Ficción

Cállate la jeta, muchacha gafa

por | Abr 18, 2024

Por Becky Plaza

*La imagen de portada fue producida por Copilot.

 

La primera explosión nos hizo saltar corriendo de nuestras literas en busca de mamá. Gritos en las calles. Disparos que pasaban silbando entre las hojas del jabillo. Migas de cemento brincando a todos lados. Algo grave pasaba afuera y no sabíamos qué era. Una barricada de colchonetas nos protegía de la lluvia de balas que persistía a nuestro alrededor. Mi tía, la que vive en la casa contigua, golpeó la pared preguntando a gritos si estábamos bien. “¡Estamos bien!”, le gritó mi abuela. ¿Pero lo estábamos? Mamá era un pulpo cuyos brazos nos abrazaban, acariciaban y consolaban. Todos llorábamos al mismo tiempo menos ella y la abuela.

El horror invadió mi cuerpo cuando vi por una hendija de nuestra barricada de goma espuma que mi pequeña constelación de minúsculas estrellas, causadas por los golpes de los cachitos del Jabillo al caer sobre el techo de zinc, se había convertido en una entera galaxia con estrellas de distintas formas y tamaños por donde se colaban los rayos de la luz nocturna. Cientos de explosiones no cósmicas estaban expandiendo mi cielo personal a la velocidad de la luz.

Fue la abuela quien valientemente salió de la barricada y encendió la TV. Al sonido del tan tarán tarán tarán, con el que Venevisión nos anunciaba las noticias relevantes, mamá y la abuela se enteraron de lo que sucedía. «Mis hijos, están tumbando al gobierno», nos dijo mamá, “y están bombardeando El Helicoide”. Se refería a ese monstruo enorme y sin sentido que tenemos de vecinos.

Las noticias no fueron alentadoras: muertes, muchas muertes. Cuarteles levantados contra el Presidente. Invasiones a canales de televisión. Periodistas asesinados. Hombres vestidos de verde hablando de hambre y pobreza. Los mismos hombres que le donaban a mi tío comida del supermercado que había en La Carlota para que la repartiera entre la gente pobre del barrio. Comida vencida, minada de gorgojos y telarañas.

“Cientos de muertos flotan sobre el río Guaire” fue el titular del periodista, “fuentes mencionan que son presos del retén de Catia”, remató. “¿¡De dónde!?”, gritó mamá mientras saltaba de la barricada. Tajada, mi hermano mayor, estaba allí desde hacía unos meses porque el debido proceso penal dictaba que era culpable hasta que se demostrara lo contrario.

—Yo me voy a buscar a mi muchacho –anunció mamá.

Mi abuela, lúcida como siempre, la instó a llamar primero a la abogada. Nada detuvo a mamá. Mi hermano Gabo y yo la vimos partir con mis tres hermanas y mi prima rumbo a Catia. Por la autopista sólo transitaban camiones del mismo verde oliva que invadía la televisión. El puente que conecta nuestra parroquia con la Avenida Fuerzas Armadas estaba desierto y por allí vi a mis mujeres cruzar caminando. El miedo de no volverlas a ver me silenció. Tajada tenía un máster en generarnos angustias.

Las horas fueron marcadas por el vuelo intermitente de aviones de guerra que sobrevolaban la ciudad. Los disparos se hicieron más lejanos y la familia fue saliendo de a poco a las calles. Mi tía, la que solía ser izquierdista acérrima, salió diciendo: «¡Ese es Chávez! ¡Y Chávez se las ‘shabe’ todas!».  Unos le aplaudieron la gracia, otros la ignoraron y a algunos más nos quedó grabada su frase. La abuela nos cocinó bollitos migados con queso y mantequilla; y nos dio café con leche, como nos gustaba a Gabo y a mí. Un mimo para ayudarnos a sobrellevar el miedo de no saber qué pasaría en Catia.

Las horas pasaban, la angustia crecía y ellas no volvían. Las noticias eran un bucle de tiempo en donde los hombres de verde hablaban de libertad y de nuevos comienzos. Me cansé de verlos. Mientras mis primos jugaban pelotica de goma, me senté sobre el muro de la cuadra que quedó destrozado por las balas y allí me instalé a vigilar el camino por donde se habían ido esperando verlas regresar. Un ruido ensordecedor me hizo despertar de mi ensimismamiento y correr a los brazos de mi abuela. Un avión había descendido demasiado y rompió la barrera del sonido, yo creía que nos estaban bombardeando en las calles.

Era de noche cuando mis mujeres volvieron. En su ida habían caminado de San Agustín a La Hoyada y viajado en el Metro hasta Catia. A su regreso el transporte público estaba completamente cerrado y les tocó volver caminando, o, mejor dicho, huyendo en estampida por la Avenida Morán de San Martín, porque los hombres de verde estaban esparciendo gas lacrimógeno y regalando golpes y perdigones. Mi prima no salió ilesa. Las marcas rojas en sus piernas producto de los peinillazos tardaron en sanar. ¿Su delito? Intentar comunicarse con Tajada silbándole de forma desesperada.

Llegaron justo antes del toque de queda. Agotadas pero dispuestas a volver al retén la mañana siguiente y todas las mañanas necesarias hasta conocer el paradero de Tajada. Tres días pasaron antes de saberlo vivo. Mientras mamá contaba su historia del día, mi tía lloraba en silencio frente a la TV. Su ídolo había fracasado una vez más en su intento de quedarse con el poder.

Cuando el mismo rostro que marcó aquel año fatídico salió en campaña política para la presidencia, mi tía repetía incesantemente «Yo se los dije: Chávez se las shabe todas». Por su parte, mi profesor de Historia de Venezuela nos hablaba con insistencia de la importancia de tener memoria colectiva. Cuando el hombre de verde ganó la presidencia, todos en casa celebraron su triunfo, incluyendo a Tajada cuya inocencia pudo ser demostrada cinco años después. Todos menos yo.

Mi prima notó mi incomodidad y me preguntó qué me pasaba. No recuerdo qué le respondí, pero ella sí lo recuerda y lo menciona cada tanto cuando en casa se habla del tema Venezuela: «Un hombre que atentó contra la soberanía de un país un par de veces, lo hará todas las veces que lo crea necesario».

Mi tía fue quien respondió a mi inquietud: “Cállate la jeta, muchacha gafa. ¡Que vas a estar sabiendo tú nada de la vida!”.

Años más tarde, cuando se agotó de marchar vez tras vez y de votar en contra de la Revolución chavista sin lograr salir de ella, me preguntó:

—Rebe, ¿por qué nunca creíste que Chávez era el hombre para el país?

—Porque mi niña interior lo relaciona con balas y miedo, tía –le respondí.

 

*Esta historia fue producida en el Club de escritura, que moderó Lizandro Samuel.

 

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3 Comentarios

  1. Jean Velasquez

    Mi familia vive en la Av. Morán, en un callejón justo antes de la Calle El Carmen, conozco muy bien la ruta por donde huyeron las valientes de esta historia. Me gustó, la narrativa es sólida y el argumento de la historia es muy certero.

    Responder
  2. Ruth Bosso

    Excelente narrativa. Además de real.

    Responder
  3. Yasmin

    Grande Rebe!

    Responder

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