Ficción

No se me ocurrió preguntar

por | Ago 28, 2024

Por María Celina Frías

*La imagen de portada de No se me ocurrió preguntar fue producida por Copilot.

 

Aquel agosto de 1983, a mis siete años, aprendí que la vida puede cambiar de rumbo, abruptamente, por razones tan ínfimas como la pérdida momentánea del control de esfínteres.

Estábamos iniciando el período de vacaciones escolares, cuando, de forma repentina e inconsulta, mi mamá nos anunció, a mi hermano Ricardo y a mí, que iríamos a pasar el resto del asueto de verano en casa de los abuelos, en Barquisimeto. Ambos protestamos enérgicamente ante tal decisión, hasta que mi mamá puso fin a nuestra querella, imponiendo su autoridad con el acostumbrado “van, porque lo digo yo y punto”.

Habituados a esa clase de arbitrariedades, nuestra sorpresa no se produjo por el abrupto final de la conversación, sino porque al parecer el plan nos incluía sólo a nosotros dos y no a nuestros padres.

—Pero… ¿ustedes no van con nosotros? –pregunté con voz queda y temblorosa.

—Vamos a llevarlos, naturalmente. Ustedes se quedarán con los abuelos y nosotros regresamos a Caracas.  Los buscamos a finales de septiembre –respondió mi mamá, cortante y aún molesta.

La respuesta me fulminó.  Dejé de escuchar la pelea que se suscitó entre Ricardo y mi mamá.  Mi cuerpo todavía estaba presente en la escena, pero mi mente, mis ojos, mis oídos se habían ausentado y estaban en un limbo donde las imágenes y los sonidos eran solo rumores y sombras lejanas.   

En aquel entonces, yo sentía un profundo apego hacia mi mamá. Tal vez excesivo para un niño de siete años, no lo sé.  Lo cierto es que, normal o no, me embargaba una profunda tristeza y un inconmensurable desamparo frente a su lejanía.  Me avergonzaba de ese sentimiento tan intenso.  Por lo tanto, lo mantenía en secreto con sigilosa discreción.  Me daba la impresión de que los demás niños, mi hermano, mis primos, mis amigos, no experimentaban una sensación similar.

¿Cómo se sentiría Ricardo?  No parecía tan indispuesto como yo. 

Quizás, se sentía igual o peor.  Quizás, como yo, prefería disimular.  No se me ocurrió preguntar.

¿Por qué nuestros padres habían decidido mandarnos a Barquisimeto a pasar las vacaciones?  Caracas, evidentemente, era un mejor programa.  Por qué recluirnos en casa de los abuelos, tan pequeña, tan sofocante, tan oscura, tan rígida, cuando la nuestra era grande, cómoda, fresca, luminosa.  Podíamos salir a pasear en bicicleta, montar patineta, jugar con nuestros amigos y con el Atari que acababan de comprarnos.  En Caracas, había diversión.  En casa de los abuelos, tedio. 

De nuevo, no se me ocurrió preguntar.

Con estas interrogantes en mente, recorrí el camino de Caracas a Barquisimeto, a bordo de la Chevrolet Blazer Silverado de mi mamá.  Era muy temprano cuando salimos de Caracas. El amanecer nos fue siguiendo la primera hora de viaje.  Mis padres comentaban sobre el verde esplendoroso que la temporada de lluvia había dejado en las montañas que bordeaban la carretera.  Yo, intentaba verlas con alegría, buscando un consuelo que no llegaba.

Después de cinco horas de camino, estábamos en casa de los abuelos. Recuerdo haber sentido ternura al ver su emoción por recibirnos. Entramos, desayunamos, mi mamá nos ayudó a desempacar en el cuarto que habían acondicionado para nosotros. Nos besó en la frente, nos dio la bendición, pidió la bendición a los abuelos, se montó en la Blazer con mi papá y los vimos alejarse. Entré nuevamente en la lúgubre casita y me tendí boca abajo en la que sería mi cama por los próximos dos meses. Me eché a llorar sin consuelo.

Desde ese instante, comencé a contar los días, las horas, los minutos que faltaban para ver a mi mamá, para regresar a Caracas.  Pero el tiempo, definitivamente, transcurría más despacio en aquella ciudad de calores aplastantes y majestuosos crepúsculos.

La estancia en casa de los abuelos fue eterna, aburrida y agobiante. Parecía que nuestra presencia alteraba todo: los horarios, las rutinas, el orden.  Tanto la abuela como el abuelo eran impecables y metódicos en sus hábitos y en sus modos. Les molestaba el ruido, las carcajadas, la desorganización y el ritmo desentendido de la diversión. La espontaneidad y, sobre todo, la imperfección. Como no les gustaba salir, nuestra mejor opción para dar un paseo era acompañar a la abuela al abasto; y la peor y obligatoria, ir a misa los domingos.  La abuela, además, rezaba varios rosarios al día y nos compelía a unirnos en, al menos, dos de ellos. Los ratos de oración terminaban mal. Nuestras frecuentes distracciones desencadenaban la furia de la abuela y los consecuentes cocorronazos que nos propinaba.     

Y había una cosa más.  Algo que terminaba de henchir la pesada atmósfera de aquella casa: sobre el abuelo cernía una especie de leyenda familiar, un mito sobre un personaje iracundo y temido que él encarnaba. 

Todos decían que tenía un genio de los mil demonios. Contaban que era el terror de los muchachos de Barquisimeto, en la época en que, a las señoritas como mi mamá y mis tías, las cortejaban con serenatas. Dicen que apenas oía las cuerdas de las guitarras, salía de la casa afilando un hacha y preguntando con su voz de trueno: “quién es el desgraciado que quiere malograr a mis hijas”. Aunque nunca lo vi en esos extremos de cólera, nos reñía frecuentemente y por cualquier insignificancia.

Una noche de finales de agosto, cuando mi sufrimiento había alcanzado niveles que, seguramente, eran intolerables para un niño de siete años, mientras dormía, sentí algo mojado y caliente en mi cama.  Me había orinado. Desperté a Ricardo.  Con infinita vergüenza, le dije lo que había pasado. 

—Voy a buscar a la abuela –dijo, más dormido que despierto.

—No, por favor –exclamé–.  Se va a poner furiosa y… –no me atreví a continuar.

—Y… ¿qué? ¿qué pasa? –preguntó Ricardo.

—Es que … –nuevamente no me atreví.

—¿Es que qué? Tenemos que decirle –repuso impaciente–.  Estás completamente mojado y las sábanas también.  Mañana cuando sepa que no le avisamos, se va a poner peor.

—Es que me da miedo el hacha del abuelo –logré decir, finalmente, con voz de espanto.

Ricardo me vio entre rabioso y obstinado, negó con la cabeza en señal de hartazgo y salió del cuarto, todavía trastabillando de sueño.

Me quedé esperándolos, inmóvil, parado frente a la puerta.  Pocos segundos después, regresó Ricardo. Sin la abuela. Llegó corriendo. Respiraba agitado, acelerado. La cara pálida. La expresión de pavor. El cuello y el pecho se le habían manchado con rosetas coloradas. Vi que las manos le temblaban y, cuando me tocó, comprobé que sudaban.

—Acuéstate y cállate –dijo tumbándose de un brinco en la cama–.  Métete aquí conmigo –susurró– y nos arropó a los dos, hasta cubrirnos totalmente.

—¿Qué pasó? –musité entre sorprendido y angustiado.

—¡Shhh, silencio! –dijo–.  Hazte el dormido.

Me asaltó el pánico.  Algo malo había sucedido. 

“Lo más seguro es que vio un fantasma”, pensé.

Pasamos la noche en la misma cama, los dos mojados e incómodos. Por fin, amaneció. Al primer atisbo de luz, nos levantamos. Ricardo me ayudó a encender la regadera del baño de nuestro cuarto y recuerdo haber pasado largo rato debajo del agua.

De repente, oí voces provenientes del cuarto.  Abrí la puerta con cuidado, lo suficiente para oír lo que decían. Pero no me atreví a salir. Ricardo hablaba con Carlota, la señora que iba a ayudar con la limpieza.

—Los señores tuvieron que salir temprano y no saben a qué hora regresarán –la oí decir–. La señora me pidió que los ayudara a empacar sus cosas, porque la mamá de ustedes viene a buscarlos.

Vi cómo se inclinó sobre mi cama. Olió las sábanas.

—¿Alberto se orinó? –preguntó, y sin esperar respuesta:– Claro, por la falta que le hace su mamá– afirmó con dulzura.

¿Cómo sabía? ¿Era posible que alguien más supiera? 

Rápidamente, la dicha acaparó mis pensamientos, mis emociones y todas las células de mi cuerpo. La vida había dado una vuelta inesperada e, inesperadamente también, el nuevo rumbo era para mí como un milagro concedido.

Mi mamá llegó a mediodía y los abuelos todavía no habían regresado.  Para mi sorpresa, todo sucedió muy rápido. Tomó nuestras cosas, las subió a la Blazer, nos subimos nosotros, encendió el carro y partimos. 

Pensé en los abuelos. ¿Dónde estarían? ¿Por qué nos íbamos antes de tiempo y sin despedirnos? No se me ocurrió preguntar. El camino de regreso, para mí, fue la vuelta a Caracas y a mi tranquilidad.

Muchos años después, acompañé a Ricardo a una diligencia en Barquisimeto. 

Llegamos a la hora del almuerzo.  Nos detuvimos a comer en un restaurante de carne, ubicado justo en la entrada de la ciudad, acicalado por unos ventanales que traslucían una vista esplendorosa hacia el Valle del Turbio. 

Sin pensarlo, sin que conscientemente se me ocurriera, pregunté:

—¿Qué pasó aquella noche en casa de los abuelos, cuando me hice pipí en la cama? 

Me vio sorprendido, divertido.

—¿Es que tú no sabes? –rio con picardía.

—No –respondí– y sentí el corazón acelerado y las extremidades desvanecidas.

—Abrí la puerta del cuarto –dijo Ricardo, sonreído– y los sorprendí tirando.             

 

*No se me ocurrió preguntar fue producida en el taller «Cualquier estilo es bueno, menos el aburrido«, de Lizandro Samuel.

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