Ficción
Sin rogar besos a ninguna falda
Por Oscar Dávila Aponte
*Imagen generada por DALL-E3
Betty está harta de tanto cacho. Santiago, el novio que tiene desde hace un año, le es infiel desde hace unos meses con Sofía, con Romina, y con cualquier torso que tenga falda. Pero Betty –la intelectual, la chica que ha viajado por el mundo, la que lee todo lo leíble, la virtuosa madre de un adolescente– no siente nada de rabia, y tampoco hace los arrebatos típicos de las mujeres que transitan la cuarta década ante la desidia en los acuerdos de exclusividad afectiva; más bien lo que le invade el pecho es dolor, esa opresión que la hace llorar en silencio en su apartamento, que la hace sentirse fea, lúgubre y, por supuesto, mal querida.
Sofía en cambio –la bonita, la de los perfumes caros y ropa de colores estridentes– se ve feliz. Siente que ha encontrado en Santiago a un tremendo tipo, elocuente, académico y muy buen amante; y aunque no sabe que es mujeriego y que ya tiene una novia, desde hace tiempo se ve con él, ensayando formas en las que pueda dar relieve a esa relación en su mundo. Antes no había querido que la asociaran sentimentalmente con otra persona porque se estaba divorciando, pero ahora siente ganas de exteriorizarlo; quiere decir que está enamorada y que puede volver a hacer una vida en pareja, aunque padezca ceguera afectiva frente a la maraña pasional de la que, sin saber, ya forma parte.
Santiago se siente en la cima del mundo. Y aun cuando tiene dos hijas, una abuela viva y una hermana que lo quieren, nunca antes había sido tan idolatrado por mujeres tan hermosas.
Betty es todo un amor con él, es la que hace el mejor café, es con quien tiene comprados todos los tickets para hacer un hogar estable. Sofía, con su mirada extranjera y cuerpo de princesa, es quien le ofrece las supremas rumbas en la noche, amanecidas bailando, conciertos y hoteles. Entre licores y comidas de primer mundo, la vida se le hace exquisita al lado de ella. Pero a Santiago la que más le gusta es Romina, la doctora de pelo largo, la que tiene novio, la que habla inglés porque creció en Inglaterra, pero que es más venezolana que un joropo con casabe. Romina, la que le gusta el Llano, es la que habla sucio mientras se aman escondidos en los horarios que ambos tienen libres para ausentarse a las cimas límpidas del placer.
Es todo lo que Santiago desea en la vida, que lo amen así. Sin tener que rogar insistentemente por un beso, ni escribir poemas para lograr apretar las manos de una mujer. Esta es la forma en la que quiere amar, como lo haría un rey, sin mañana y sin consecuencias.
Pero Betty está harta de tanto cacho.
Es la única de las tres que sabe de tanta infidelidad. Así que se decide a domar con su inteligencia al león perverso en que se ha convertido su novio. Lo prepara todo, va y se toma unas fotos amorosas con él, lo besa en la boca y lo manosea en cada toma. Luego, sube las imágenes a Instagram. Y etiqueta a Sofía y Romina.
Sofía se lleva las manos a la cabeza como evitando que la rabia no le explote en las sienes, mientras ve las fotos en su trabajo sentada con la frente metida en su celular. Su sentimiento es de furia, nada de dolor; es un furor expresado con gritos por la forma en que la engañaron. Se siente tonta, inocente, vejada y sucia. Toma el mierdero de galanteos que le regaló Santiago –fotos, cartas, joyas, carteras, zapatos, y cuánta paja haya venido de sus mugrientas manos–, maneja hasta la casa de él y casi le tumba la puerta a coñazo limpio. Cuando él sale a ver el escándalo, Sofía le lanza toda esa basura en su cara, y lo insulta con los improperios diabólicos que destilan los rugidos de la desilusión.
Romina en cambio, al ver las fotos, se aleja en silencio, no sin antes enviar vía WhatsApp a Santiago un mensaje de despedida que a él se le antoja infantil e insípido, en el que explica que su novio sospecha de la relación que tienen, y que ya no se volverán a ver. En esas mismas horas, el novio de Romina lo llama por teléfono y lo amenaza con quebrarlo en la calle.
Santiago se queda mudo, tiembla y se rompe en pedazos del susto.
Ahora sabe con toda certeza que no volverá a ver a Sofía y a Romina, y que es momento de dejar atrás esos tiempos de libertinaje cegador. Y aunque les acaba de sembrar sentimientos de rabia y dolor a todos los involucrados, también sabe que es una experiencia que dejará huella, incluso en él mismo. Ahora solo le queda Betty y se convence de que ya es momento de hacer bien las cosas con esa seudo relación. Se va a dormir, haciendo planes para el día siguiente que incluyen detalles de una vida entera con ella.
Pero Betty está harta de tanto cacho.
La mañana llega prolífica en nuevas formas de llanto. Betty se levanta, se hace el mejor café del mundo, maneja hasta la casa de Santiago, toca el timbre discretamente, le regala una sonrisa mientras pasa a la sala, comienza a hablar, y las rabias, esta vez, empiezan a salir; y el dolor fluye junto a la voz quebrada y las lágrimas calcinadas de maquillaje; «ya no quiero estar contigo», le dice, «te tengo que dejar». Santiago implora por una reconciliación, con una promesa frágil de mejores tiempos. Pero Betty está incólume en su decisión, se levanta de la silla, le pide a Santiago que más nunca en su vida la llame, abre la puerta, enciende su camioneta y se va por los cielos del olvido.
Santiago se deja deglutir por una casa que ahora se vuelve oscura, y una presión extraña empieza a aparecer en el centro de su pecho, junto a un desvanecimiento que se le unta en las piernas. Recostado de una de las paredes de la sala, cede a la gravedad, se agacha para no caer, sus ojos se inundan de agua de pantano como nunca antes en su vida. Quiere decir cosas en voz alta, gritarlas, pero solo empieza a llorar, haciendo ruidos inusuales, gemidos recién estrenados para su alma, sollozos con lamentos vociferados sin fuerza; se arrepiente de todo lo que hizo, se empieza a odiar, se siente malo, como si fuese un malandro, un matón, un anticristo que solo causa dolor a los demás; siente ganas de golpearse la cara, de caerse a coñazos en la barriga, quiere hundir la pared con su cabeza: para no sentir, para no pensar, para no existir. Pero es comedido, aun cuando la presión en el pecho sigue creciendo y se va quedando allí instalada en ese nuevo hogar.
Pasa un mes y Santiago no quiere comer. La presión del pecho no para de crecer y de estar a sus anchas. Su hermana, que lo visita a diario, le da la comida como si fuese un bebé, y apenas prueba dos o tres bocados. No quiere tomar agua y por eso los labios los tiene agrietados. Ya se le empieza a ver el esternón en el pecho. La ropa le queda grande. Le brota una maldita sensación de querer hacerse daño. Empieza a ver los cuchillos como nunca antes los había visto. Las alturas se convierten en deseos de experiencias que despenalicen sus actos recientes. Se quiere aventar a los carros de las avenidas, y por ello decide no volver a manejar. Quiere morir en cualquier lugar, de cualquier forma, pero sin destruir nada; ya rompió bastantes partes de la creación humana. Quiere matarse, y se entrega a ese designio, y se dice a sí mismo que ya es el momento de partir.
Decidido se acuesta boca abajo en su cama y coloca la oreja izquierda de su cabeza sobre los brazos cruzados que abrazan la última almohada de la vida, metido en una oscuridad, entregándose a todo lo que estaba sintiendo para que termine de reventar ese corazón, para que termine de estallar su cabeza, para que se le empiecen a desmembrar los brazos que tanto abrazaron, y que las piernas de cazador ya no lo sostengan más. Se entrega a todo eso, sin resistencia, sin apelación, es tiempo de pagar. Y mentalmente recita un poema de frases negras como si el diablo le dictara al oído «Dale, vida; dale, muerte, cóbrate, llévame, entierra mi cuerpo dentro de una urna negra, y lleva mi espíritu a los esteros de barro hediondo del infierno, y que me azoten y que me maten mil veces más».
Santiago ahora siente un sonido de un motor dentro de su cabeza, que empezó primero sutil y lento, y que fue acelerando hasta hacerse estruendoso con muchas revoluciones, imitando la turbina de un avión cuando está cayendo entre las nubes, rumbo a la tragedia donde brotarán los fantasmas que pasarán juntos el puente hacia el purgatorio. Y sin abrir los ojos se aferra a ese miedo. Presagia que viene otra explosión a su vida. Sigue en la misma posición, con los brazos cruzados, apoyando su cabeza sobre ellos del lado de la oreja izquierda, en el hueco más negro de la noche. Y ahora siente que la cama gira, empezando a dar una vuelta, con él pegado a las sábanas, hasta quedar a 180 grados, como si las patas se apoyaran –o colgaran– del techo. No sé explica cómo no se cae hacia el piso si la cama está sobre él, pero no quiere abrir los ojos, más bien los aprieta. El ruido de motor crece, alcanzando las revoluciones ideales para fundir el hierro; sigue pegado al colchón y la cama empieza a moverse de nuevo en su rotación para completar los 360 grados y llegar nuevamente a la posición inicial. Cesan los ruidos, ya se siente que todo está en su línea horizontal. Abre los ojos y ve que aún tiene los brazos cruzados donde reposa su cabeza, y se da cuenta de que por la ventana está entrando la primera luz de un día más.
Amanece, mira a los lados y percibe que no está muerto. No se lo llevaron los demonios caídos. Y allí está, vivo, como si tuviera otra oportunidad, como si un ángel compasivo no le hubiese permitido atravesar esa noche de castigos, eliminándola de su memoria, suprimiendo las pesadillas, y haciendo que pasara casi en un abrir y cerrar de ojos, pactando un tiempo corto con su cama voladora, y asimilando un viraje que volteó las ideas de persecución y muerte.
«Está decidido, debo ir al médico».
Así llegan los antidepresivos, y así pasan las primeras ocho semanas, sin cambios profundos, con la presión en el pecho que se desvanece algunos días para volver a aparecer más fuerte a los siguientes.
Así también llegan, alentadas por un psicoterapeuta, las revisiones profundas del alma, y las revelaciones de las ideas sembradas desde décadas en su familia, semillas de adulterio decimonónico inducidas en su vida por su padre y sus tíos, y que vinieron trepando ramas de la familia hasta el siglo de las depresiones, para llegar así al año en que se deben pagar las culpas acumuladas por el linaje.
Santiago es un tesorero de las deudas que vinieron envueltas en las cunas que mecieron a los hombres que le anteceden; y allí está, descubriendo que debe poner al día la energía de deslealtad que le rodea en su casa. Una mesita de noche cubierta de ansiolíticos, infusiones de manzanilla y tilo, y vitaminas son apenas un parche para soportar la mierda heredada que destila su conciencia. Y con el dolor más grande que se puede sentir en el pecho, sabe que debe perdonar a una estirpe completa.
Pero, sobre todo, sabe que debe perdonarse a él mismo.
Y sí, hay mejoría, ya puede comer solo de nuevo sin la ayuda de su hermana. Sin embargo, Santiago está solo, está roto aún, y escribe, y compone, y toca la guitarra, y lee, y empieza a darse cuenta de que esta depresión es la entrada grande a la vida espiritual.
De vez en cuando piensa en escribirle a Betty.
Así lo hace. Después de seis eternos meses, le envía un mensaje de texto. Betty le responde con cariño y Santiago aprovecha la apertura para enviar notas triviales al inicio, que después se vuelven profundas en perdón y cercanía. Empiezan a hablar a diario, se despiertan con un mensajito mañanero, se van poniendo al día, hablan de sus hijos, de las noticias de Twitter, de lo que hicieron en seis meses de no verse ni hablarse, y en donde Santiago no dijo gran cosa sobre su depresión con camas voladoras. Se citan para almorzar un día, se dicen cosas bonitas, y Santiago se da cuenta de que la presión en su pecho va desapareciendo, de que los colores de la comida ya vienen con sabor.
Siguen más almuerzos en la calle, luego en sus respectivas casas. En una tarde de merienda, Betty le dice que, aunque lo había sacado de su vida, había pensado mucho en él, y que tenía tiempo planeando en volver a hablarle.
La opción del perdón estuvo siempre sobre la mesa porque Betty es abrazadora de lo bueno, más que de las cargas de odio y orgullo. Como buena lectora, sabe de la complejidad humana, de los errores que nos hacen seres corruptibles pero perfectibles, y está convencida de que Santiago merece ser mejor, superar sus caídas, aprender y seguir, sin necesidad de ser crucificado eternamente por una acción que es terrenal, propia de este plano, inherente al cuerpo que habitamos y a la densidad de los deseos que pululan alrededor de él.
Ella también comete errores, ella también miente; ella desea, en más de una ocasión, lo indeseable; se lo dice siempre a sí misma, pero aprende con cada día a ser justa y a priorizar el amor. En todos estos meses Betty también se sintió sola, abandonada, notando una presión en el pecho que le hacía recordar a diario la montaña rusa de emociones que había sido su reciente relación con Santiago. Betty quiere amar, quiere estar enamorada de nuevo, quiere borrar la ignominia que vivió y ser libre de pensamientos oscuros de soledad.
Es por ello que Betty perdona a Santiago y lo recibe de nuevo en su vida. Ahora ya no son almuerzos, ahora son cenas y de nuevo promueven amanecer juntos. Pasa un mes, y Santiago siente que su pecho está iluminado con el resplandor del amor. Las presiones del pecho de ambos desaparecen.
Entonces, el periodo de Betty se retrasa.
Tiempo atrás, en medio de aquella soledad que fue monarca de los horribles seis meses pasados, había dejado de tomar previsiones anticonceptivas, y le dice a Santiago que su ciclo menstrual está sospechosamente alterado.
Santiago se llena de terror. Se imagina siendo padre de otro ser humano que va a requerir protección de él, sabiendo apenas que hace poco había empezado a cuidarse nuevamente. La semana, sin la bendita regla que no se exterioriza al mundo, se eterniza, se paraliza en el calendario. La presión en el pecho reaparece, el insomnio triunfa en las noches y es derrotado en las tardes, interrumpido por espasmos bruscos que delatan el estrés. El sinsabor de la comida aparece de nuevo, y los síntomas de una austera depresión aparecen en las paredes de la casa de Santiago, quien con todo el amor que recibe de Betty sigue pensado en Sofía y en Romina.
Betty se desespera al ver a Santiago en el terror de una posible recaída emocional, aunque para ella una segunda maternidad es una bendición. Entonces pide al universo menstruar para que el potencial milagro no se dé. Después de unos días, con cierto desespero por salir del asunto y calmar a Santiago, le muestra en sus manos el esputo de sangre seca que parieron sus tripas. En medio de ese gesto grotesco le dice «No serás padre conmigo».
Betty llora de nuevo en silencio en su apartamento.
Santiago en cambio no sabe cómo describir el sentimiento de remisión y de libertad que la toalla manchada le está regalando. Siente que comienza de nuevo. Los albores recientes de esa presión en el pecho desaparecen por completo, y presiente que puede volver a dormir profundamente. Se aleja con dolor de Betty, queriendo así probar su ausencia. Tampoco busca a Sofía ni a Romina. No busca a nadie, y tampoco espera encontrar almas perdidas para sanar. Sabe ahora que su crecimiento está en la soledad. Así empieza el camino del autoconocimiento, así empieza la verdadera liberación, la auténtica sanación; así inicia el camino que lo despojaría de la herencia de promiscuidad que le llegó de su padre, de su abuelo y de su bisabuelo. No tiene que repetir las historias de dolor e infelicidad que produjeron sus antecesores machos.
Mientras tanto, Betty está decidida a irse a Suiza, para seguir siendo madre a dedicación exclusiva de su hijo adolescente. Sofía, aún con mucho engaño por procesar, se queda en la misma ciudad, invisible ante los depredadores como Santiago. Romina acepta a una invitación para hacer vida en otro planeta, porque ni un solo ser de esta tierra sabe algo más de ella. Y el resto de los guiños de ojos que coqueteaban con ser parte del vórtice que era la vida de Santiago ya no miran en su dirección. Todas las formas de amar abandonan la torre de babel; y un año después, donde las otrora costillas prominentes ahora hay músculos: el ejercicio diario es más un disfrute que un deber.
Sentado en su estudio, frente a un monitor gigante, se pone a escribir su historia, porque sabe que tiene en sus manos el antes y después de su clan, es el hito que marca el respeto encarnado a la mujer: a su madre fallecida en sumisión, a sus abuelas aguantadoras de machismo, a sus tías burladas por sus tíos, a su hermana soltera y a sus hijas que son el futuro.
Compone párrafos donde decreta que ya no tiene que buscar la ausencia de mamá en mil mujeres, con el fin de llenar vacíos de abandono encapsulados en el corazón desde aquél día, cuando esa jovencita de 35 años partió al cielo límpido a liberarse de la perfidia diaria del matrimonio, dejándolo en una adolescencia que sintió como un destierro.
Su escritura es leída por algunos perros salvajes, por algunos mutiladores del mundo y su esperanza, por familiares cercanos y lejanos, y por la basura que los infiernos están dispuestos a recibir, hombres infieles declarados, lectores todos que ven cómo Santiago comenzó a amarse infinitamente, sin rogar besos a ninguna falda, ni ser un malandro trovador con intenciones perpetuas de liga; porque piensa, con auténtico e inusitado bienestar, que recorrió durante seis meses la expiación depuradora de la depresión y sus recaídas, para traer a este presente el regalo de la libertad y el amor.
*Esta historia fue producida en el taller Hacer literatura con hechos reales, dictado por Lizandro Samuel.
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