puedes creerlo?

—¿Está o no está embarazada? —me preguntó de nuevo.

Pedrito, al fondo del pasillo, hizo su aparición, y se quedó completamente estático, como sorprendido por un espanto, el corazón secuestrado por una entidad misteriosa…

—Pedro, quédate quieto, no vayas a salir con una estupidez —le dije.

…los ojos arrugados, el cuerpo mantecoso vuelto un iceberg, una mano que se sacudía como un ala rota para desestimar mi llamado de atención, de pronto su expresión haciéndose cada vez más oscura, como si el núcleo gravitatorio estuviera en el centro de su facha y todos los componentes individuales, cejas, boca, mejillas, se replegaran sobre él, hasta pintar el rostro de una tristeza que parecía más bien el nacimiento de algo ominoso, oscuro, de absurda tiniebla, el descubrimiento de la desolación que tiende más bien hacia la ira, pero que no deja de ser, a pesar de su apariencia fúrica, tristeza pura, mientras veía que —ahora todos se dibujaba claramente— su plan maestro se volvía trizas como se volvió trizas su cuerpo, dos años antes, cuando le dieron sus nalgadas y le prohibieron ir a la playa.

—Este está enamorado —dije.

César lo miró por primera vez con desprecio.

—Ya lo voy a joder —me dijo.

—Es un niño —le respondí.

Volteó los ojos hacia mí.

—No me has respondido —reclamó.

Los novios se abrazaron. Eran contracciones con fuerza. Abrazos de verdad. Después se dieron un besito tímido y rápido. El doctor de las patas, desde lejos, se mostraba profundamente vulnerable. Con solo verlo podía darme cuenta de que la amaba, de que no era como César en ese sentido, que no tenía la vida y los sentimientos en una inentendible contradicción. Pedrito, por su parte, volteó hacia nosotros con gesto de indignación y trató de decir algo, un insulto, una maldición, una amenaza, pero cada vez que trataba de hablar se le trancaban las palabras en la garganta. Era, seguramente, el viscoso invasor, los restos de afilados del mundo roto.

—Vete a clases, Pedrito. Después hablamos —le dije.

Sin asentir, sin decir una palabra, el muchacho se volteó y cogió rumbo hacia su aula.

Esa noche me llevé a César a otra tasca. Después de aceptar por cuarta vez que el embarazo era real, empezó a sollozar sobre la guantera del carro. No entendí bien por qué. Al rato, mientras cruzábamos una desolada avenida Río de Janeiro, acompañados por una canción de The Cure que, supuestamente, Daniela le había mostrado cuando apenas eran novios en la universidad, empezó a describir otros rasgos de su mujer: cómo caminaba, que siempre que se quedaba dormida pegaba un brinquito de susto y después se reía, que se autodefinía como una zurda pero lo único que hacía con la izquierda era escribir, que tenía las rodillas más particulares del mundo, los pies más tiernos del universo, y que bajo sus senos había una calidez que no se encontraba en ningún otro lado, una suave humedad en la que a César, los días de lluvia, cuando no había nada que hacer, le gustaba recostarse y dormitar. Pensé en Pedrito, en su desolación. La luna estaba sola en el cielo: no había una sola estrella ni una sola nube. César pausaba su discurso sobre Daniela únicamente para pedirme que me apurara, pues tenía muchas ganas de una cerveza. Me dijo que la mujer tenía la costumbre de vomitar cada vez que tomaba, pero celebraba un momento, de quince o veinte minutos, justo después del vómito, en que se liberaba del malestar pero preservaba el estado del alteración etílico, y se volvía el ser más amoroso, dependiente y tierno del mundo. Solo en ese momento le decía que lo necesitaba, que lo amaba, y le brotaba un rasgo que no era demasiado común en ella: el sentido del humor. Yo pensé, de nuevo, en Pedrito.

—Qué brillante es —dije.

—Sí —respondió César.

 

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