Ficción

El viaje de tres hermanos

por | Ene 18, 2024

Por Oscar Dávila Aponte

*La imagen de El viaje de tres hermanos fue generada por DALL-E3

 

Mi hermano Andrés falleció el 29 de noviembre de 2019, aproximadamente a las 5:45 de la tarde, sin ningún cuervo chupa hueso frente a la casa que nos lo anunciara. Era uno de esos viernes normales que de nuevo auguraba una letanía de trasnochos sonoros. Supongo que él nunca se imaginó al despertar esa mañana que era el último día en que ocuparía el vehículo que era su cuerpo sano de 37 años, que era la última jornada en que operaría ese potente software bioquímico que era su mente rápida; y que en aquel atardecer sería la maldad personificada en un arma quien le abriría las puertas al primer cielo que atraviesa nuestra conciencia al morir.

No creo que haya sospechado que sería asesinado a plena luz del día, frente a nuestra casa, a la vista de todos los espíritus encarnados que caminaban a esa hora por la cuadra; y que su transición al mundo de los muertos, al menos hacia la primera fase, sería tan inmediata y terrorífica. Pero quién sabe si, por otro lado, ya estaría esperando angustiado su propio fin; si tal vez lo pensaría anticipadamente con actitud diezmada, con una carga anímica de exterminio previo, y aceptándolo resignado en los días sombríos de esa misma semana.

Ya a las 9:00 de la noche, sin el cuerpo caído en el piso, y sin que la vida de todos volviese a ser normal, había un gentío ocupando cada espacio de la casa, entre familiares, detectives e incluso anfitriones incorpóreos del propio purgatorio. Los relatos de algunos vecinos, provistos de amabilidad imprudente, me quemaban la razón como pólvora ardiente: “Eso fue como a las siete de la noche”, “Yo escuché los tiros y me metí pa´dentro”, “Esos no eran policías, la camioneta no tenía rótulos”…

Otros dijeron que efectivamente sí fueron dos policías, que es lo mismo que decir dos sicarios disfrazados de autoridad. Aunque este tipo de matones tienen fama mundial, aquí los hay dentro de todo un espectro de putrefacción humana muy a la venezolana. Van por la ciudad con sus encargos luctuosos remitidos por demonios locales, que les piden eliminar partes de la creación de Dios a punta de disparos.  Luego toman una foto de la víctima caída para cobrar con ello una línea de sombra adicional a su aura maldita de decadencia seudohumana. Son, por lo general, escoltas de almas hediondas que usan avatares con forma de políticos, pranes o narcotraficantes; y así viven, de calle en calle, como reyes sin castillo y sin corona.

Sentía una gran rabia de solo pensar en eso, y un gran dolor por la repentina ausencia física de Andrés, y es porque él tenía una presencia profunda que llenaba por completo cada espacio donde llegaba, no solo por su prominencia física, sino por su talante de sabiduría urbana que se expresaba en cualquier forma de plática.

No había manera de que él no pudiese opinar sobre algún tema, haciéndolo siempre desde una grada de humildad y respeto por los demás. Tenía un bagaje de experiencia académica que le daban soporte casi científico a sus posiciones. Su caudal de erudición local venía de una infancia y una adolescencia con matices de sobrevivencia, que le hicieron un simplón y práctico cocinero, organizador de espacios para jóvenes solitarios, y un magneto para la socialización. Sin que lo supiera del todo, esas fueron las formas con las que llenaba los espacios vacíos que dejó la ausencia de nuestra madre desde que él tenía cinco años. Así atrajo ángeles y anticristos a su vida, que le brindaron siempre admiración y respeto.

Aun cuando no pudo disfrutar por mucho tiempo de las tan necesarias experiencias de protección y apego de ser hijo de una madre, incluso foguearse en ese sentimiento de ser un seudoprisionero de tu propia progenitora en casa, que con seguridad nosotros, sus hermanos mayores, sí pudimos vivir de mil formas esa experiencia, pudiera casi asegurar que Andrés no cargó la pesada y desesperante ilusión humana de sentirse solo.

Fue criado como un príncipe heredero de un reino que solo fue habitado por nuestra familia. De hecho, tuvo una espectacular bienvenida al mundo, habiendo elegido nacer una mañana soleada en los preludios de un mayo agitado, en una casa rebosada por una comitiva que lo esperaba desde que fue anunciada su existencia en la barriga de mamá. Entre el copioso cortejo estaban cinco primos-hermanos llegando juntos de la escuela, que salieron corriendo emocionados hasta su habitación para rodearlo en la cuna y tratar de hacerlo sonreír con mil muecas. Andrés nos veía con un porte de niño serio; era un bebé que solo estaba en modo reconocimiento de las almas infantiles con las que viviría los próximos años en su casa: Osman Alfonso, Leticia, Yenny Losana, Kayra y yo. Ese día como siempre olíamos a mono, pero ese tufo escolar tan peculiar de las cinco de la tarde no pudo eclipsar el aroma de bebé querido y esperado que desprendía la habitación.

Andrés fue el predilecto de un hogar ruidoso, el que siempre estuvo acompañado por mamá y papá, por hermanos, primos, tíos, abuelos, e incluso vecinos. Sus albores infantiles fueron una fiesta de travesuras que lo llevarían a desarrollar sus habilidades de artista. Toma a un niño y pon alrededor de él cientos de tardes seguidas, a un grupo de personas que lo animen a bailar y a hacer payasadas, y con seguridad formarás a un ser humano tan seguro de sí mismo que cultivará sus dones no sólo artísticos, sino intelectuales y emocionales. En eso se convirtió mi hermano: en un hombre con tantas pericias y con tanta empatía que simplemente se volvía inolvidable. Aun así, en la plenitud de esa infancia ataviada de amor empalagoso con que su familia primaria lo rodeó, Andrés tuvo la primera experiencia de abandono.

Aquel 29 de junio de 1987, cuando Sandra hizo su tránsito al mundo de las almas desencarnadas, justamente cuando yo me encontraba distraído por el perfume de una tal Lily, cuando Kayra comenzaba a peregrinar por la áspera rebeldía adolescente, y cuando Andrés se encontraba flotando en los brazos de esa melosidad familiar, el abandono tomó forma notariada en nuestras vidas. Era un sello punitivo de un juez invisible, incomprensible y duro en sus sentencias. Dios vino, se llevó a Sandra, nuestra madre, el espíritu central de aquella casa acaramelada, y nos dejó un velorio, unas flores nauseabundas a apocalipsis doméstico y una ausencia que al principio fue teoría pero que con el tiempo se volvió práctica. Así aprendimos a cocinar desde chamos, lidiando con las compras de comida y forzando la limpieza puntual, haciendo con ello que el entorno de familia aniquilada no se terminara de derrumbar.

Los tíos y primos se fueron a La Guaira y Mérida, y allí nos quedamos los dos hermanos mayores con una abuela paterna epiléptica, un papá ausente e hipertenso, y un niño de cinco años que no entendió del todo el evento paroxístico de ese año en nuestra familia. Los cuervos que se pararon frente a la casa lo anunciaron por meses, pero no lo vimos venir.

De esa forma empezaba la semilla del abandono a ser sembrada en el fondo de nuestras inocentes e ignoradas conciencias. Al principio, tal abandono fue incipiente y fue fácil neutralizarlo. Yo, por ejemplo, me colaba en fiestas ruidosas, salía con una noviecita y llenaba mi mente con imágenes fantásticas del cine no censurado. Cuando el horror de la inercia y el vacío me perseguían, buscaba la muchedumbre en la calle o en las iglesias. En cambio Kayra, que se la tiraba ya de adulta solitaria, se empezó a revelar contra Dios y su justicia divina; y Andrés, con solo cinco vueltas al sol, no sabía en qué parte de su existencia colocaría aquella sensación de no tener a mamá en la casa y en su vida.

Pero el desamparo seguía allí, creciendo sin prisa en el corazón de tres niños.

Era acostarse sin el beso de buenas noches, habiendo probado un tetero que sabía distinto, en medio de una cena que por mucho color que tuviera se hacía lenta en la boca. Fuimos sonámbulos prematuros ante la incertidumbre de no saber a quién llamar en caso de que un búho endemoniado ululara en la madrugada. En las mañanas despertábamos sin el canto femenino que abría las ventanas, que preparaba el café y el rico olor de los huevos al sartén, con un jugo de guayaba y la sonrisa que te animaba a tocarse los brazos y la espalda, y a hablar como pericos de los sueños con los que soñaste, si eran pesadillas o eran formas nuevas del cielo de papá Dios.

Cada día en cambio empezaba con preguntas sin terminar, en medio de ese calvario de orfandad recién nacida, que era apenas un grifo empezando a gotear apatía.

Como la calle y las iglesias ya no me funcionaban, me puse a estudiar todo lo estudiable, desde programación de computadoras hasta la ciencia metafísica. Kayra, alejada de cualquier forma de santo, socializó con medio mundo, con seudo novios a los que nunca correspondía, y bailando salsa ochentosa en cualquier fiesta del liceo. Para ella, además, la costura profesional fue el ticket al olvido de cualquier dolencia. Y Andrés, desde el primer quinquenio, comenzaba a dar rienda suelta a lo que podía ser la imagen de un artista del stand up comedy. Ya a los ocho años, salían de su boca los primeros chistes cortos y las frases que torcían la realidad con agilidad mental. Más tarde, comenzarían las primeras canciones que cantaría con la voz de un ángel de alas tan grandes que arroparía las tristezas que la gente iba derramando por ahí.

La ausencia era una inquilina que se sentaba en la mesa a comer con nosotros. Veía Sábado Sensacional cada sábado en la misma poltrona decimonónica que nos turnábamos frente al TV de colores, y paseaba invisible arrancando lágrimas y suspiros de vez cuando. Hasta que un día se levantó alebrestada y buscó una aliada en otra muerte. Se antojó de invitarla aquel 27 de noviembre de 1992.

La muerte vino y se llevó a nuestra abuela Celia. Lo vimos como un recordatorio de que hagas lo hagas, el dolor no podrá seguir apresado y escondido en tu pecho por mucho tiempo. En esos días volvimos a llorar, y tuvimos que empezar a girar de nuevo la rueda de esa pesada vida que insistía en ralentizarnos.

Con dos muertes en el núcleo de nuestra familia nos hicimos artistas en eso de la evasión emocional; pero mi hermano Andrés literalmente se tomó la palabra “arte” para sí, como si fuera un legado familiar que sus ancestros le ordenaron sembrar y cosechar. Y aunque entre mis parches, unos de los que mejor me funcionaron fueron las guitarras, las fiestas después de misa y las novias a media vida; y a mi hermana le había funcionado la flauta dulce, el saxofón, la confección de ropa y los piropos del medio millón de gafos; quien de verdad sí se planteó la vida artística como un gran remiendo fue nuestro hermano Andrés, quien no solo fue cantante profesional y animador de eventos, sino un compositor, un contador con tres postgrados, un imitador de voces y un artista de los juegos de palabras con doble sentido. Andrés sacaba de la monotonía a las mentes más rápidas.

Así, cada uno a su estilo, con sus dotes y formas que destilaban su propia personalidad, los hermanos se la pusieron difícil a la soledad y al desamparo.

Aunque casi siempre se respiraba silencio, después de haber tenido la casa más estridente de la cuadra, también teníamos visitas incorpóreas que interrumpían el silencio de nuestras propias respiraciones. Así, el mecedor del patio se mecía por sí mismo con frecuencia, ese mismo que usó mamá para dejarse ir con la mirada fija en el cielo aquellos días previos de su muerte.  Otra visita común era escuchar las babuchas de plástico de la abuela Celia arrastrándose por el pasillo en dirección al baño. Casi siempre cuando le pedía la bendición en silencio desde mi cama, el ruido de las chancleticas deslizándose se diluía en la noche. También se escuchaba el silbido de alguna de sus canciones favoritas: …el zapatero e’la negra, con su zapato de goma, pobrecito el presidente lo dejaron sin paloma…, el cual hacía mientras estrujaba la ropa, con el chorro de agua abierto y chasqueando las telas cuando las lanzaba contra la batea.

La depresión me alcanzó antes de los 40 años, y el corazón roto brotó un día del pecho de Kayra. Sin embargo, Andrés empleó tan bien sus habilidades que no vimos en su adultez alguna huella de abandono visible y acechante. Quizá lo enfrentó valientemente en tantas noches de soledad, viéndose tendido en una cama desordenada y parca de niño obligado a crecer, después de haber preparado su propia cena, y haber elegido su propio designio sin haberle preguntado a nadie.

Andrés llegó a ser el cantante de la gran ciudad. Valencia era su centro de operaciones. Empezó a ser archiconocido en la movida nocturna de esta metrópolis industrial que, por los tiempos de democracia mortuoria que había emprendido el país, de industrial ya no le queda mucho. Fue a entrevistas de radio, grabó canciones en televisoras locales, y pisó las tarimas grandes. Animó encuentros en locales nocturnos conocidos, y resucitó de entre los muertos a fiestas elitistas de aburrido porte valenciano.

Y aunque de la noche no se fiaba porque es el coliseo que le gusta a los malandros del diablo, Andrés tomó la oscuridad valenciana como aquella amiga a la que no le tienes confianza. Fue, vino, volvió a ir y venir por sus calles mil veces, y nunca pasó nada.

No sé si fue para él una semana de angustia al mismo tiempo que de resignación. No supimos si denunció las amenazas que recibió. O si llegó a comprender cómo había llegado a esa posición. Tenía un mundo personal tan complejo que no quiso involucrar a la familia. No nos pidió ayuda o consejo como lo hizo durante toda su vida. Allí dejó ver su actitud estoica y la aceptación de ese destino impuesto; o quizá subestimó la maldad, porque simplemente él no la conocía; no la vio venir porque no la reconoció. Quizá pensó: “La noche valenciana y sus vainas; ya pasará”.

Con un intercambio escueto de palabras, los sicarios llegaron a nuestra casa a hacer su labor, para ganar más oscuridad en sus almas, y con ello hundirse más en el fango de un infierno del que ya eran parte. Tocaron el timbre, papá abrió la puerta: guardó respeto y distancia por la autoridad que da un uniforme de policía. Luego, llamó a mi hermano. Cuando Andrés salió a la calle le pidieron abrir el carro que estaba estacionado al frente; y al abrir la puerta del Twingo 2007, a quemarropa y a traición por la espalda, le dispararon dos veces en la cabeza.

Mi papá vio todo en primera fila. El tercer disparo quizá era para él –para no dejar testigos–, pero pegó en una de las columnas exteriores de la casa. Como pudo lanzó la puerta y se tiró al piso, y seguramente desde ese día se le activaron sus propios monstruos dormidos del abandono.

En ese momento nuestro padre vio como caía al asfalto no solo un cuerpo hermoso y sano, sino un legado de arte y música. Una caja de bondad, empatía y compasión. Caía la voz de un artista que se proyectó al mundo. Caía un padre de una niña de dos años, un esposo, un hijo, y un hermano de mi propia sangre. Ese día ya no fuimos más los tres en este plano, ya no fuimos los que celebramos día a día la vida, la superación personal y el triunfo a medias frente al abandono no resuelto que llevan nuestras consciencias. Ya no fuimos los tres artistas grabando una canción, los que exhibíamos ruidos y errores, y cosechábamos armonía de cada experiencia bien vivida.

Ese día en la calle cayó nuestro ángel musical, el sabio urbano, el temple valiente y bienhumorado siempre de nuestra familia. Cayó un pedazo de mi corazón que me lo arrancó de un tajo un querubín llorón usando su daga de muerte. Sé que el ángel lo hizo a regañadientes, y le dio mi corazón roto al espíritu de Andrés que comenzaba a verse a sí mismo tirado en el piso ensangrentado, sin saber cómo podía sostener en sus manos translúcidas ese dolor latiendo a prisa de mis vísceras, goteando un sufrimiento tembloroso y recién estrenado. Era el dolor de un hermano, era la gloria masacrada de haberlo visto ser el Pegaso de mi ciudad, de la música valenciana; el Vitruvio de mi sobrina de dos años que ahora lo ve en las iglesias detrás de los altares, exhortándolo a que se convierta en un papá eterno, en un santo guardián de su vida y de su obra.

Hoy nos preguntamos el para qué de su partida. ¿Acaso nos quiso liberar de cargas heredadas? ¿O es una forma de develar algún rosario ancestral de pecados familiares? Así supe que comenzaríamos un viaje juntos: él, como intangible protector que entraría por las infinitas puertas del cielo que se abrieron ante sus ojos, dejando todos sus problemas terrenales detrás para empezar a evolucionar hacia la luz; mientras nosotros empezaríamos un viaje al interior de nuestros corazones rotos, hacia nuestros propios sustos, y por supuesto hacia nuestros dones y nuestras propias misiones de vida. La primera de ellas, enfrentar el miedo al vacío, darle la cara al orco del abandono; no más evasiones, no más trucos de circo, era hora de acabar la función.

Era el momento de abrazar el dolor, dejarlo vivir en nuestro interior, y liberarlo ya de su origen ancestral. Ese fue el regalo que nos dejó Andrés con su ascensión a la estrella más brillante del universo; el viaje que los tres hermanos emprendimos, justo ese mismo 29 de noviembre de 2019 a las 5:45 de la tarde.

 

*Esta historia fue producida en el taller Una historia que derrumbe prejuicios, dictado por Lizandro Samuel.

 

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