Ficción
Yo también puedo parir
Por Roxana Rivas
*Imagen creada por el generador de imágenes de Bing.
Mi abuela Rosa Aponte parió seis hijos por parto natural, todos en la casa. Lo hacia junto a Mercedes, una partera y amiga que la acompañó por años. Nadie más que ella misma la enseñó a parir. En 2017 mi prima Carolina dio a luz en la Maternidad Santa Ana, rompió fuente y dilató sin necesidad de inyectarle ninguna hormona para ello. Las otras mujeres de la maternidad se retorcían del dolor, decían que era a causa de la oxitocina. Carolina dilató naturalmente, siempre agradece su suerte.
El 7 de marzo del 2023 me tocó a mi. Cuando me ingresaron a la clínica tenía treinta y nueve semanas y seis días de gestación. Hasta la fecha no había tenido dolores, no tuve contracciones, tampoco rompí fuente. Dicen que todas las mujeres que están próximas a dar a luz les baja la barriga, la mía estaba más alta que jugador de NBA. Ya iba a cumplir 40 semanas embarazada y mi barriga no había bajado, evidentemente tampoco había parido, pero nunca faltaba la dichosa pregunta cuando me veían en la calle:
—¿Todavía no has parido?
Cuando por fin llegó el día, me desperté a las 4:00 de la mañana. Quería descansar más, pero los nervios no me permitían cerrar los ojos nuevamente. Lo único que hice fue pedir a Dios por la salud de mi hija y la mía durante el parto.
A las 8:15 a.m., entré a la clínica con mi mamá y mi pareja, fue la misma donde yo nací. Aunque mi vida laboral transcurría en Caracas, decidí dar a luz en Ocumare del Tuy, ese pequeño pueblo caluroso del estado Miranda que me vio nacer y crecer. Allí estaba mi casa materna, aún lo sentía mi hogar. Además, la clínica era pequeña pero cómoda, siempre le he tenido cariño y era el lugar de trabajo de la Dra. Mariana, la ginecobstetra de confianza que me atendió y acompañó desde que inició mi embarazo.
Poco tiempo después de llegar a la clínica me pusieron una hidratación intravenosa. Llevaba horas sin comer nada, no podía tomar ni agua desde las 12 a.m. de ese día. Más tarde me quitaron la hidratación y me pusieron goteo de oxitocina para acelerar las contracciones uterinas. Luego de la historia de mi prima Carolina en la Maternidad mis expectativas con esa hormona no eran tan buenas. Aún así quería parir ya.
Horas después de haber comenzado a entrar por mis venas la hormona, no podía estar más feliz y tranquila. No sentí ni un poquito de dolor, estaba con Josué, mi pareja, tomándonos fotos y hablando de cómo sería nuestra hija. Pensé que todas las oraciones de esa madrugada, cuando no podía conciliar el sueño, habían sido escuchadas. La primera bolsa con oxitocina se había acabado, y ahí estaba yo, sonriente y hablando con todos. En medio de esa tertulia tan amena se fue la electricidad, siendo Ocumare un pueblo con frecuentes bajones de luz, no me preocupé. En unos minutos volverá, dije.
Pasado el mediodía me pusieron una segunda dosis de oxitocina. Había llegado el momento de romper fuente. Mi mamá me contó su experiencia con este procedimiento inducido. No tenía tanto miedo. Además, me sentí más cómoda porque hubo electricidad unos minutos, cada cierto tiempo encendían la planta para darme un respiro, la estaban ahorrando para el momento del parto. Inmediatamente luego de romper fuente con ayuda de la Dra. Mariana y las enfermeras, me recomendaron recostarme del lado izquierdo para esperar que terminara de bajar el líquido. Fue allí que comenzó mi odisea.
Comencé a sentir un dolor intenso en las caderas y la zona lumbar. Eran las contracciones. Recuerdo que dos semanas atrás había sentido un leve dolor y yo pensé, en mi ingenuidad, que podían ser contracciones. La doctora me decía que apenas sientes el dolor lo reconoces. Realmente es así. Jamás había experimentado nada igual. Algunas mujeres lo comparan con un dolor menstrual, pero yo no, mi dolor no era en el vientre.
Durante todo el trabajo de parto mi obstetra me controló la tensión, verificó que el ritmo cardíaco de mi bebé estuviese normal y cuán dilatado estaba mi cuello uterino. Iba lento pero seguro, mientras tanto yo sentía que no aguantaba más.
Necesitaba dilatar un poco más para que me colocarán el analgésico. Una inyección que funcionaba como anestesia. Al momento de parir no iba a sentir dolor, solo el deseo de pujar. Mi consuelo era que llegara ese momento, cada 20 minutos preguntaba mientras caminaba en medio de la habitación apenas iluminada por una linterna de teléfono. Mi mamá y mi suegra me echaban aire con un abanico; y mi pareja me sostenía y aguantaba mis apretones cada vez que venía una contracción. Me sentía mejor caminando mientras lidiaba con el dolor.
A las 5:30 p.m. mi obstetra entró en la habitación. La luz aún no había llegado, pero sí mi momento de parir. Era la hora de entrar a quirófano, allí encendieron la planta eléctrica. Al sentarme en la silla de ruedas sentí que me temblaba todo el cuerpo. Nunca he sabido disimular los nervios. Me despedí de mi familia con mucha emoción e incertidumbre, había llegado el momento que soñé por tantos meses. En el quirófano mi tembladera se hizo más intensa, dije que era el frío. Había leído mucho sobre el parto, pensé en tomar clases de respiración y preparación prenatal, pero no lo creí necesario. Me equivoqué.
La sala de quirófano era cómoda. Habían como 5 personas aparte de mí entre doctores, enfermeras y el anestesiólogo. Todos me explicaban pacientemente lo que iba a vivir, mientras me tomaban la tensión y me preparaban.
Ahora tocaba la anestesia, venía mi alivio. Recuerdo que me puse de espalda al anestesiólogo, no me podía mover por nada del mundo. En ese momento mi obstetra se paró frente a mi, me acompañó y me sostuvo. No recuerdo si me incomodó la inyección, ya había pasado por tanto dolor que cualquier cosa que experimentaba era soportable.
En muy poco tiempo fui sintiendo como el dolor cedía. Ya iba a dar a luz y faltaba menos para tener a mi hija en brazos. Cada vez que sentía una contracción debía pujar. Acostada en la camilla y preparada para parir eso fue lo que hice. Las contracciones ahora sí se sentían como un dolor de vientre acompañado de presión en la barriga, al sentirlas pujé, pujé y pujé, con todas mis fuerzas. Minutos después la Dra. Mariana me dijo:
—Debemos intentarlo de nuevo pero de otra manera. Realmente no estás pujando, no debes hacerlo con la garganta sino como si fueses a evacuar –me explicó a detalle como debía respirar y pujar.
Escuché atenta la indicación, ya me lo habían explicado anteriormente y parecía sencillo, así que a la siguiente contracción di todo de mí para hacerlo correctamente. Cuando el dolor venía, pujaba con todas mis fuerzas. Sentía cómo toda la sangre se me iba a la cabeza. Pensé que yo misma iba a estallar, era una presión intensa en mi cara y mi cuello. Ahí me di cuenta que todavía la fuerza estaba en mi garganta. Toda quedaba allí. No estaba pujando para que saliera mi hija. Los médicos me brindaron aliento, instrucciones y apoyo físico en ese momento. Yo en el fondo sabía que debía dar más. No sabía pujar. ¿Cómo es posible que algo tan natural para la mujer podía ser tan complicado para mi?
Recuerdo que durante el embarazo leí que el primer periodo del trabajo de parto desde las contracciones hasta la dilatación completa del cuello uterino puede durar de 6 a 12 horas; también escuché historias de otras madres y, aunque me advirtieron del dolor, ninguna mencionó alguna dificultad durante el pujo.
Ya estaba ida, deseando una cesárea. No aguantaba más. En medio de tanta contrariedad, sentí unas ganas muy fuertes de evacuar y escuché la voz de mi obstetra:
—Ya viene. Falta poco. Cuando venga la otra contracción pujas fuerte y ya estará Romina con nosotros. Lo estás haciendo bien.
Recuerdo que una amiga me aconsejó una y otra vez: debes pujar literalmente como si fueses a cagar. Así lo hice, vino la contracción y pujé con todas mis fuerzas. Cuando me di cuenta Josué estaba a mi lado, me tomaba la cara, me hablaba y me decía que ya venía nuestra bebé. No sé de dónde sacaba fuerzas, pero en cada contracción pujaba más fuerte.
Hasta que la escuché, había salido. Era mi hija. Ese fue el primer momento luego de tantas horas que suspiré aliviada. Sentí paz. Tomaron a mi bebé y me la pusieron en el pecho. Ya estaba conmigo, podía sentirla. Una muchachota de 3 kilos 900 gramos y 53 centímetros, llegó para enseñarme tantas cosas y demostrarme que yo también soy valiente, que yo también puedo parir.
*Esta historia fue producida en el taller Hacer literatura con hechos reales, dictado por Lizandro Samuel.
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