Ficción

Trabajo secundario

por | Oct 23, 2024

Por Luis Guillermo Franquiz

*La imagen de portada de Trabajo secundario fue producida por Copilot.

 

Mi amiga insistió. Era la tercera vez.

—El muchacho te sigue mirando –dijo ella–. Es muy atractivo.

Simulé que volteaba para comentarle algo y lo vi por encima de su hombro. Era alto, rubio, delgado y usaba unos lentes con montura metálica. De vez en cuando miraba hacia nosotros.

—Capaz y te esté viendo a ti –dije con una sonrisa–. No creo que yo tenga tanta suerte.

—Deberías saludarlo.

—¿Estás loca? Primero muerta que…

—Muerta no vas a conseguir nada, amorcito –me interrumpió ella.

—Nah… Déjalo así. No inventes.

Seguimos apoyados contra el carro, en la larga fila de vehículos para reponer combustible. Se suponía que uno de los efectivos de la Guardia Nacional nos quitaría las cédulas de identidad en algún momento de la madrugada. La avenida estaba vacía, a excepción de nuestros carros orillados junto a la acera. De vez en cuando alguien pasaba y nos saludaba en voz baja. Saqué el termo para servirnos más café.

—Deberías ofrecerle un poco –dijo ella.

—¿Vas a seguir con eso? Ese tipo ni siquiera me está mirando.

Mi amiga se arrimó hasta la parte delantera del carro y se sentó allí, de frente al muchacho. Reconocí su juego, pero me negué a participar. Ella me lanzó una mirada rápida y alcancé a vislumbrar parte de una sonrisa. El muchacho miró de nuevo en nuestra dirección. Nos separaba una distancia de dos carros.

—¡Chamo! –gritó mi amiga. Yo abrí mucho los ojos cuando él respondió–. ¿Tú bebes café? ¿Quieres café?

—¿Te volviste loca? –susurré con rapidez, antes de que él se acercara, pero mi amiga me ignoró.

—Hola –dijo él cuando estuvo frente a nosotros.

Nosotros saludamos de vuelta y ella repitió su pregunta sobre el café. El muchacho sonrió y dijo que sí. Ambos me miraron mientras llenaba otro vaso de plástico con cierto nerviosismo.

—¿Cómo te llamas? –preguntó ella.

Cerré los ojos y quise que la tierra me tragara.

—Juan Carlos –dijo él–. ¿Y ustedes?

Le dijimos nuestros nombres.

—¿Siempre haces la cola aquí? –siguió mi amiga.

Él asintió.

—Sí. Prefiero hacerlo aquí. Antes iba a la estación de servicio que está entrando al pueblo, pero me dijeron que aquí es más rápido.

Mi amiga se lo confirmó. Ellos intercambiaron más comentarios y yo me concentré en beberme el café.

—Supuse que querías café –dijo mi amiga–. Vi que nos mirabas a cada momento.

—¡Elisa! —dije con pasmo.

El muchacho se sonrojó un poco y sonrió.

—¿A quién no le puede gustar el café? Y más a esta hora, para quitar el sueño.

—¿Y andas solo?

Él asintió de nuevo mientras daba sorbos a su café.

—Sí –dijo–. Es mejor. Hay que trasnochar y a muy poca gente le divierte eso. ¿Ustedes andan solos también?

Me tocó el turno de asentir y Elisa le explicó que estábamos allí porque yo vivía cerca.

—¿Ves ese edificio? –señaló ella–. Luis vive allí. ¿Tú vives lejos?

Juan Carlos nos explicó dónde vivía.

—Eso es muy lejos –dijo Elisa–. Deberías quedarte con nosotros y duermes aquí. A Luis no le importaría.

—¡Elisa! –repetí con más vergüenza.

—¿Qué pasa? El chamo aquí no es homofóbico. ¿O sí?

Lo miramos con atención.

—No, no –dijo él–. Para nada. No tengo nada en contra. Mi mejor amigo es gay.

—¿Lo ves? Deja el escándalo.

Me sentía apenado, pero me llamaba mucho la atención lo atractivo que era. Sus ojos tenían una tonalidad oscura de verde que parecía rozar el gris. Y su sonrisa era luminosa, impoluta. Más adelante nos explicó que era dentista, aunque el trabajo escaseaba. Había que reinventarse, buscar otras fuentes de ingreso.

—En este país –dijo Elisa– es la constante. El que no se reinventa, se muere de hambre.

Me separé del carro y le dije a Elisa que iría hasta el apartamento para buscar agua.

—Ay, sí –dijo ella–. Juan Carlos, ¿por qué no lo acompañas?

—No, no –me apresuré a interrumpir–. Tranquila. No importa. Deja a Juan Carlos quieto, chica. Voy y vengo.

—¿Y cuál es el problema? –insistió Elisa–. ¿Tienes algún problema, chamo?

—No, para nada. Puedo acompañarte, si quieres.

—Es que… Claro. Pero pensé que…

—Ponle hielo al agua –interrumpió Elisa–. Una garrafa grande. Y haz las vainas con calma, mira que la última vez la jarra estaba rota. Busca bien, ¿sí?

Me miró fijamente y sin parpadear. Respiré profundo y le pedí a Juan Carlos que me siguiera.

—Sin estrés, mano; yo voy a aprovechar para cerrar los ojos un ratico. Voy a estar en el asiento de atrás.

Simulé que no había escuchado esa última parte. Juan Carlos y yo cruzamos la calle y entramos al edificio. Subimos al ascensor en silencio. Me sentía muy incómodo con él, sin saber qué decirle o cómo decírselo. Creo que él lo notó.

—¿Te sientes bien? –preguntó cuando entrábamos al apartamento.

—Sí, sí. Disculpa. Es que me dio mucha pena contigo. Elisa es muy… Lo siento.

—No vale, no te preocupes. Estuvo bien. ¿O te molesta que haya venido?

Noté que un ligero estremecimiento recorrió la piel de mis brazos. Le dije que no. Fui hasta la cocina para buscar una jarra grande. Juan Carlos apareció allí un par de minutos después.

—¿Te ayudo?

—Estoy buscando una jarra grande.

Él se acercó a mí y buscamos juntos en el mismo anaquel. Me inquietaba mucho su cercanía. Me habló en un tono de voz muy bajo cuando al fin abrió la boca.

—Parece que estás nervioso… ¿Te pongo nervioso?

Se me escapó una risa leve, infantil, reveladora.

—No –mentí–. Claro que no. ¿Por qué?

Pero él no se separó de mí. Se mantuvo cerca, firme y erguido.

—No voy a robarte, si es eso lo que te asusta –dijo–. No soy un malandro.

—No. Claro que no. Disculpa.

Puso su mano en mi hombro.

—Relájate. No pasa nada.

Asentí.

—A menos que tú quieras que pase algo.

Me atraganté con saliva y abrí mucho los ojos. Creí que podía haber escuchado mal.

—¿Qué?

—¿Vives solo? –quiso saber–. ¿Estás solo aquí?

—Ajá…

—Es bonito tu apartamento. ¿Es grande?

—Ajá… O sea, normal.

—¿Me lo muestras?

—¿Por qué?

—Quiero conocerlo. Ver dónde vives.

Los dos reímos un momento.

—Lo sé –dijo él–. Eso sonó muy feo. Pero lo dije en serio. Sin mala intención.

—Okey…

Regresé a la sala y tomé una decisión precipitada. Estaba allí con un muchacho extremadamente atractivo. Un tipo rubio y de sonrisa deslumbrante. Y él parecía mucho más cómodo que yo con lo que podía pasar. Me sentí bastante tonto y fuera de práctica, pero me recuperaba con rapidez. Me detuve un instante y lo miré por encima del hombro. Le pedí que me siguiera. Fuimos hasta mi habitación en silencio.

—Este es mi cuarto –dije mientras abría un poco los brazos.

—Me gusta. Me gusta mucho.

Juan Carlos se acercó y aminoró la velocidad justo antes de que su boca tropezara con la mía. Me besó sin apresuramientos, deteniéndose en mis labios, saboreándolos con lentitud, respirando profundo. Me relajé entre sus brazos. Pensé que todo aquello era increíble. Acababa de conocerlo, en una cola para reponer la gasolina, ni siquiera sabía si volvería a verlo, pero se sentía tan bien la tibieza de su cuerpo y la dureza de su erección contra mi muslo. Luego se separó de mi boca y buscó mi cuello, el lóbulo de la oreja. Cerré los ojos y suspiré.

—¿Tienes protección?

—¿Qué? –dije.

—Preservativos…

—Ah… No. Creo que no.

Una ligera ráfaga de aire frío atravesó mi cuerpo, un parpadeo, algo casi imperceptible; pero él siguió.

—Tranquilo. Yo tengo –hizo una pequeña pausa–. ¿Quieres?

Asentí en silencio y me empujó hasta la cama. Me desnudó con mucha calma, evitándome cualquier reacción de incomodidad. Me desnudó sin dejar de besarme. Me desnudó como si estuviese acostumbrado a hacerlo. Nos tendimos en la cama y sus besos se transformaron en ágiles dedos que exploraban mi piel con una destreza inusitada. Después se concentró en mi propia erección y se mantuvo allí durante un buen rato, hasta que susurré que necesitaba sentirlo dentro de mí. No reconocí mi propia voz.

—Qué rico hueles –dijo él al tiempo que se colocaba el condón–. Me encanta cómo hueles.

La destreza de sus dedos también alcanzó para acompasar el movimiento de nuestras caderas y los tenues mordiscos en mis hombros. Luego me volteó, diciendo que quería verme mientras eyaculaba. Exploté con un grito ahogado que apenas pude contener mientras él me masturbaba. Después sonrió y dijo que estaba listo para alcanzarme. Sus temblores sacudieron mis piernas encima de su pecho y sus manos se aferraron a mis rodillas mientras el rostro se le contorsionaba en una mueca de placer. Abrí las piernas y dejé que su cuerpo sudado cayera sobre mí.

—Uff –dijo–. Qué rico… ¿Te gustó?

—Sí… Mucho. ¿Y a ti?

—También, bebé –dijo él mientras se apartaba de mí y se acostaba a un lado en mi cama. Respiraba con dificultad. Jadeaba un poco. Iba perdiendo la erección poco a poco y preguntó dónde estaba el baño para deshacerse del preservativo. Se lo dije y me asombró la elasticidad y la firmeza de sus músculos al pasar por encima de mi cuerpo. Me relajé en silencio y suspiré. Juan Carlos volvió para sentarse en el borde de la cama.

—¿No deberíamos regresar con tu amiga?

—Sí, claro –dije–. Debe haberse dormido.

—Esperando el agua.

Reímos.

—Oye –dijo él–. ¿De verdad te gustó?

Me senté en la cama y abracé mis rodillas. Sonreí como un niño entusiasmado.

—Sí. Mucho. ¿Y a ti?

—Estuvo bien. Me interesa que te gustara.

—Sí, sí me gustó. Claro… ¿Por qué lo dices en ese tono?

Observé la línea de su espalda curvada y la cabeza un poco caída sobre el pecho. El cabello le tapaba los ojos. Hizo un movimiento rápido con la mano para apartarse el cabello de la cara y mirarme.

—Esto era como una muestra, ¿sabes? De lo que puedo hacer.

—No entiendo. ¿A qué te refieres?

Él respiró profundo y casi dejó caer la cabeza de nuevo, pero alzó la vista hacia mí.

—Tú eres un tipo de pinga –dijo–. Pareces de pinga. Seguro que tienes otros amigos como tú. Esto fue para que supieras cómo es y… Bueno, para publicidad, pues. ¿Entiendes?

—No.

Apreté más las rodillas contra mi pecho.

—Tengo que resolver. El dinero no alcanza, tú lo sabes. Casi no hay pacientes… Un pana me dijo que a él le estaba yendo bien con esta vaina. Y yo lo quiero intentar.

—Juan Carlos…

—Sin estrés, papi. Si te gustó, podemos hacerlo de nuevo en otra oportunidad, pero hay un costo. Cada vez que tú quieras. Y si puedes hacerme publicidad con algunos amigos tuyos, coño, te lo agradecería que jode… ¿Okey?

—Ajá –balbuceé–. Okey…

 

*Si te gustó Trabajo secundario, quizá te interese el taller Novela: teoría y práctica, con Francisco Suniaga.

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