Ficción
El polvo del difunto
Por Enrique Coll
*La imagen de portada de El polvo del difunto fue creada por Copilot.
—¿Cómo repartimos las cenizas del difunto? –fue la inquietante pregunta que resonó en la mente de la viuda al sostener en sus guantes negros el ardiente cofre con las cenizas de su esposo.
—Es una lista extensa –susurró su hermana al oído, con rencor y un tono que apenas rompía el silencio para ocultar las infidelidades del cuñado, que eran un secreto a voces.
Con lágrimas esporádicas y una mirada altiva que desafiaba a los asistentes, avanzó por el pasillo central de la íntima capilla llevando el cofre como si fuera un pesado féretro.
Decidida, con la memoria de su esposo en mente, atravesó la capilla inmersa en un clima de indigna serenidad.
Colores apagados, que absorben la esperanza, el marrón, el beige y el gris cómplice se funden en las alfombras, cortinas y asientos, que exhalan un aroma a muerte, vela e incienso. Las bancas de madera, pulidas por el tiempo y el tiento, se alinean hacia el modesto altar donde se ofician los servicios indiferentes ante el dolor y la nostalgia que impregnan el aire.
Los sollozos y las lágrimas se diluyen en los recuerdos, no queda claro quién, entre los presentes, llora en realidad la partida del marido infiel.
En la discreción de la última fila, permanecen, como sombras silenciosas, algunos corazones acariciados por el difunto. Se estremecen al sentir aquellas caricias convertidas en cenizas, arropadas por guantes negros, bajo la guardia de quien siempre supo que era desleal.
El aire impregnado con el aroma de flores frescas, dispuestas en escasos arreglos florales, se marchita en ausencia de sinceros sentimientos hacia el difunto y en espera del próximo muerto.
—Mi marido siempre fue un polvo caliente, y así terminó su vida –dijo la viuda al sentarse en el auto que la llevaría a casa con sus guantes negros, su hermana y el cofre caliente de cenizas recién recogidas del horno que lo incineró a más de 1200 grados centígrados.
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Lo miramos con atención.
No se me ocurrió preguntar
Por lo tanto, lo mantenía en secreto con sigilosa discreción. Me daba la impresión de que los demás niños, mi hermano, mis primos, mis amigos, no experimentaban una sensación similar.
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Quizás, se sentía igual o peor. Quizás, como yo, prefería disimular. No se me ocurrió preguntar.
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