Ficción
Rolando Díaz: es que tú dices muchas groserías en esa vaina
Por Lizandro Samuel
*La imagen de Rolando Díaz: es que tú dices muchas groserías en esa vaina corresponde al primer especial de comedia de Rolando Díaz
No es que le hicieran bullying; de hecho, durante algún breve periodo, más bien era él quien se burlaba de quienes por equis o por ye lucían menos aventajados. El asunto era que a Rolando lo habían adelantado dos años desde preescolar, por eso le costaba hacer amigos entre gente que estaba en una edad de desarrollo distinta. Para colmo, se aburría durante las clases: nunca necesitó estudiar para mantenerse entre los tres mejores promedios del salón.
Ir a la escuela era una experiencia que sentía casi carcelaria en la que la libertad aparecía en los ratos que estaba en casa, con su familia. Le gustaba pasar tiempo con su mamá, su papá y su hermano menor. Sus mejores amigos eran sus primos. Pasaba horas caminando sobre universos de ficción que excitaban sus neuronas más que cualquier materia.
A los ocho años lo iban a operar de las amígdalas en una clínica que quedaba por Montalbán, en Caracas. En un quiosco cercano, le compraron la revista MAD. Estaba en inglés, claro. Aunque su segunda lengua no se encontraba tan desarrollada, ese sería el momento en el que comenzaría a perfeccionarla, al tiempo que descubría el placer de reír a través del arte. Más adelante, leyó Dune. Quedó tan fascinado que se adentró con disciplina en la literatura de ciencia ficción. Y pocas cosas disfrutaba tanto como los videojuegos; Zelda o Final Fantasy, por ejemplo.
Él leyendo o frente a una pantalla, sus papás hablándole de cualquier cosa. Ese cuadro era un éxito al que, de haber podido elegir, solo le hubiese agregado un par de abuelos. Los de parte materna apenas los conoció y los del lado paterno ya habían fallecido.
Rolando Díaz nació en 1989. Según el comediante Andrés López, autor de La pelota de letras, corresponde a la generación Y, la cual lleva por lema: “Tenemos un mundo aparte, nadie sabe qué es’”. Se trata de una generación signada por la búsqueda de la fama y del éxito sonoro: la generación que creció con la cultura pop de los 90, el boom mediático del fútbol y la llegada del Internet. Jóvenes con aspiraciones de dejar huella en el mundo, de cambiarlo o de que hablen de ellos. Una generación en la que, a diferencia de las anteriores, el trabajo no solo era algo que se ejercía, sino que debía entusiasmar.
Pero Rolando se identificaba con el protagonista de Malcolm in the Middle, un joven superdotado que al estar tan seguro de que en todo lo que emprendiese iba a tener éxito no lograba que nada le apasionara.
Como su papá era ingeniero –como contratista independiente trabajó, entre otros, en la Controlaría, en Chevrolet, Capri, hizo todo el sistema de aire acondicionado del Centro Simón Bolívar, construyó todo el matadero centro-occidental–, esa fue la carrera por la que se decantó al graduarse de bachillerato a los 15 años. Quizá con la esperanza de que, siguiendo el camino paterno, pudiera lograr una familia en la que estuviese tan a gusto como en la suya.
Presentó la prueba para ingresar en Ingeniería en la UCV. Según sus allegados, fue la nota más alta. También aprobó la de la USB. Se inscribió en esta última y siguió aprobando exámenes mientras pensaba en literatura, videojuegos y sitcoms. Hasta que raspó Física II. No por flojera, sino porque de verdad no entendía. Quedó hipnotizado.
—Yo te paso la materia si te cambias a estudiar Física –le dijo el profesor.
El desafío que aceptó tampoco resultó tan engorroso. Por primera vez, tuvo que sentarse a estudiar, aunque no con las rutinas espartanas que aplicaban sus compañeros, que hasta se reunían para darse apoyo. En el cuarto año, apareció una oportunidad para ir a la Universidad de Stuttgart. Necesitaba completar una serie de pasos burocráticos que lo abrumaron. En su familia se había creado la leyenda de que no había desafío intelectual a su altura (hablaba español, inglés, dominaba el alemán y sabía decir un par de cosas en francés), así que le resultaba ridículo que unos cuantos trámites lo hicieran sentirse como una luciérnaga encerrada en un frasco. No pidió ayuda.
También se preguntaba si en verdad eso era lo que quería. Sabía que no había campo en Venezuela para los físicos, que el camino lógico sería emigrar y probablemente hacer carrera académica. ¿Eso lo entusiasmaba? Los deadlines se fueron acercando y decidieron por él.
Dejó de entrar a clases. Llegaba a la universidad a las ocho de la mañana y se sentaba a jugar en la computadora hasta las seis de la tarde. También aumentó su afición a los juegos de rol, estilo Calabozos y Dragones; cuando le tocaba diseñar las misiones, involuntariamente construía historias que producían carcajadas. Sus papás no se enteraron de que había congelado las materias.
Y, para mentirles con mayor eficacia, empezó a hablar menos con ambos.
Tras meses en su rutina de ir a la universidad para jugar y no estudiar, en la que pasaba mucho tiempo manejando entre San Antonio de Los Altos (donde vivía) y Caracas (donde está la USB), oyendo cuanto programa de humor hubiese en la radio, conoció a quien fue su primera novia. Nunca antes había reunido el valor siquiera para invitar a salir a una chica. Impulsado por la motivación recién descubierta en los nuevos placeres, se animó a sacar un par de materias más, a pasar menos tiempo en los videojuegos. Sin embargo, en octubre de 2011 terminaron.
Uno de los programas de radio que más escuchaba era Los buenos muchachos, que se emitía de noche y que conducían Rodrigo Lasarte, Manuel Silva y Henry Cuicas. En pleno boom de Twitter, hacía comentarios graciosos durante las transmisiones. Un día le escribió Rodrigo Lasarte. Le contó que en el estudio se reían con sus tuits y le preguntó si quería trabajar con ellos. Esa fue la cuerda de la que se agarró Rolando para no estrellarse de nuevo. Compartió la noticia con sus papás. Lo que no les contó, una vez más, es que había perdido interés en la universidad. Puso una lija entre ellos y él: la aspereza se sentía en miradas, respuestas apáticas, lo poco que les contaba.
Trabajó como guionista durante dos años en Hot 94.1 FM antes de cobrar por primera vez. Por ese tiempo, Manuel Silva –que no tenía carro– se estaba convirtiendo en uno de los rostros de moda en Venezuela, gracias a Chataing TV. Como ambos vivían en San Antonio, Rolando empezó a darle la cola. Salían alrededor de la una de la tarde hacia Televen. Una vez allí, el equipo de Chataing tenía las discusiones de guion, luego grababa. La chamba terminaba a las seis de la tarde, hora en la que Rolando y Manuel salían hacia Hot para emitir el programa de radio entre las ocho y diez de la noche.
Rolando pasaba cinco horas viendo cómo se hacía televisión y luego iba a la radio. Durante más o menos seis meses esa fue su rutina, hasta que Manuel se cambió de emisora a La Mega. En ese tiempo, los tres locutores le pagaron –sin consultarlo con él– un taller de stand up comedy con Bobby Comedia. Fue la única manera de convencerlo de que asistiera.
Bobby lo consideró uno de los más talentosos de la clase. Empezó a presentarse en diversos escenarios. La gente se reía, él la pasaba bien. Hizo amigos. Unas chamas de la universidad Monte Ávila, como proyecto de grado, organizaron lo que llamaron el Campeonato Nacional de Stand Up Comedy o algo por el estilo: una especie de competencia en la que la gente iba votando por los comediantes que más le gustaban. La final fue en Teatrex. Ricardo Del Bufalo se alzó con el primer lugar ante Rolando. Kebeto, una suerte de influencer, quedó entre los finalistas.
El cuadro de la niñez se había invertido: el niño desapasionado que solo estaba contento en familia ahora era un adulto joven que había descubierto un talento que le hacía sentir cosquillas, solo que al mismo tiempo compartía menos con su mamá, su papá y su hermano. Era como si hubiese ocurrido una gran pelea silenciosa de la que nadie había tenido constancia.
En casa además surgían discusiones debido a que su mamá se molestaba porque su papá bebía mucho alcohol. Según ella, se convertía en un borracho insoportable: que hablaba duro y tomaba decisiones intempestivas, como prohibirles a miembros de la familia extendida la entrada a la casa. Rolando tendía un puente sobre el abismo para apoyarlo a él, pues consideraba que había trabajado durante toda su vida en un país en el que poco a poco la vida comenzaba a encarecerse: las comodidades por las que tanto se había esforzado perdían consistencia. Ergo, se merecía el placer del alcohol. Adolfo, el hermano de Rolando, apoyaba a mamá. Surgían los conflictos que cualquiera se puede imaginar en un contexto en el que, por ejemplo, si a Rolando le daban por intercambio una botella de ron él se la regalaba a su padre.
Se unió junto a Kabeto y Ricardo Del Bufalo para darle forma a Viral, un show con el que agotaron 120 funciones dentro y fuera de Venezuela. Para ese entonces ya había dejado la radio y trabajaba en Plop, la productora que –entre otras cosas– hace Chigüire Bipolar y por la que han pasado casi todos los hoy día comediantes más famosos de Venezuela.
La gente empezaba a reconocerlo. En ese ambiente conoció a Gabriela Rodríguez, con quien a la larga se casaría. Pero las luces apenas ocultaban el moho. Sus papás no entendían su oficio, tampoco qué buscaba allí ni por qué invertía tanto tiempo. Solo una vez lo vieron sobre el escenario, en una función de Viral, y no reaccionaron de modo significativo. Además, llegó un punto en el que la mentira que había durado años fue obvia: a esas alturas, ya debería haberse graduado.
La discusión fue tensa, se dijeron cosas en diferentes direcciones. Rolando afrontó los conflictos con la gallardía con la que encaraba todo lo que superara su inteligencia: se subía al carro y se iba. Ignoraba a su papá, era poco receptivo con su mamá, mantenía distancia con su hermano. Vivía dentro de un cubo de hielo. Hasta que se casó con Gaby y se mudaron al anexo de la casa de San Antonio.
Gabriela Rodríguez es de Barquisimeto, productora. Un día quería hacer un show en su ciudad, con Kebeto y Luis Álamo. La productora de ambos le dijo que okey; además, la invitó a ver un show en la UCV en el que iba a participar Rolando Díaz: le insistió en que se fijara en el trabajo de él. A Gabriela le gustó lo que vio, solo que estaba clara de lo que necesitaba para el evento que estaba montando: la popularidad de Kebeto y Luis. Sin embargo, a través de este último pronto empezó a chatear con su futuro esposo.
La primera vez que se vieron con intenciones románticas fue en una presentación de El Profesor Briceño. Tras la función, en el camerino, una de las hijas de Briceño los chalequeaba diciendo que “eran novios”. Al salir de ahí, en el carro, Rolando recordó que ese día era la celebración del cumpleaños de Manuel Silva. Se disculpó con Gaby, dijo que la llevaría a su casa (la de la abuela de ella, en donde se quedaba cuando iba a Caracas). Ella se limitó a asentir: pensó que esa sería la última “cita” que tendrían.
Mucho tiempo después, ya siendo novios, hablaron sobre ese día. ¿Por qué no la había invitado a la fiesta?
—Coño, verdad. No se me ocurrió –respondió Rolando.
De algún modo se hicieron pareja. Él viajaba a Barquisimeto cada tanto y ella a Caracas. Gaby hizo que Rolando se acercara más a la religión, le empezó a regalar ropa, lo animó a experimentar en su trabajo. Se sorprendía de la agilidad mental de él, al verlo hacer operaciones matemáticas que casi nadie se plantearía resolver sin calculadora. Le parecía una de las personas más inteligentes que había conocido. En eso coincidía con el papá de él, Manolo: Rolando estaba para grandes cosas y no terminaba de explotar todo su potencial.
Rolando y Gabriela se casaron en 2016. Se instalaron en el anexo de la casa de San Antonio. Gaby, cada vez que podía, subía adonde sus suegros a tomar café o a conversar. Una noche le preguntó a Rolando por qué tenía una relación tan distante con sus padres, en espacial con su papá. Él le respondió que porque él sabía que era una decepción para ellos, que había sido un niño-adolescente destacado en los estudios, luego un universitario con promesas de reconocimiento internacional y se había extraviado en el camino. Es que de paso, insistió, al final había abandonado buena parte de los sueños que ellos tenían para él para dedicarse a hacer comedia. Sabía, continuó, que su papá se avergonzaba de que él fuera su hijo.
—Yo creo que eso que tú me estás diciendo no es tan así.
Gaby terminó de pronunciar las palabras y lo miró a los ojos. Eran como las 11 de la noche, el frío de San Antonio de Los Altos susurraba nervios fuera de las paredes del anexo.
—¿Por qué no subes y conversas con él? Creo que tú necesitas hablar eso.
Rolando, en pijama, subió a la casa. Iba dispuesto a aspirar el polvo que durante años había guardado bajo la almohada. Le pidió perdón a su padre por decepcionarlo. Él sabía, explicó, que sus fracasos eran el motivo de que la temperatura entre ellos fuese más baja que la del pueblo.
—Yo no estoy decepcionado de ti.
Rolando siguió escuchando.
—Yo lo que no entiendo es por qué me tratas así. Yo te digo algo y me quitas la cara, no sé por qué tanta frialdad.
A Gaby, en el anexo, el tiempo se le hizo largo. ¿Una, dos, tres horas? Su esposo abrió la puerta. Tenía los ojos de quien acaba de nadar en el dolor. Rolando le dijo que sí, era verdad, su papá se había preocupado y había muchas cosas que no entendía, pero que no estaba “decepcionado”. Le hizo saber, contó, que lo iba a apoyar en las decisiones que tomara.
Meses antes, había llegado el momento en el que, tras tantos años con la carrera congelada (en los que el único motivo por el que no le dieron de baja era por lo alto de su promedio), debía decidir si dejaba perder la licenciatura o se proponía terminar lo que había empezado. Gaby lo aupó a lo segundo.
Antes de casarse terminó la carga académica. Después de la boda, defendió la tesis. Había empezado Física con 16 años y se graduó con 27.
La relación con sus padres mejoró, aunque con su hermano seguía habiendo cierta distancia y discusiones varias. Era evidente que ni a papá ni a mamá les gustaba mucho su vida de comediante.
—Coño, pero es que tú dices muchas groserías en esa vaina –le decía su papá y su mamá lo secundaba.
No obstante, le transmitieron emoción cuando lo seleccionaron para participar en un laboratorio creativo en que lo llevaron primero a Bogotá y luego a México DF. Ese fue el momento en el que terminaron de entender que lo hacía su hijo sí era un trabajo.
Gaby y Rolando se mudaron a su propio apartamento en Baruta. Él quería tener un hijo que, a diferencia de su caso, pudiera disfrutar mimos como nieto. Por la edad de Manolo, sabía que debía apurarse. Además, al fin estaba volviendo a sentirse a gusto con sus vínculos familiares. ¿Por qué no doblar la apuesta? Con poco más de un año de casados, el matrimonio quedó embarazado. El 31 de julio de 2018 nació Lucas. Habían logrado su familia de ensueño.
Epílogo
La llegada de un bebé suele ser un deporte extremo. Sin embargo, nacer en esa Venezuela era casi un desafío histórico. Desde lo imposible que les resultó hacer el parto en Caracas, hasta enfrentar una suerte de estafa médica y mala praxis en Barquisimeto, pasando por la escasez de pañales y de… de casi todo. Tuvieron que poner en adopción a la perra que tenían de mascota, debido a que no podían mantenerla.
Rolando empezó a trabajar como programador a distancia en una empresa canadiense: necesitaba dinero. Al mismo tiempo, por alguna extraña coincidencia, los carros se dañaron uno tras otro: llegaron a tener hasta cinco que no podían rodar.
Cuando Lucas cumplió el primer año quisieron celebrar no solo la vida de su hijo, sino que habían sorteado varios obstáculos. Los papás de Rolando estuvieron en la reunión. Manolo, que a sus 80 años seguía metiéndose debajo de su carro para repararlo, tenía un dolor en el brazo desde hace días. Una semana después, Rolando y Gabriela fueron de visita a San Antonio y lo vieron usando una faja. A la semana siguiente, lo encontraron en silla de ruedas.
Si los padres de Rolando eran de evitar los doctores, Gabriela coqueteaba con ser hipocondriaca. Insistió lo suficiente como para que se decidieran a programar una cita médica. El doctor les dijo que lamentaba mucho decirles lo siguiente: sospechaba que el diagnóstico era cáncer avanzado. Si ese era el caso, casi todas las probabilidades auguraban una pronta muerte.
Rolando y su madre, que habían entrado con Manolo al consultorio, pasaron días en los que cada parpadeo era una pregunta silenciosa. No tenían margen para procesar el presente, debían actuar. Fueron muchos exámenes, mientras Gabriela buscaba opiniones de otros médicos: todos intuían lo mismo. El día de la resonancia, el dolor hacía que Manolo soltara ayes con cada movimiento. Ya acostado, a punto de entrar a la máquina, las lágrimas hablaron por él.
El diagnóstico fue el esperado: cáncer en la médula espinal, que ya había hecho metástasis. No tenía sentido ni siquiera hacer quimioterapia. Al salir del médico, lo único que dijo Manolo es que había que vender una propiedad que tenían en El Hatillo y algo relacionado con sus ahorros. En casa, se acostó y nunca volvió a levantarse.
Lucas solía jugar con su abuelo en la cama. Al principio, Manolo reaccionaba. En cosa de días, apenas abría los ojos mientras el niño gateaba sobre su cuerpo adelgazado y exploraba con dedos minúsculos la cara que se consumía.
Era de noche, en La Íntima, en el Centro Comercial San Ignacio. El Profesor Briceño tenía un show. Rolando leyó un mensaje de su hermano: “Avísame para llamarte”. Le respondió que en un rato, porque estaba a punto de subir a tarima. Hizo su rutina, se bajó y una vez en casa llamó a su hermano. Era más de la medianoche. Tras colgar, estuvo llorando junto a su esposa por horas.
18 de octubre de 2019. Desde el día en el que su papá le dijo que le dolía el brazo hasta que murió habían pasado solo tres meses.
La manera que tuvo su mamá de lidiar con la pérdida fue decir “Vamos a hacer todo lo que hay que hacer ya” y cumplir la voluntad de Manolo, quien había pedido que lo cremaran y además no quería que la gente viera su cuerpo: “Quien no me vio en vida, que no me venga a ver en mi muerte”. En menos de un día resolvieron todo. Pronto devolvieron también la cama de cuidados especiales que les habían prestado. Menos de una semana después del fallecimiento, Rolando visitó la casa en la que había crecido. El vacío, la tranquilidad, el silencio: era como si nada hubiese sucedido.
Después de que pasara el que consideró el peor año de su vida, en 2020 estuvo poco tiempo como director creativo de El Patio hasta que se atravesó la pandemia. De ahí en adelante, desarrolló por su cuenta diversos proyectos de humor.
Lucas, indirectamente, lo ayudó a mejorar su relación con su hermano. Para el niño, este es su tío favorito. Sin embargo, la sensación de que toda la planificación había sido inútil no se despegaba de Rolando. Lucas también crecería sin disfrutar de su abuelo paterno. El cuadro que había pintado desde la niñez no se vería completo: la happy family, con abuelos y perro incluido, tendría que tener otro diseño.
Rolando, Gaby y Lucas estuvieron unos meses en Estados Unidos, regresaron a Venezuela y luego migraron definitivamente. Su mayor orgullo, repite todo el tiempo, es la familia que ha construido. Grabó en el Teatro Los Naranjos, antes de la mudanza definitiva, su primer unipersonal. Habló de la muerte de su papá. Entre el público no estaba su mamá, sí su hermano, quien suele ir a sus presentaciones y difundir sus videos. Gabriela vio cómo, durante el chiste, este último hacía gestos de estar encajando un golpe. Ella misma, en breve, empezó a llorar.
Rolando contó algo que de verdad pasó. Un día le preguntó a su hijo, de dos años, si se acordaba de su abuelo Manolo. El chico asintió. Rolando, entonces, le preguntó dónde estaba. Lucas se señaló el corazón:
—Aquí –dijo.
*A ver, la cosa es así: ¿te gustó/conmovió/interesó la historia de Rolando Díaz? Buenísimo. Entonces, tenemos dos opciones para ti:
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Wow, quedé con las ganas de ver un stand up de Rolando.
Al final, veo cómo en este perfil, triunfó la evolución de la familia…
Buenísimo.
El stand up se encuentra aquí: https://youtu.be/g49EgRUUtIc
Y sí, en efecto, en la historia (y quizá en la vida real) la evolución familiar acabó siendo el eje de todo.
Muchísimas gracias por leer y comentar, querido Oscar.
Un abrazo grande.