Ficción

¿Cuándo termina el Halloween?

por | Nov 18, 2023

Por Ana Cristina Sánchez

*Imagen creada por el generador de imágenes de Bing.

 

El 24 de octubre de 2019, entré a un edificio avejentado en plena Avenida Libertador de Acarigua con los nervios de quien lleva un mal augurio en su interior. Tercer piso, consultorio A-5 y un pasillo frío rodeado de mujeres impávidas que lucían confiadas ante esas consultas rutinarias. Frente a la escena asumí que debía hacer lo propio: controlar los nervios y aparentar que no pasaba nada. Pregunté si iban con la doctora Pastora y quién era la última.

Me senté entonces al lado de una rubia que no paraba de hablar del marido y de sus tres hijos. Mientras yo, ensimismada, quise enmudecer los repulsivos alardes de familia feliz y, ahogándome entre ese mar de estrógeno y progesterona, admití para mis adentros ser una niña incauta que no entendía en absoluto los asuntos de su propio cuerpo.

Tras pasar la mitad de la mañana agotada con los cuentos de la rubia, por fin llegó su turno y después el mío. Dentro del consultorio la amabilidad de la ginecóloga me hizo recobrar el aliento.

—¿Edad? –preguntó, mientras abría mi expediente. 

—26 años. 

—¿Motivo de la consulta? 

En ese momento debí explicarle que hasta hace unas semanas esa visita hubiese sido un simple chequeo pero que, antes de haber ido a verla a ella, había visto a otra ginecóloga que sembró en mi mente el temor de un posible VPH. Por ese motivo decidí acudir a su consulta; además de las recomendaciones de mi mejor amiga que ya era paciente suya. Yo no tenía pareja, quise justificar, pero al detectar mi postura nerviosa la doctora me pidió que me cambiara y me pusiera la bata. Iba a revisarme para asegurarse de que todo estuviese bien.

Una vez en el baño mi corazón se aceleraba a la velocidad de las palabras de esas mujeres con las que había compartido pasillo. Vacié mi vejiga, como Pastora me pidió, y con un tobo bajé el inodoro. No había agua y no podía si quiera lavarme las manos, mucho menos la cara. Si no hubiese sido por mi amiga probablemente no hubiese pedido cita en ese lugar.

Ya recostada con las piernas alzadas, y la aguda mirada de la ginecóloga frente a mí, el espéculo se introdujo como una sanguijuela que acertaba sus tres hileras de dientes en mi intimidad. Sentía que en algún momento ese dolor punzante me haría sangrar e hice uno que otro movimiento que a la especialista no le gustó. Debía estar serena para que ella pudiese realizar su trabajo y esas pataditas de angustia me dieron mucha vergüenza, estaba segura de que mi edad me demandaba otra actitud. Le expliqué entonces que solo había tenido relaciones en un par de ocasiones. Por obvias razones no me sentía cómoda allí y ella supo entender, así que se disculpó cambiando el espéculo por uno de medida virginal 20mm, con el que argumentaba que todo sería menos doloroso.

Bastaron unos minutos de exploración en mi cuello uterino, ahogado entre el ácido acético y lugol, para tomar la muestra de la citología y notar la presencia de una posible lesión. La doctora me pidió el celular para sacar unas fotos, quería explicarme lo que había visto; así que después de las imágenes no hubo más chequeo. Pensé que todo había terminado allí pues me pidió que me vistiera para sentarnos a hablar, pero no podía estar más equivocada.

Unas manchas blancas renuentes a pintarse con el yodo revelaban entonces la posible lesión en el cuello uterino. Pastora intentó calmarme con el argumento de que eran en apariencia leve. Lo más común sería un VPH –al menos eso me dijo–, me recetó unos óvulos y advirtió la urgencia de hacer una biopsia. Necesitaba indagar la magnitud de ese tejido irregular y de acuerdo al tiempo y al tamaño podría incluso hablarse de cáncer. La noticia fue como introducir nuevamente el espéculo pero ahora en el centro de mi pecho y abrirlo lo más posible hasta reventarme el corazón.

Salí de allí con mi semblante fracturado, lo sé por la mirada lastimosa que me dirigieron las pacientes que seguían esperando su turno en aquel pasillo. Bajé las escaleras confiando en la última pizca de seguridad que podría quedarle a mis temblorosas piernas. Llamé a mi amiga, la que me había recomendado a esa ginecóloga, y lloré con ella. No entendía cómo eso podía estarme sucediendo a mí. La culpa laceraba otra vez mis nervios.

Los “cuándo” y “cómo” llovieron esa tarde de parte de mi familia. Preferí serles franca pues necesitaría la ayuda de mi mamá después de que me hicieran la biopsia, pero en ese momento ellos no entendieron nada. Se suponía que en aquel episodio no había ocurrido penetración, al menos eso argumentó el tío cuando mi papá furioso amenazó con denunciarlo.

Los recuerdos atacaron esa primera noche después de la consulta, corrían en mi cabeza como cabritos desbocados. Imágenes confusas giraron a toda velocidad como lo hacen los niños sobre la rueda de un parque infantil. Sentí en esas horas oscuras la fuerza de todo mi pasado.

La primera vez llevaba puesto el uniforme de la escuela. Estaba acostada en la cama con una revista Tricolor entre las manos; él solo abrió la puerta y se coló sigiloso hasta el borde de mis piernas, levantó la falda y comenzó a tocarme. En ese momento no entendía qué pasaba. Tapó mi boca con una de sus manos y yo no tuve fuerzas para pelear. La imposibilidad de defensa fue algo que me reproché por mucho tiempo o que otros me hicieron reprocharme.

Antes de eso nadie más me había tocado, ni yo misma me había asomado a mirar qué habitaba allí dentro. Creo que estudiar en una escuela católica apartada de cualquier tipo de educación sexual me había hecho lo suficientemente ingenua y presa fácil para él. Sabía que estaba mal, lo sentía, pero aturdida por lo que me hacía solo pude pararme en un impulso repentino para pasarle seguro a la puerta después de que él saliera. Me daba pánico que volviera a entrar.

Ese temor me persiguió por unos cinco años y no fueron en ningún momento injustificados. Sus visitas a la casa eran puerta abierta a mi estado de alerta. Evitaba quedarme sola con él y nada más su presencia me causaba ansiedad. Recuerdo una temporada en la que no contenía las ganas de orinar, estaría en primero o segundo año de bachillerato y más de una vez mojé mi ropa interior. También solía chuparme un dedo, pero ninguna de esas señales parecieron extrañas ni a papá ni a mamá.

Mi papá tenía una vida muy ocupada fuera del hogar (absorto en su cargo en la alcaldía y sus reuniones sociales), apenas nos cruzábamos los mediodías y en las mañanas –si es que acaso había llegado a dormir la noche anterior–. Mamá, por el contrario, nunca salía de la casa, pero sumida en el cuidado de la abuela inválida era alma ciega que se conducía en automático en las diligencias del hogar. Ante su manía por mantener el orden, el piso limpio, la comida servida a la hora y a la abuela rodeada de atenciones, se le escapaba la protección de la hija a la que le robaban desde dentro.

No sé cuántas veces me escondí los días que él llegaba por mí al liceo. No sé cuántas veces quise gritarles a mis amigas que no era el tío “chévere” que ellas pensaban. Y nunca pude esclarecer mi duda de si mi abuela sabía o no lo que pasaba, después de todo era su hijo adorado.

Irónicamente fue una noche de Halloween cuando le quité la máscara al demonio.   Sentada a mi lado, mi hermana mayor compartía su angustia por un gesto del tío que no le había gustado y yo no pude callar más. Habíamos llegado a su casa de improvisto, después de que ella y su esposo me recogieran tras comprar chucherías para repartir entre los vecinitos de la urbanización en la que ellos vivían. Esa noche algunos niños se disfrazaron para tocar las puertas y gritar eufóricos “¿dulce o truco?”, así que yo estaba emocionada con la idea de hacer parte de aquel juego. Pero al llegar a la casa de mi hermana y abrir la puerta, ella vio cómo el tío apresurado bajaba por las escaleras.

La interrogante de qué hacía él arriba, cerca del cuarto de las niñas que se habían quedado solas en la residencia, era demasiado para el corazón de una madre. Su voz entrecortada por la sospecha y la vergüenza me confesó, después de que él se había ido, lo extraño que le parecía esa situación. Todo le daba muy mala espina. Ellos no le tenían tanta confianza como para que el tío subiera hasta el área de las habitaciones y menos si no había ningún adulto en casa. Entonces no pude contenerlo más.

Yo estaba en 4to año y él necesitaba otra muñeca dentro de la propia familia, alguien más joven e ingenua ocuparía mi lugar. No sé si lo hacía por temor a que lo denunciara o si le chocaba mi cuerpo usado y cada día menos infantil. Ante la corazonada de mi hermana era cruel mantener aquel silencio, así que rompí en llanto y con pocos detalles le confesé lo que me había hecho durante esos años. Pese a lo doloroso que me resultaba contarlo, no podía dejar que le hiciera lo mismo a ninguna de mis sobrinas.

Después de hablar vinieron las amenazas, los portazos, las lágrimas de mamá y la culpa acumulada de todos menos del verdadero responsable.

La ruptura familiar fue inminente. Él era el tío abogado con su esposa juez trabajando en el Ministerio y exigía que me llevaran a un forense a ver si era verdad porque sabía que “nunca me había violado”. A mis 16 años ese argumento fue como un martillazo en las rodillas y el crujir de un posible escándalo, los nervios de mi madre por lo que le harían a su niña me los tragué como un alambre de púas por casi dos años.

Durante ese tiempo me sentía aún más culpable; aunque no lo dijeran, gran parte de la familia prefirió poner en duda lo que había pasado. Lo sé porque él siguió asistiendo a todos los cumpleaños, mientras mis papás decidían aislarme como a un animal con rabia. En una ocasión coincidimos en la casa de otro tío y a mí me enviaron al cuarto de una prima, recalcando así mi condición de prisionera. De tal modo me sentí por años antes de iniciar mi vida universitaria en paisajes más amables y lejos de casa. Aunque, sin saberlo del todo, al salir de allí seguí cargando un doloroso equipaje.

Al inicio de la carrera, estar a solas con algún amigo me causaba ansiedad. Ellos no lo comprendían, pero podían oler mi miedo. Recuerdo un episodio en el segundo semestre en el que tras un trabajo en grupo uno de mis compañeros se quedó poco tiempo en mi apartamento después de que mis amigas se marcharan. Aún teníamos que terminar algunas cosas para una exposición, pero saberme sola con su presencia me hacía sentir vulnerable. Esos pocos minutos con él me causaban vértigo y abrí la ventana a la calle con la intención de gritar en caso de que intentara hacerme algo. Cuando se fue no pude dejar de llorar, me dio remordimiento desconfiar de esa manera.

Los vínculos con mi pareja también fueron un trabajo aparte. Inicié una relación con alguien que me hizo entender que no todas las personas eran iguales, que el asunto no era una cuestión de género sino de abuso y en mi caso esa palabra tenía el nombre de un familiar. De algún modo el vínculo con él ayudó a sanar un poco la herida, pero el repudio que sentía hacia mi cuerpo fue algo que causó mella y terminó quebrándolo todo. Pese a que para ese momento ya estaba más madura, cualquier contacto físico me provocaba ansiedad y una sensación de insuficiencia que me atacó por años.

El día que pisé el Aula Magna con honores en la carrera, creí haberle cortado las cabezas a mi propio Can Cerbero. Para ese momento, al tío lo habían sacado del país. Estaba decrépito y, como sucedió con mi abuela, sus hijos se peloteaban su cuidado. Por el contrario, yo joven y con título en mano había alcanzado algo que en muchas ocasiones él me hizo pensar que sería imposible. En diciembre de 2018, me ahogaba con el néctar de mi propia victoria. Todos sus insultos y comentarios malsanos podía tragárselos porque ante la vida las posturas de poder habían cambiado, o eso asumí en aquel momento sin imaginarme la tormenta que vendría después.

Esa semana de octubre de 2019, antes de la segunda consulta, seguí a regla mi tratamiento mientras mamá lloraba a escondidas. Yo sé que ellos también se sentían culpables y nunca encontraron las fuerzas para escuchar todo lo que sucedió esos años desde que estuve en primaria. Después de esa noche de Halloween en que les confesé mi calvario, no hubo psicólogos ni exámenes, solo la intención de borrar algo que para mí era imborrable. Por eso tuve que aprender a liberarme de la culpa con el programa de la Doctora Nancy. Fue de ella de quien oí por primera vez que, pese a que no hubo coito, el tocarme y frotarse contra mi cuerpo eran también formas de abuso, y que la infernal rutina de acoso que instauró en mi propia casa también debía castigarse.

Aquel 31 de octubre de 2019, volví al consultorio. Tenía apenas unos meses de haber regresado a vivir con mi familia, y el miedo, la angustia y la rabia me postraban en un sillón con las piernas extendidas como contaba mi abuela que hacían con las tortugas, antes de matarlas para preparar el pastel con su carne.

En esa ocasión no hubo resistencia al espéculo, pues esperaba con sangre fría el peor de los diagnósticos. Mi nerviosismo lo delataba el crucifijo entre mis manos al que me aferraba con la esperanza de que ocurriera algo. Ese día no hubo biopsia. El yodo había pintado todo el cuello de mi útero y aquel color café era para mí un panorama luminoso. Sin lesión aparente, la ginecóloga se negó a cortar el tejido, y concluyó que las partes blancas marcadas en la consulta anterior se debían a una fuerte infección.

Al salir de allí respiré eufórica como lo haría un maratonista al final de una carrera, aunque en mi caso no había llegado a ninguna meta. Ese día se cumplían 10 años desde aquella noche de Halloween en que un disparo a mi silencio impidió otra tragedia, pero pese a haberlo hablado yo seguía cargando el demonio del estigma y la revictimización.

Por ignorancia se me había negado el derecho a denunciar; sin embargo, en ese instante vi con claridad que buscar apoyo psicológico solo estaba en mis manos. Una de cada cinco mujeres y uno de cada trece hombres en el mundo declaran haber sufrido algún tipo de abuso sexual durante su infancia; yo soy una de ellas.

*Esta historia fue producida en el taller Hacer literatura con hechos reales, dictado por Lizandro Samuel.

 

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3 Comentarios

  1. Oscar Dávila

    Con esta historia enfatizo mi oración al altísimo para que proteja a todos los niños y niñas en nuestro planeta, y que los efectos residuales en la adultez de quiénes sufrieron vejaciones y abusos, se conviertan en fuerza, bendiciones y amor propio infinito para evolucionar, y con ello recibir en esta y otras vidas cascadas de felicidad y bienestar, por ellos mismos y por quienes tengan que proteger y amar.

    Bravo por no callar a la larga. La literatura de hechos reales es una gran aliada para sembrar conciencia por este tema.

    Responder
  2. Patricia

    Muy buena la historia, me tuvo en vilo.
    Halloween con otro tipo de monstruo más común.
    Me gustaría tomar él taller

    Responder
  3. Círculo Amarillo

    ¡Hola, Patricia! Déjanos tu correo y te contactaremos cuando abramos una nueva edición.

    Responder

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