Ficción
La colmena de amor y letras
Por Enrique Coll
*La imagen de portada de La colmena de amor y letras fue creada por Copilot.
En la Colmena, con corbata negra, camisa blanca y su gastado traje gris, cumple su rutina de madrugada. Lupa en mano, sobre su ojo izquierdo, escudriña las historias recién colgadas en las vitrinas. Luego, resguarda crayón y cuaderno en un forro de cuero, ocupándose de sus letras antes de que el sol asome. Sonríe.
Con un pedacito de crayón de cera, traza un corazón azul minúsculo junto al título que invita a la nueva aventura de amor, ahora exhibida y segura para perdurar en su memoria. Al leer, contiene un sentimiento reprimido, manifestado en lágrimas ya secas; se abstiene de dejar que sus emociones manchen las historias que protege.
Su cabello gris y su postura encorvada, producto de afectos no correspondidos, no alteran su paso sereno. Se sostiene en el mueble, permitiendo que la lista de su viejo cuaderno lo conduzca tras las puertas de madera gastada y los cristales marcados.
Es conveniente a estas alturas del relato explicar de dónde aparecen tantos pliegos, algunos escritos a lápiz, en máquina de escribir, a tinta y otros con un olor a eterno, a antigüedad.
—Solo de Amor vive la Colmena y, por supuesto, de las letras que lo narran–, dice Don Armando, sonriendo mientras gira su cuerpo.
—Dicen que el Amor es impoluto. Pero, ¿dónde queda el corazón? ¿Es realmente genuino? ¿Se deja atrapar por sentimientos que surgen al azar o por los bajos impulsos de una sociedad que ignora que el Amor puede ser auténtico? ¿Y los deseos? ¿Qué me dices de los propios o ajenos, esos que destruyen con una simple insinuación?
Con calma, Don Armando explica a este recién llegado intruso el origen de las emociones colgadas. Se recuesta en la vitrina, acaricia el forro de cuero del cuaderno, suelta la lupa, cierra los ojos, se duerme de respirar. El cansancio lo vence solo por un instante. Despierta para seguir la conversación sin percatarse de haber dormido.
Sonríe.
—Cada momento sentimental, ese instante de desliz emocional, una promesa de amor, el fruto del buen sembrar, los hijos, la familia, la pasión que florece y se fortalece, el deseo de creer y la confianza absoluta, son las huellas que se resguardan aquí, en la Colmena. Aquí no discriminamos; cada sentimiento de amor aguarda su turno para ser eternizado. En nuestras vitrinas se exhibe el amor de un pontífice, la estima de un venerable y la santidad de una devota. Cada uno de estos amores halló su razón de ser, pero solo aquellos inmunes al abandono, nacidos de una certeza inquebrantable, perduran. Son esos amores, los de una vida entera, los que encuentran su lugar en la Colmena.
Deja la libreta de cuero, el crayón, la lupa; respira cansado de amar sin saber a quién.
—El Amor se cuida, se comparte con una dosis de honestidad por encima de lo que cualquier corazón es capaz de soportar. Es solo para los que quieren sentir de verdad, sin hipocresía, con humildad, con moral y felicidad. Los amores que regresan no se devuelven, de ellos se aprende. Las experiencias se comparten en un libro ilustrado que se obsequia a todos los enamorados que han conseguido Amor eterno. No es una receta ni mucho menos, es saber comportarse cuando el alma gemela se consagra y los cuerpos se funden para siempre.
Don Armando sirve café, con unas gotas de leche y una galletita en forma de corazón. Con las manos temblorosas me da una de las tazas, se recuesta del mueble para sorber despacio. Una sonrisa se dibuja en su rostro. Respiro, espero.
—La Colmena obsequia una epístola de Amor sellada a quien ama de verdad, no expira, mas es frágil. Especialmente cuando el egoísmo corrompe las almas o la lujuria sexual se desprende y reparte.
Me mira a los ojos, toma un sorbo de café, muerde la galleta, desaparece en sus recuerdos con los ojos cerrados.
Sonríe.
—En la Colmena, a menudo discernimos y dejamos de lado las historias de amores “enredados”. Es un hecho. Aquellos relatos marcados por la traición no ocupan nuestras vitrinas; en cambio, se conservan allá, en aquel baúl negro, en esa oscura e inútil esquina. Compartimos también ese amor, no como un trofeo, sino como una lección para prevenir corazones rotos, tristezas profundas y frustraciones acumuladas.
Contemplativo, con las manos entrelazadas, asegura:
—No entregamos un certificado de calidad. La vida misma se encarga de eso cuando la vivimos con honestidad, paciencia y perseverancia en el amor.
Esboza una sonrisa y toma otro sorbo.
—La Colmena está dispuesta a escuchar aunque no le da la razón a quien destruye lo que durante tanto tiempo tenemos el cuidado de conservar, aquí o en los corazones de los demás.
—¿Y usted Don Armando, ha amado?
Deja la taza a un lado, me mira sin pestañear.
—A muchas y a nadie. Quien cuida el Amor no puede amar. Está condenado a sentir el de los demás, sin envidia, consideración o remordimiento. Tú no escoges cuidar el Amor, tan solo llega a ti como una gracia para tu desgracia. Te encierras en la Colmena y vives el resto de tu vida amando lo amado por los demás. Sin juzgar, con ganas intensas e infinitas de amar, con la ilusión de un amor que nunca tendrás.
No se puede decir que la Colmena sea un lugar encantado, no es así. El salón central es silencioso, no tiene ventanas, flores o reloj. Una escalera en espiral, como un girasol, desciende desde el acogedor apartamento de Don Armando en la planta baja de un edificio ubicado en la zona más antigua de la ciudad. Imagino un viaje de nueve pisos hacia el centro de la tierra.
En el corazón del salón, dos sillones de cuero se encuentran envueltos en la suave luz de nueve lámparas de queroseno.
La Colmena huele a girasol.
27 pasillos, cada uno es una letra del alfabeto ordenados como pétalos. Unos avisos rotulados en madera e iluminados con velas gruesas de veintisiete centímetros de largo te invitan a entrar. Un pasillo, una letra para caminar. La tenue luz te señala el camino, pero no te dice cómo regresar.
—Cada letra es una línea recta, cuando llegas al final te tienes que devolver. Puedes tardar meses en recorrer cada letra, pero no te vas a perder –dice Don Armando tras servirme otro café.
Las lámparas de keroseno se alzan sobre los escaparates, iluminando la primera palabra que ostenta un acento. Sin tilde, no hay luz que revele el camino, vitrina o letra que aguarda ser descubierta.
— Y dígame usted, ¿para qué ha venido? ¿En qué puedo serle útil?
—Agradecido Don Armando por el café, gracias por su tiempo y la explicación de su Colmena.
—Sin rodeos, mire que no tenemos todo el año para estar aquí.
— No encuentro el amor de mi vida. Se ha perdido.
—Vino al lugar equivocado. ¿Ha buscado en su corazón? ¿Se ha dejado llevar por la dicha de ser quién es?¿Es feliz consigo mismo? El Amor no es un efecto del azar, es un don de Dios. Recuerde que aquí se coleccionan historias de pasión. Usted no ha escrito la suya.
—Me cuesta mucho soportarme. Descubrir mis sentimientos es una dolorosa búsqueda.
—No puedo ayudarlo, no está en condiciones de recorrer las letras de mi Colmena. Usted es vulnerable. Si quiere revise el baúl de la esquina inútil, pero no le servirá de nada. Para encontrar a alguien y amarlo debe comenzar por amarse a sí mismo. Da la impresión de que usted lo que busca es una compañía que le haga olvidar para qué tiene su vida.
—Hay algo de razón, hasta he pensado en el suicidio.
Don Armando se acerca y coloca su mano sobre mi hombro.
—Ese no es un pensamiento exclusivo de ustedes que se sienten perdidos o les falta amor. Los que hemos amado sin ser correspondidos también nos ha pasado por la cabeza acabar con nuestras vidas. O coleccionar historias de Amor hasta el adiós definitivo.
Don Armando da media vuelta.
—¡Vaya, cambie de norte, de vida! Seguro en ella está el Amor. Tome otro rumbo. La pasión lo espera en otra esquina; pero sobre todo, entregue lo que tiene, aunque sea poco. Regrese a mi Colmena con una historia que merezca ser colgada. Vaya, no pierda tiempo. Encuentre lo que tiene en su corazón.
Don Armando se dirige a la escalera.
—Venga, mire que nos puede tomar nueve meses subir este girasol.
—¿Me permite hacerle una pregunta incómoda, Don Armando?
Sin detenerse, pisa un escalón a la vez.
—Todos los que han pasado por aquí la han hecho. Falta poco para irme. Mi sobrina se encargará de la Colmena apenas termine la universidad. Es una buena muchacha. Estudia Matemáticas en Massachusetts Institute of Technology, se gradúa summa cum laude. Se ha dedicado con absoluta pasión a escribir cartas de amor a desconocidos y domina los números. Una enamorada solitaria con su vida medida. Mide lo que siente, introvertida y generosa. Da muestras de cariño hasta a las sombras que se reflejan en el espejo. Es virgen, mientras no mire hacia los lados y coloque un nombre a una de las cartas de amor que escribe con pasión desgarrada. Será un buen guardián, no dejará que caigan lagrimas en el cuaderno guardado en este forro de cuero curtido. Tengo los días contados. Mi sobrina también.
Nueve meses después
Lo primero que viene a mi mente son los recuerdos de la Colmena. La conversación con Don Armando cambió mi vida. Descubrí que existo, que puedo amar y ser amado por ser quien soy. La intención de un suicidio temprano es apenas un recuerdo recurrente poco importante. Una huella en un pétalo de la escalera.
Al salir del edificio, sentí el impulso de pasear por la zona antigua de la ciudad. Sin darme cuenta del tiempo, me detuve en el café, exhausto, pero agradecido, disfrutando de un momento de paz y tranquilidad.
El café se encuentra en una esquina discreta, con paredes de ladrillo envejecido que parecen guardar secretos inesperados. Al entrar, el aroma a café recién molido se entremezcla con notas de canela y vainilla. Las mesas de madera desgastada están dispuestas de manera íntima, te invitan a estar en paz.
Nuestras miradas se cruzaron una y otra vez. Entre nervios e incertidumbre, permití que la calidez de su sonrisa se reflejara en la mía, iluminando nuestros rostros con un destello de conexión inadvertida.
Sobre su mesa, reposaba un cuaderno con un forro de cuero curtido y un capuchino con crema.
—¿Vienes de allá? –me preguntó en un tono de voz baja, sin levantarse de donde estaba.
—¿De dónde? –respondí con curiosidad, desde mis mesa.
—Te vi salir de ese edificio al cruzar –se sonrojó.
—Así es. Estuve ahí –dije apenado.
—¿Ahí queda la Colmena o algo así?
—Sí, allí vive Don Armando en el apartamento 1-A.
—¿Y encontraste lo que buscabas? –guardó silencio y se sonrojó.
Me sirvieron la ensalada, el jugo natural y los panecillos tostados que había pedido.
—¿Me puedo sentar contigo? –pregunté al levantarme de la silla para dirigirme hacia ella.
—Lo siento. Espero a alguien.
*Aquí hay dos talleres para que empieces a escribir:
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