Ficción
Yo soy La Lupe
Por Orlando Alfonzo
*La imagen de portada de Yo soy La Lupe corresponde a Fania Records.
A Leonardo Lugo (viejo) y Penny García,
con quienes comparto el recuerdo
de una mujer irrepetible.
“Cada cual en este mundo
cuenta el cuento a su manera”.
Tite Curet Alonso
Todas las noches de Navidad mi tío Leo contaba el mismo chiste después de que el destilado escocés hiciera efecto en sus reflejos. “¿Ustedes ven esta cicatriz que tengo en la frente? Me la hizo La Lupe con un taconazo”. De inmediato mi familia reía a carcajadas, más por la borrachera que por la gracia del comentario. Conocíamos la anécdota ficticia desde hace años. Era mentira, él jamás la conoció en persona, pero al parecer aquel golpe imaginario de un icónico zapato femenino era la manera más divertida que encontraba de burlarse de sí mismo y asumir que estaba viejo.
Yo era apenas un niño y reía por contagio. No entendía el chiste pero infería que La Lupe había sido una mujer famosa. No una vecina furiosa, no una novia celosa, no una prostituta reclamando sus derechos. Y tuve razón, eso descubrí un par de años después.
Vivía con el diablo en el cuerpo. Al menos así se presentó frente al mundo con su primer disco en 1960. Para muchos no era solamente el nombre de aquel LP que marcó el inicio de una carrera estrepitosa, sino una confesión. Buena parte de La Habana pensaba que realmente esa mujer estaba poseída. Cuando se subía a los escenarios tiraba de sus cabellos con fuerza y se rascaba con aquellas uñas filosas, garras capaces de arrancar cualquier dolor de tajo. La Yi yi yi, así la llamaban cariñosamente en Cuba, cantaba como un huracán y eyectaba hacia el público casi todo lo que tenía puesto: pulseras, anillos, ropas y, por supuesto, los zapatos.
La curiosidad sembrada por un chiste reiterado me obligó a hurgar en aquel personaje. Fue una obsesión a primera vista. Me devoré sus videos, aprendí sus canciones, conocí su vida. No hubo retorno. El demonio había entrado descalzo en mis carnes y yo lo recibí con la convicción de perpetuarlo.
En aquella época, dos años después de dejar Caracas, usaba mi pelo largo. Tenía unos rulos envidiables, negros, brillantes como los sueños de un actor inmigrante sin nada que perder. Lo que surgiera en Buenos Aires sería un logro. Aquel cabello era un faro que atraía todos los barcos hacia mi puerto; y un productor cordobés, que naufragó en mi orilla, organizaba un espectáculo de variedades en los restos de un arrabal. Cada noche un grupo de actores intrepetaba pequeños números de humor imitando cantantes y haciendo playback de sus canciones. Los espectadores ebrios aplaudían, reían con los delirios de aquellos bufones y dejaban dos pesos en una gorra que servía básicamente para que los artistas se pagaran su propia cerveza.
—¡Oye, mi pana! –me dijo Gonza al teléfono intentando mofar la tonada caraqueña–. Che, estamos armando una noche de divas latinas y pensé un personaje para ti. ¿Has escuchado hablar de La Lupe?
Sonreí.
—¡Por supuesto!
—¿Te coparía armar un show de dos canciones imitándola para dentro de dos semanas? Sé que es pronto pero…
—¡Sí, dale!, cuenta conmigo.
Comencé a despeinarme frente al espejo, a jugar con un moño voluptuoso. Cubrí mis párpados con sombra negra, tracé una línea gruesa en la base de mis pestañas y me teñí los labios de rojo. Faltaba el rubor y un lunar. Fue intuitivo, como si ella hubiese estado siempre dentro de mí. Yo era La Lupe y lo declararía al inicio del show. Ataría un pañuelo al micrófono como solía hacerlo ella, peinaría un poco mi melena y gritaría: “Yo soy La Lupe, la Yi yi yi, la reina del soul latino. Ponme la música”. Así lo ensayé precozmente en el baño.
Compré dos metros de lamé dorado, la tela más barata que encontré. Copié el patrón de una bata goajira, la cosí a mano y le añadí uno a uno botones negros que simulaban piedras preciosas. Con un retazo bordado en lentejuelas tornasoladas me hice un cinturón para darle a mi cuerpo la forma de un reloj de arena. Dentro de un cajón recóndito en las profundidades de una popular feria americana ubicada en Loria y Rivadavia, hallé un sostén viejo con el que me dibujé por debajo del vestido unas tetas incipientes. Era perfecta excepto por un detalle esencial: no tenía zapatos.
Caminé durante toda la tarde por el barrio de Once aceptando derrotas sucesivas. No vendían tacones de mi talla o eran impagables. “¡Ay, ay, Lupe! ¡Dame unos zapatos, chica! Sin tacones seré cualquiera, pero no tú”, le rogué en susurro a una cantante muerta. Fue la primera de tantas veces que le hablé, o que me hablé a mí mismo como si fuese ella en un ataque de autorreflexión.
Cerca de las siete de la noche volví al local de ropa usada siguiendo un impulso estúpido, porque el día anterior había revisado toda la tienda sin éxito. Cuando llegué estaban a punto de cerrar y la encargada guardaba un par de stilettos rojos con piel de serpiente. “¿Qué te pedí? Tú lo puedes al mundo decir”, canté excitado. Solté una carcajada final, pagué y me fui a casa.
El placer auténtico se halla en las conductas ilógicas que una vez ejecutadas no podemos recordar con exactitud, aquellas que se borran en medio del orgasmo dejando sólo la sensación de una tormenta que pasó sin avisar. Allí está la fuente de la verdadera felicidad. Me gasté el dinero que me quedaba para el resto del mes en pulseras, anillos y maquillaje nuevo. Los días siguientes, hasta el viernes de la función, transcurrieron entre ensayos de las canciones y una recopilación de chistes que La Lupe pudiera decir en vivo si tocaba improvisar.
Esa noche todo fue explosión, como se podía esperar de una mujer que vive con el demonio en el cuerpo. “Y ahora, directamente de Cuba, con ustedes, la única, la diva de divas, recibamos a… La Lupe”, así me presentó Gonza. Inicié como lo había practicado frente al espejo, el técnico de sonido reprodujo las pistas y terminé el espectáculo saltando en el escenario, sin accesorios, descalzo y con el pecho inflado de aplausos. Lo que ocurrió en el medio todavía sigue nublado.
Cuando salí del camarín, aún con el pelo levantado, los ojos delineados y las uñas esmaltadas, me interceptó una joven muy amorosa que dijo: “Hola, yo soy Agus, la camarógrafa. ¡Felicidades, la rompiste! Grabé todo, luego te mando el material. Sólo una parte no pude registrar porque me lanzaste un zapato directo a la cabeza. Pero tranqui, no fue nada, me acomodé las gafas, revisé que la cámara estuviera bien y seguí grabando. Tomá, acá está tu tacón”. Sentí vergüenza y orgullo. Mi tío bien lo decía: “En sus conciertos, alguien siempre recibía un taconazo”. Fue la actuación perfecta.
Me fui eufórico a casa. Cuando subí al colectivo, aún sentía la música fluyendo por debajo de la piel. “I get the fever that’s so hard to bear. You give me fever ¡Ay!”. Tenía fiebre de ella, me reía solo, el mundo entero había desaparecido a mi alrededor. Tarde me di cuenta de que tomé la línea equivocada y estaba circulando a las dos de la madrugada en un autobús casi vacío por una avenida completamente desconocida.
—¡Señor, señor! Disculpe. ¿Usted pasa por Eva Perón y Laguna? –le pregunté al chofer.
—No, yo no voy para allá –me respondió casi sin modular.
—Y… ¿Qué hago? ¿Cómo llego hacia esa zona?
—Bajá en la próxima parada.
—Pero… ¿Qué hago después? No conozco por acá.
—Y… cruzá la calle y tomá el mismo colectivo para el otro lado.
—¡Pero me va a dejar de nuevo donde tomé este!
—¡Y bueno, loco! ¿Qué querés? ¿Te lleve a cococho hasta tu casa? Ahí en microcentro buscás la línea que te sirva.
Me bajé. En la parada no había un alma. No reconocía el barrio, definitivamente era un lugar de Buenos Aires que nunca visité hasta ese momento. No había edificios o casas, solo una rotonda a lo lejos y detrás de mí un parque enrejado. No ladraban perros. No brillaban luces. Me había quedado sin datos en el teléfono. La adrenalina del show bajó de golpe al igual que la temperatura. Comencé a sentir frío, me dolían los pies y la bolsa con el vestuario ya me pesaba. Durante una hora no pasó un micro, una moto, nada. Estaba solo y sin saber hacia dónde caminar.
Luces bajas rompieron la noche. Era un auto pequeño. No lo dudé y saqué la mano. El vehículo se detuvo frente a mí, me acerqué a la ventanilla del copiloto y vi tras el volante a un hombre desaliñado.
—Buenas noches. ¿Cómo está? Disculpe, señor, tengo una hora esperando colectivo. Necesito llegar a Eva Perón y Laguna. ¿Usted no me podrá dejar en algún lugar donde haya más movida?
—Voy para esa zona. Te llevo.
—¿De verdad?
—Sí, sí. Subite.
Abrí la puerta y emprendimos el viaje.
Por dentro, el auto era un universo con leyes propias. El hedor evocaba un canasto de ropa sucia con ligeras notas de gasolina. Las cicatrices de los asientos dejaban ver el relleno de goma espuma, el espejo retrovisor se aferraba a la vida con un alambre dulce y el volante se desteñía al contacto intermitente de las manos húmedas que lo acariciaban. El hombre tenía algo, o carecía de algo. Movía demasiado los dedos, amasaba el timón como si necesitara deshacerse de un calambre. “Este tipo está drogado”, pensé.
—¿Y eso? ¿Qué hace por acá a esta hora? Yo estuve sesenta minutos ahí parado y no pasó nadie –quise romper el hielo.
—Buscaba sexo –respondió sin dudar.
—¡Ah! –comencé a buscar de reojo algo con que golpearlo.
—Estaba con una minita que me dejó caliente y viste que en la calle siempre se consigue algo –agregó con intención.
—¡Claro! –alcancé a responder para ocultar los nervios–. Que suerte que pasó usted, no sabía qué hacer.
—Tenés que tener cuidado, hay gente mala en todas partes.
—¡Umjú! –asentí.
Bordeamos la rotonda y comenzamos a recorrer una avenida larga dividida al medio por paradas de metrobús.
—¿De dónde sos?
—De Floresta.
—Sí, pero ¿de dónde venís? Sos extranjero, ¿no?
—Sí, de Venezuela.
—Mirá vos. ¡Qué lindo Venezuela!
—¿Conoce?
—No, nunca fui. Pero se han venido un montón de compatriotas tuyos. ¡Hay gente linda por allá, che!
—¡Ja, ja! Sí, gustamos mucho acá.
—Y sí, ese color de piel es re caliente. Acá somos muy pecho frío, en cambio ustedes andan en una fiesta todo el tiempo.
—Bueno, no es tan así.
—¿Cómo no?
—Tenemos nuestras tragedias, digamos.
—Obvio, todos. Pero son re simpáticos. Acá se los quiere mucho.
—Sí, caemos bien.
—Me imagino que garchás todo el tiempo.
—No, no tanto. ¿Este barrio cómo se llama?
—Lugano, ya casi Soldati.
—No pasan taxis por acá.
—¡El gobierno no pasa por acá! –sentenció antes de callar.
Dejamos atrás un kilómetro de silencio antes de que apareciera en el perímetro de la vía el primer conjunto de edificios. Cerré los ojos tímidamente y exhalé, finalmente veía una zona residencial.
—Esto ya es provincia, ¿no? –arrojé al aire como un cuchillo para cortar la tensión que generaban sus miradas a mi entrepierna.
—No, no, estamos en capital. Esta cuadra es famosa porque siempre hay travas. Deben estar de franco. Es raro que no haya ni una –me respondió con una flecha perfectamente direccionada.
—¡Ah, mira! ¡Qué raro! –fingí naturalidad.
—Vos sabés que en esta ciudad hasta el más macho se da la vuelta en cualquier momento. Yo tengo mi mujer pero me gustan los trabucos. Yo sé que mientras más grande tienen la pija más caro cobran –dijo casi sin respirar y me miró de nuevo.
—¡Ah! ¡No, ni idea!
—¿Vos a qué te dedicás?
Su pregunta tenía todo el sentido. Mis manos lucían un vibrante esmalte rojo en las uñas, mis ojos seguían delineados, mi pelo extravagantemente inflado y la tela dorada excedía los límites de la bolsa que guardaba entre mis pies. La mejor respuesta que podía darle era la verdad, eso justificaba perfectamente aquella parafernalia.
—Soy actor. Vengo justo de hacer un show de humor. Imito a La Lupe. ¿La conoce?
—No.
—Fue una cantante cubana…
Estuve a salvo por 10 o 15 minutos más gracias a un monólogo sobre aquella polémica cantante. Disparé una metralleta de datos inservibles contra aquel saco de morbos que cada tanto acercaba su mano a mi pierna con la excusa de cambiar la velocidad. Le conté todo lo que pude, la traición de su primer matrimonio, las noches en que Jean-Paul Sartre, Hemingway y Simone de Beauvoir fueron a verla cantar en el bar La Red, su conflicto con Tito Puente y la única vez que actuó en un musical de Broadway. En el medio, mi cerebro hacía malabares para continuar con el relato y descifrar cómo bajar del auto en movimiento.
Justo en el momento en que iba coronar la narración con la llegada de Guadalupe Victoria Yolí Raymond a la iglesia evangélica, el chofer con una notoria erección me interrumpió:
—¿Querés que me orille y paramos un rato?
Por suerte apareció frente a nosotros la esquina de Olivera y Directorio.
—¡Este es el Parque Avellaneda! Buenísimo, si quiere me deja acá y yo camino el resto, ya estoy ubicado.
— No te preocupés, yo te llevo. ¿Es sobre Eva Perón?
— No, no, ese era el punto de referencia. Vivo sobre Lacarra –dije sin pensar.
— Dale, ahí me puedo estacionar, esa calle es tranquila, a esta hora debe estar sola.
Avanzó sobre la Avenida Directorio y cruzó en Lacarra a la derecha. Le dije que parara seis casas antes de mi destino real. Se pegó a la vereda, apagó el auto, apretó su virilidad con convicción y mientras inclinaba su peso hacia el puesto del copiloto, hice mi mejor improvisación. Deslicé los dedos entre sus cabellos grises, clavé mis ojos en sus labios y dije, casi arrastrando las palabras, un texto que La Lupe acuñó en alguna entrevista televisiva: “Papi, hace rato que yo no bailo el muñeco, pero estoy agotado y mañana trabajo bien tempranito. Si no, con mucho gusto”. Metí la mano en el bolsillo trasero de mi pantalón sin quitar la tensión de la mirada, saqué mi billetera, tomé 100 pesos y concluí: “Toma, es lo que me queda. Gracias por traerme”.
El hombre tomó la plata, sonrío y se despidió: “Gracias, loco, me hiciste la noche”. Yo crucé la calle, hallé tembloroso las llaves y fingí hacer esfuerzos por abrir una puerta ajena. Giré la cabeza un par de veces para verificar que ya se había ido. Él seguía allí mirándome por la ventanilla. Solté la bolsa con el vestuario en el piso para mentir con vehemencia la dificultad que me imponía aquella cerradura y volteé una vez más. Él encendió el auto y lo puso en marcha. Cuando lo perdí de vista, tomé la bolsa, corrí hasta la puerta de mi casa y entré.
“Para mi es indiferente lo que sigas comentando, si el día en que te dejé, fui yo quien salió ganando”. Entoné en silencio aquel bolero mientras reía y lloraba en la misma proporción, como si ella y yo cantáramos a dúo en una conjunción metafísica de nuestros planos. Me salió barata la imprudencia. Fue por ella que cometí aquel error, y me gusta pensar que también ella me salvó. Siempre fue una mujer sufrida pero justa.
¿El resto? ¡Puro teatro! Repetí el show unas cuantas veces. Varié el repertorio, la ropa y el peinado, pero los zapatos fueron siempre los mismos, por cábala y por suerte. La magia ocurrió en todas las funciones. Sin falta, alguien del público esperaba hasta el final para saludarme, entregarme el icónico objeto y agradecerme por haberle dado lo ya imposible: un taconazo de La Lupe.
*Esta historia fue distribuida por Autores Venezolanos en Argentina.
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