Ficción
La ciudad de la muerte
Por Eva Pérez
*La imagen de portada de La ciudad de la muerte fue producida por DALL-E.
El asesino terminó su entrenamiento en La ciudad de la muerte. Fue conducido ante el rey de la ciudad, el único hijo de la Diosa, quien lo poseyó y dejó su marca en él. El asesino apretaba los dientes y se repetía una y otra vez que ese era su destino. Luego, abandonó el territorio.
Pasaron los años y las muertes. Pueblo a pueblo, ciudad a ciudad. El asesino recorrió caminos cada vez más áridos y asesinatos de todo tipo. Se bañó en la sangre de sus víctimas y alabó a la Diosa con fervor para complacerla. Cada día caminaba más cerca del centro del mundo. Del desierto infinito en cuyas arenas se escondía La ciudad eterna.
Finalmente, llegó a las laderas del volcán y participó en los ritos que llenaban las cavernas de cadáveres desangrados. Ductos que se perdían en las entrañas de la montaña. Se deslizó por cada uno de ellos, para atravesar las azules murallas sin puertas. Luego de eternidades de oscuridad entre entrañas y coágulos, llegó a la ciudad en la que la Diosa Muerte vivía y controlaba el mundo.
Caminó por calles extrañas para los humanos. Tropezó con los habitantes de las entrañas de la tierra que le reconocieron como sirviente terreno de la Diosa. Volvieron los rostros sin ojos y lo olfatearon. Reconociendo el olor de la sangre viva que corría por sus venas.
Las calles oscuras formaban un laberinto que parecía dirigirse siempre al mismo lugar: una elevación central que lo dominaba todo, visible a la rojiza luz de la lava volcánica que rodeaba la ciudad. Comprendió que lo que había tomado por una loma era, en realidad, el cuerpo de la Diosa. Hinchado y tumefacto, supuraba la sangre de los sacrificios y las ofrendas, la cual bebía hasta saciarse.
Caminó reverente hasta ella. Se arrodilló en el suelo lodoso que la rodeaba hasta que ella se dignó a mirarlo con sus múltiples ojos, arrancados a los habitantes de la ciudad. Ella sonrió, con su millar de bocas, y extendió un tentáculo rematado en una mano pequeñísima hasta tocar su frente.
Ante el contacto, él sintió un agradecimiento que recorrió todo su cuerpo, como una oleada de calor placentero.
Luego, se impuso el más absoluto silencio.
Él se quedó allí, hasta que la atención de la Diosa se distrajo, para absorber la vida de alguna nueva víctima asesinada en cualquier rincón del planeta. Lentamente, el asesino comenzó a trepar, apoyándose en labios y tentáculos. Esquivando con cuidado la mirada de los ojos de la terrible divinidad. Atravesó su cuerpo hasta llegar a su corazón palpitante. Agarrándose de los jirones de carne que la vestían, apuñaló el órgano que bombeaba.
Aguantó el chillido de las mil bocas que lo rodeaban, hasta que los tentáculos lo encontraron, levantaron en vilo y partieron en dos, dejando que su sangre bañara el corazón, que se regeneró sin dejar de latir. Luego, arrojaron sus trozos secos con indiferencia al montón de cuerpos que rodeaban a la Diosa, junto a los demás asesinos que se habían creído tan grandes como para matar a la Muerte.
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