Ficción
Josefina
Por Gabriela Rodríguez H
*La imagen de portada de Josefina fue creada por Copilot.
Mucho se hablaba del nacimiento. Todo el pueblo estaba en expectativa. Un grupo rezaba el rosario cada jueves, y a la vez hacían el de la Misericordia a las tres de la tarde; otro iba al culto evangélico los domingos y en el servicio oraban arrodillados con los brazos elevados al cielo. Los adventistas hacían lo propio, y los santeros ya no encontraban a qué animal sacrificar. Quien no creía, igual, prendía velas. Josefina necesitaba un milagro para su embarazo.
Se tejía una maraña de opiniones médicas sobre ella: que si el bebé podía venir con la cabeza más grande, hidrocefálico, y con el cuerpo pequeño; que si vendría sin brazos o sin piernas, que si traería los dedos torcidos y entrelazados unos con otros. Su madre, Carmen, la llevaba a todo especialista que le recomendaban.
Josefina era una niña, tenía apenas 16 años. Flaca y esmirriada con los ojos grandes y ojerosos, cabello cenizo y largo, siempre usaba vestidos rojos. Aún no había terminado de desarrollarse cuando viniendo del colegio, un día que Carmen no pudo ir por ella, encontró la desgracia: un hombre, de los que se la pasaba en el subsuelo de la calle 36, la abordó con pericia de buen hablador, la envolvió, y, en un momento que no recuerda con precisión, estaban en el subsuelo. Con la falda del vestido rojo hasta los hombros, y una fila de 5 haciéndole lo cual desconocía hasta entonces, porque ni con palabras le había mostrado su madre lo que era tener sexo.
Sus vidas cambiaron, la de su madre y la de todo el pueblo. Ella era la niña que más cuidaban, estaba apartada por un millonario que la eligió desde su nacimiento por ser hija de quien era. Carmen era una mujer altiva de tez blanca y cabello rojo, sus ojos rasgados y brillantes la hacían atractiva. Había sido concursante de un certamen de belleza en la capital, le esperaba un futuro prometedor como modelo o presentadora de televisión. Ese fue el sueño que dejó por Francisco, el papá de la niña, quien luego se fue sin explicación cuando tenía 7 meses y medio de embarazo. “Se cagó del miedo”, decían por todos lados.
Francisco era un hombre guapo, su 1,93 de estatura se imponía adonde llegaba. Siempre andaba perfumado y de punta en blanco, jamás se le vio una arruga en las camisas manga corta de estampas geométricas que usaba con frecuencia. Se dedicaba al negocio de la televisión, allí fue donde conoció a Carmen. Llegaron al pueblo por la grabación de una película en la que participó como productor, y ella como su asistente.
Francisco venía de una familia enfermiza: a casi todos sus tíos, incluso a sus papás, les había dado gripe, luego una deformación en la nariz y en los dedos de las manos. A algunos en la izquierda, a otros en la derecha: se les pegaba el dedo anular con el medio, en los mejores casos; en los peores, se les anudaban los cinco. Por el lado de Carmen eran disléxicos y algunos de piernas pequeñas.
El susto de Carmen se explicaba entonces. La genética y el infortunio de la violación por 5 hombres a Josefina era una tragedia para su estado de gravidez. Su edad y condición física empeoraban el pronóstico. Los médicos diagnosticaban anemia y desnutrición, recetaban reposo porque una caída podía ser letal. Además, recomendaban que se mantuviera dentro de casa porque en el pueblo pasaban eventos “raros”.
El pueblo conocía la historia familiar de la niña. Era de dominio público que los hombres del subsuelo habían nacido allí; llevaban una vida entre las drogas, alcohol, sustancias raras que provenían de otros países y que les causaban enfermedades sin cura. A causa de esto, a algunos se les caía la piel, otros largaban el pelo de a pedacitos, había quienes se quedaban sin caminar, o se les quedaban rígidos los brazos y las manos.
Carmen creía en la ciencia, que le decía que lo de su hija era solo anemia y desnutrición, pero la verdad es que la niña estaba muy venida a menos. Lo que se le veía era la barriga, adelgazaba en dos por tres, había empezado a perder piel en la cara. La madre sufría. La niña también, pero sin darse cuenta: ya no se bastaba por ella. Su madre la atendía día y noche.
En las madrugadas Carmen iba al café del pueblo, un lugar sombrío pero en el que encontraba paz. Se sentaba siempre en la mesa del lado de la ventana para entregarse a la serenidad de la montaña. Desde ese punto se veía el escarpado en el que estaba clavada una imagen a la cual algunos le atribuían los milagros que ocurrían en el pueblo. Era poco creyente, sin embargo, se sentía bien ahí mirando la imagen y, de alguna manera, pidiéndole un milagro para su única hija.
Los meses transcurrieron entre angustias, rezos y rabias. Josefina sobrevivía porque su madre la atendía, pero la verdad es que no sabía nada de sí. Aunque los médicos, los 7 que habían visitado, coincidían en que era anemia y desnutrición, había más, pero ninguno lo decía. El cuerpo de la niña embarazada se quedó sin cejas y pestañas.
Llegó el día del alumbramiento, el menos esperado. Quienes rezaban querían seguir haciéndolo por un motivo, porque de resto la cotidianidad los arropaba: se hundían en el licor y fiestas en el bar. Carmen prefería ver a su hija así como estaba: desgastada, cansada, débil, fea. Los médicos escogidos para tratar a la niña se habían preparado para ese momento, aunque no tenían idea de lo que harían… temían, sí, ellos también a pesar de la ciencia.
Josefina estaba tranquila, inerte, tal como había permanecido todos estos meses. Llegó al hospital en la vieja camioneta de Inés, su vecina de al lado, quien se habría ofrecido a llevarla para acompañar a una angustiada Carmen.
Un par de enfermeros la bajaron y la llevaron al área de los quirófanos, le harían cesárea: en su condición no cabía otra posibilidad. Mientras la camilla rodaba, la embarazada abría y cerraba los ojos con dificultad, veía cómo las luces del techo pasaban rápido sobre su cuerpo tendido y débil. Intentaba reconocer dónde estaba, qué estaba pasando, pero su estado de debilidad no permitía que se hiciera consciente de la situación.
Josefina no sentía dolor y estaba bien, lo contrario hubiese sido señal de muerte. Los médicos se veían unos a otros. A las enfermeras de guardia ver el estado de la paciente las contrarió. Finalmente, el doctor Antonio se movió para acercarse a la joven, rompió el silencio pidiendo sus guantes. Mientras se aproximaba a la mesa de operación miraba a quien se iba a convertir en madre, aunque pareciera más muerta que viva. Puso el bisturí en su barriga, abrió la piel, sacó a la criatura y sonrió.
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Mi cielo solo tengo que decir, EXCELENTE, te amo mucho
“Josefina” es una historia impactante que combina desesperanza y misterio, logrando envolverme como lector en una atmósfera oscura y perturbadora.
Congrats!!!! Quiero más! De éste y de otros relatos!!!