Ficción
El despeño
Por María Celina Frías
*La imagen de portada de El despeño fue producida por Copilot.
Por fin, llegó el día, pienso; el más feliz, el más sublime. Sé que será rápido y no tan doloroso. Presiento que lo heredé de mi mamá. Claro, a ella se le presentaban de sorpresa. Lo mío fue planificado. Pero igual, sé que será rápido. Sé que será sublime.
Se abre la puerta de la habitación y entra la enfermera, la misma malencarada que me recibió.
—¿Mi esposo no ha subido todavía? –pregunto.
—No, los trámites administrativos demoran, así que no lo espere por ahora.
—Pero imagino que para el momento del parto ya habrá terminado, ¿no? –pregunto y sé que pongo una sonrisa gafa.
La enfermera me ve con fastidio.
—Me imagino –responde secamente–. Quítese todo: brasier, pantaletas, pantalón, zarcillos, anillos. Todo. Y póngase esta bata.
Sigo sus instrucciones. Su malhumor no logra distraerme de la gran excitación y plenitud que siento.
—Acuéstese en esta camilla y póngase de lado, en posición fetal. Voy a ponerle un enema.
—¿Un enema? ¿Eso es un…? –intento preguntar, pero no encuentro las palabras para hacerlo sin vulgaridad.
—Un lavado anal –la enfermera completa mi frase con las palabras indicadas. Y con sequedad.
Esta parte del proceso no me la había anunciado el Doctor B cuando conversamos y planificamos el día de hoy. No sé si esto último lo digo o lo pienso.
Sigo las instrucciones de la enfermera. Me acuesto en posición fetal.
—¿Va a dolerme?
—Puede molestar.
Menos mal G no ha subido todavía. Menos mal estamos solo ella y yo para este trámite. Menos mal es mujer y vieja. Porque, aunque antipática y chocante, que sea mujer y vieja, no sabría decir cómo, le resta incomodidad al evento.
La enfermera da inicio a la desagradable ceremonia. Retira la bata, solo en la parte que se dispone manipular. Me siento exhibida. Aparece en mi mente el recuerdo de la única corrida de toros a la que he asistido. El grandioso animal, tras la estocada final, cayó frente a nuestros asientos. Lo vi muy de cerca, sangrando, respirando vivamente y, luego, enlenteciendo la marcha de su inhalación y su exhalación, hasta que el movimiento cesó. Lo vi expuesto en el íntimo instante de la muerte.
Compartir lo que es recóndito en nuestra existencia desgarra.
Me siento asaltada, después; invadida y, finalmente, rebosada. Atestada en todos los espacios de mi cuerpo. Ahora no queda espacio, ni siquiera, para la emoción o para la ansiedad y el miedo. Ahora, todo es atiborramiento.
—Debe pararse y caminar –dice la enfermera, siempre desdeñosa e incompasiva. Sale de la habitación diciendo que va a estar pendiente.
Empiezo la caminata y me doy cuenta de que estoy contraída. No determino si deliberadamente o de forma involuntaria. Pero me parece que, si permito la expansión, la dilatación, voy a desbordarme.
De repente, siento movimientos dentro de mí. En la zona abdominal. Como un manantial que se balancea y comienza a revolverse, que se agita cada vez más. Luego, un espasmo y, entonces sí, un dolor tan intenso como veloz.
Y pienso que las contracciones del parto deben parecerse a esto. Continúo la caminata, en círculos.
Vuelvo a sentir movimientos, pero, esta vez, es un pantano. Una ciénaga donde se mezcla el agua con lodo, con ramas puntiagudas y afiladas. Siento que las ramas me embisten y me atraviesan. Siento cómo la tierra se revuelve con el agua en una marejada y el pantano comienza a convertirse en río. A buscar su cauce, decidido, aguerrido, voluptuoso, indetenible. Lo encuentra y se desborda, arremete y se lleva todo por delante; y, todo lo que se lleva, se lo lleva con él. Corro. Tengo que dejarlo fluir, atender el llamado de la naturaleza para experimentar el alivio que conlleva. Siento el derrumbe, el despeño y, entonces, cuando parece que acabará con el terreno, que no quedará rastro de tierra a su paso, cae al vacío, donde puede desplegar toda su potencia a sus anchas, donde nada lo detiene. Se convierte en cascada y llega al pozo que lo aguarda, sereno pero expectante. El impacto salpica, levanta agua y empapa todo a su alrededor.
Una gota que cae de mi frente, pasando por la sien, hasta el borde más meridional de mi cara, me revela que estoy sudando. Me siento helada, veo como tiemblo. Tengo escalofríos.
Y, de nuevo, arremete el río. Pero esta vez sigue su cauce, no se desborda, se mantiene dentro de su lecho. Es solo agua, no hay despeño, no hay derrumbe. Nuevamente le doy paso hasta dejar que se convierta en cascada.
Y así continúa fluyendo en un caudal cada vez más dócil, menos salvaje. Dentro de mí, el agua se aquieta y reposa. Luego, me parece que se evapora, que desaparece.
Siento alivio y ahora tengo la certeza de que pasó cataclismo. Parte de la ocupación cesó.
Quedé inmaculada, pienso. Al menos la vergüenza, la incomodidad que algunas mujeres sufren durante el parto, cuando pujan, cuando no solo sale el niño sino todo lo que se lleva dentro, no la padeceré. Al menos, pude desalojar la bazofia en privado. La planificación del parto, con fecha y hora determinadas, tiene desventajas, pero también tiene sus ventajas.
Doy gracias a Dios, en voz alta, por los enemas.
La enfermera viene por mí. Me lleva a la habitación donde me inyectan el Pitocin, para inducir las contracciones. Después, me traslada a la sala de parto.
Mi esposo llega. Nuevamente, doy gracias a Dios porque nos encontramos aquí y no en la habitación del despeño.
Como pensé, soy rápida. Los eventos se suceden uno tras otro con una premura que los médicos no habían anticipado. Veo cómo, apresuradamente, entran a la sala de parto los dos médicos residentes, el Doctor B y su ayudante; el anestesiólogo y su ayudante; la enfermera y dos más de su gremio.
Todos, menos el anestesiólogo y su ayudante, la enfermera y mi esposo, cruzan hasta quedar de frente a mí. De frente a mis piernas espernancadas. El Doctor B se sienta muy cerca y se pone en posición de combate. Empieza la faena.
—Puja –dice el Doctor B–. Puja con todas tus fuerzas. Si pujas con brío de verdad, terminamos rápido. Sólo necesito que pujes con muchísima fuerza.
Me sorprende que lo recalque con tanto énfasis. Creo estoy pujando increíblemente fuerte. Que no es posible imprimir más energía a la tarea. Sin embargo, hago un nuevo intento, y esta vez noto que, aun sabiendo que estoy vacía de desechos, está presente la sensación de que con cada puje lo único que saldrá de mi cuerpo no será mi hija. Siento aprehensión ante esta posibilidad. Me quita libertad y vehemencia en la pugna.
—Puja duro, muy duro –insiste el Doctor B–. Si no pujas más duro, vamos a tener que ayudarte y creo que no quieres que eso pase.
Es verdad, quiero lograrlo sola, como mi mamá.
Me concentro, me enfoco y concentro todas mis fuerzas y energías en el próximo intento.
Entonces, pasa. Oigo a todos celebrar victoriosos. Levanto la cabeza, veo cómo sostienen en alto a mi hija, a mi primera hija.
Pero no logro enfocarme en ella porque me llega un olor fétido, repugnante, que invade la sala completa y que todos deben de sentir.
Los ojos del Doctor B y los míos se encuentran. No creo que los míos expresen felicidad, ni alivio, ni algo de lo sublime que cubre el momento. Creo que muestran terror.
—Doctor –digo con voz difícil– yo… me… –nuevamente no consigo cómo decirlo sin vulgaridad.
—Sí –contesta él, sonriendo con picardía.
Y, entonces, con la confirmación de la deposición, me vienen a la mente pensamientos fugaces sobre los constantes comienzos y finales que se suceden a lo largo de nuestra existencia. Sobre lo que un día concebimos y, otro, desechamos. Sobre lo que creemos desaparecido y, súbitamente, regresa. Sobre el ciclo de la vida.
Traen a mi hija y la ponen sobre mí, en mi pecho. Aquí, todo pensamiento desaparece. Ahora hay solo sentimiento, solo emoción. Una nueva sensación que me cuesta poner en palabras.
*El despeño fue producida en el taller «Cualquier estilo es bueno, menos el aburrido«, de Lizandro Samuel.
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