Ficción
Pelícanos
Por Juan Manuel Romero
*La imagen de portada de Pelícanos fue creada por Copilot.
No teníamos mucho tiempo, como siempre. Para estar ahí, debimos poner a prueba nuestras habilidades para empatar cabos sueltos: nuestro entrenamiento en la infamia.
En un santiamén, logramos los contextos adecuados. Varios –en su familia y la mía– creyeron en nosotros. Sin embargo, cuando llegamos a la playa, ella optó por la nostalgia. Es decir, optó por echarme un cuento: echarme tremenda vaina, en realidad.
*
Hay cuatro personas en la orilla viendo el horizonte. De izquierda a derecha: una señora que fuma, el humo parece salirle del cabello canoso. A su lado, un bombero con una pequeña tabla con gancho que agarra un formato para registrar defunciones, en su casco se reflejan las luces del camión donde le esperan sus adormilados compañeros. Luego está una niña sentada, tiembla, tal vez sea por el frío. Junto a la niña un muchacho, quien no deja de pasarse las manos por los cachetes, se aprieta las orejas; también se alcanza a tocar la nuca.
De pronto, uno de ellos suelta un aullido. Claro que, si ponemos el aplomo de por medio, descartamos que haya sido del funcionario.
Desde la madrugada alguien se ha extraviado en el mar. Y la bruma nunca ha sido elocuente. A lo lejos un buque parece guardar silencio, pero no se detiene, va de derecha a izquierda como un caracol maligno.
*
En Los Caracas no hubo bruma. El sol fue riguroso, agudo como su traje de baño. La brisa estaba tan fuerte que me sentí dentro de la película muda The wind.
Los pelícanos raquíticos se dejaban caer de manera perpendicular. No cazaban nada y su terrible historia tenía que empezar, otra vez.
Ella reanudó la imagen que me tuvo hipnotizado. Frente a nosotros aparecieron tres personas que seguían viendo al mar (ya no eran cuatro). El buque pulía el horizonte.
El muchacho se puso de cuclillas para abrazar a la niña, luego le susurró algo. La niña le respondió. Nadie, jamás, podrá determinar cuándo llegará este tipo de conversaciones que habrá de quedarse para siempre.
Quien había desaparecido en la madrugada era la señora que fumaba: la mamá de los muchachos. La señora nunca fue una buena consoladora; pero aquella vez, después de ahogarse, lo intentó. Se paró al lado de ellos e hizo lo que pudo: fumó para meterse en su propia bruma.
*
De repente vuelve a ser mediodía para nosotros en Los Caracas.
El bombero, sin solemnidades y sin decirle ni media palabra a los otros dos, se da media vuelta y viene hacia acá, pasa por en medio de nosotros como la brisa feroz. Luego sigue rumbo al camión donde le ¿esperan? sus compañeros. Nos damos cuenta de que el funcionario tiene los ojos rojos y que también ha llorado.
—Así era mi hermano –me dice ella–, discreto hasta en el llanto.
Esa historia está pasada por muchas aguas.
Evidentemente no duele igual, tal vez porque ella, hace rato, dejó de ser aquella niña.
Ella me toca la pierna entumecida y me invita a bañarnos. No tengo tiempo para negarme. Nos metemos en el mar y por instantes no tenemos familias (ni otras historias).
Solo somos sal. Agua. Luz. Olas. Choques. Mucha espuma.
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Por lo tanto, lo mantenía en secreto con sigilosa discreción. Me daba la impresión de que los demás niños, mi hermano, mis primos, mis amigos, no experimentaban una sensación similar.
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