Ficción
Freak, go home
Por Yéiber Román
*La imagen de portada fue producida por Copilot.
Mi tragedia comenzó cuando tuve que pasar las manos de la chama por encima de su cabeza.
Yo caminaba hacia el edificio como si en lugar de zapatos de tela tuviera un ladrillo amarrado a cada pie; y mientras más cerca estaba del edificio, más pesados se hacían esos bloques. La verdad yo no quería seguir en esas clases. Para mí los sábados eran los días propicios para distraerse y olvidar el estrés del trabajo o la universidad, pero no lo estaba viviendo así. Yo veía a mucha gente reír en la calle, a parejas conversar con un postre en la mesa, padres e hijos degustando una buena pizza. Hasta los vigilantes parecían felices en sus trabajos con sus vasitos de quién sabe qué en la mano, mientras que yo sentía una puntada en el estómago por tener que llegar al puto edificio a la una y media de la tarde.
Cada persona a mi alrededor era una película alegre con paletas de colores vívidos. La mía era una muy sombría y filmada en blanco y negro.
Cuando escuché la música al fondo, el fastidio que cargaba se diluyó un poco.
Llegué al salón. Lo de siempre: dije nombre y apellido, la persona en la recepción –cada semana alguien diferente a la anterior– agarró la carpeta, me ubicó en la lista, verificó que había pagado la mensualidad por las clases de baile y marcó una equis en un pequeño rectángulo. Luego me senté en el piso a esperar el turno de mi grupo. Saludé a algunos de ellos. Se veían muy animados en su conversación. En ese grupo estaba la mejor alumna de la clase, que era la más hermosa también. Esto era como esas películas donde el muchacho al que le hacen bullying se enamora de la más popular, salvo que acá la historia era parte de la vida real.
Se acabó la música. Los que bailaban en el salón dejaron de hacerlo, agarraron sus cosas y se fueron. El sitio estaba libre para nosotros.
—¡Casino básico! –gritó el instructor. Todos los de mi grupo fuimos hasta el medio del salón a formar el acostumbrado círculo.
En las primeras clases del curso el maestro se veía como un tipo bastante pana, dicharachero y entusiasta. Me recordaba a una especie de Johnny Bravo de pelo negro. Eran los días en que yo estaba muy motivado porque todo me salía bien allí y le contaba a medio mundo cómo me iba. Lo que había que hacer en ese entonces resultaba sencillo. En los demás notaba expresiones de alegría por los logros obtenidos; logros que no eran más que moverse de un lado a otro de manera simple. Incluso hacía chistes con mis amigos sobre el espacio en que recibíamos las clases: mientras una parte estaba destinada a bailar, la otra se usaba para dar clases de artes marciales. Hasta tenía el aspecto que suelen tener los dojos. Me daba risa pensar en lanzar coñazos a lo karateca con Romeo Santos o Jerry Rivera de fondo.
El declive empezó con la figura llamada “sombrero”: uno debe tomar las manos de la chica, pasarlas por encima de su cabeza y hacerla girar para volver a la posición inicial. Queda muy bonita cuando sale bien. La logré hacer de manera correcta un par de veces, máximo. De ahí en adelante yo no veía luz.
—Otra vez –decía Johnny Bravo.
Repetíamos el paso.
—No. Otra vez.
De nuevo. Todos hacíamos el paso que acabábamos de aprender.
—¡No! –gritaba Johnny de repente mientras paraba la música–. Mira lo que estás haciendo –y procedía a imitar mis pasos, pero de una manera un tanto peor a como yo lo hacía. No creo que estuviera tratando de dejarme en ridículo, pero a veces alguna de las chamas del curso volteaba un poco para reírse de una forma discreta.
El instructor procedía a enseñar el paso de nuevo.
Estaba molesto. Se le notaba. Pisaba muy fuerte al final de cada número en el “un-dos-tres, cinco-seis-siete”. Se supone que la pedagogía requiere mucha paciencia, pero este hombre la perdió conmigo o ya la había perdido antes y no aguantaba más seguir ahí, con torpes como yo.
Cada alumno tenía que esperar por mí para avanzar a la siguiente instrucción. Manifestaban su hastío con exhalaciones fuertes, torceduras de ojos, manos a la cintura y mirada momentánea en cualquier otro lado.
Yo era el culpable de la lentitud en el aprendizaje colectivo.
En cada clase notaba que algún alumno dejaba de ir, pero yo era más optimista; en lugar de pensar en que mi ineptitud corría a los demás, prefería atribuírselo a lo común en estos cursos: comienza un grupo de alumnos determinado, pero al final sólo llegan “los elegidos”.
—¡Casino básico! –volvió a gritar el instructor. Cuando hicimos el círculo yo sólo podía pensar en que la única razón por la que aún continuaba en esas clases era porque había pagado bastante dinero por adelantado; suficiente dinero como para privarme de otros lujos que seguro me hubiesen traído más satisfacción. Grave error pagar a ciegas.
—¡Rueda de casino! –dijo el instructor. Hizo sonar una timba cubana en la corneta mientras cada quien formaba pareja con quien estuviera más próximo.
Al compás de la música y del “un-dos-tres, cinco-seis-siete” hacíamos juegos y algunas figuras que habíamos aprendido en semanas anteriores: dile que no, enchufla, pégale un cacho, cacho doble, cacho triple, cacho hasta la misma, para abajo, y unas cuantas más.
Supongo que tenía una especie de fe en algo, pero aún no sé qué. Todavía estaba convencido de que tenía el ritmo en mis venas, que sí podría bailar bien y que no estaba perdiendo mi tiempo allí. Sí, algunas veces sólo quería salir corriendo para no volver jamás, pero otras, cuando no me iba tan mal al tener una muchacha frente a mí lista para bailar, a mi mente venían aquellas frases de autoayuda estilo “si piensas en desistir, recuerda la razón por la que empezaste”. Cosas así.
Ya estaba cansado de ir a alguna fiestica o reunión de amigos y tener que quedarme sentado tomando algunos tragos mientras otros invitados se lucían en la pista de baile. A veces hasta me provocaba ponerme de pie y gritarles qué carajo se creían con esos pasos tan sublimes; quiénes eran ellos para bailar así de bien y restregárnoslo a los que no teníamos ese don. Pero no. Me quedaba en algún sitio viéndolos desde lejos gozar la música al cien por cien mientras que yo la disfrutaba a la mitad, con los pies picándome por salir a vivir lo mismo que ellos: dar vueltas, reír, apretarse. Más de una vez intenté experimentar todo eso y seguí un consejo que no sé dónde escuché: “con unos tragos encima se te quita la pena y verás que vas a bailar sabroso”. Y sí, con unos tragos encima la timidez se iba a otra parte y, luego de una breve conversación con alguna chama, la invitaba a bailar. Sin embargo, aquella que accedía a mi petición se daba cuenta de que yo era un fiasco en lo que le pisaba los pies una, dos, cien veces y las vueltas eran algo digno de un borracho que no sabe ni dónde está parado. Con tanto alcohol yo no podía darle vueltas ni a un par de medias. Creo que lo peor era cuando yo como bobo le daba las gracias y ella respondía “ajá” de forma seca. A partir de ahí ninguna otra chama decía que sí a mi petición de concederme una pieza y yo pasaba el resto de la noche recostado a alguna pared hablando pendejadas con los no-bailadores de turno.
“Esto tiene que cambiar”, pensé una mañana después de una fiesta. Tenía que cumplir con mi responsabilidad latina de saber mover el cuerpo. A los pocos días fui a la academia más económica que encontré. Como tenía algo de dinero ahorrado, me inscribí en salsa casino pensando que eso sería la solución a mis problemas, así como también me anoté en clases de bachata, que empezaban justo una hora y media después.
Pero en las primeras clases noté que el casino no era lo que yo buscaba. No me interesaba hacer una rueda, gritar algo, jugar con aplausos y hacer cambio de pareja cada dos por tres. Con la bachata me pasó algo similar, pues era todo muy coreográfico. Esas piruetas que hacían ahí no eran para una fiesta. Un amigo me dijo “ya pagaste, pero seguro te vas a divertir. Quédate en esos cursos”. Y me quedé.
—¡Pégale un cacho! –le escuché al instructor. Significa cambiar de pareja. Quedé justo frente a la mejor alumna de la clase. La más linda. La que mejor baila. La que me miraba con cara de fastidio cada vez que me tocaba practicar con ella, pues en las academias de baile los participantes deben ir rotándose parejas hasta que hayan practicado todas con todos y, desde luego, yo no era su pareja (de baile) ideal.
Ella, aunque estaba seria al principio, sonrió. Eso me alegró un poquito. Le devolví la sonrisa.
—¡Espejo!
Con esa instrucción ella y yo bailamos imitando los mismos movimientos, como si de un espejo se tratara.
Ya no recuerdo qué figura vino luego de esa, pero no se me olvida la que el tipo gritó unos momentos después:
—¡Sombrero!
Por un nanosegundo en mi mente aparecieron, cual película, todas las veces que intenté la figura en semanas anteriores y me había ido fatal. Las veces en las que no pude hacer girar a ninguna chama y el dolor de saber que ni de eso soy capaz. El temor que me daba pasar las manos por encima de sus cabezas y decapitarlas sin querer por mis malos movimientos. Pero no me podía permitir un fallo. No en esta ocasión. Así que le sujeté las manos con firmeza. Le di el pequeño “impulso” para el giro. Ella empezó a girar. “Lo logré”, pensé.
Y le metí un codazo en el rostro.
El golpe casi le da en el ojo.
Si bien creo que por un instante quedó con cara de “¿Pero qué coño es lo que te pasa? ¿No sabes hacer esto o qué?”, después se echó a reír un poco. Sólo un poquito. Quizás para no hacerme sentir mal. Pero no importó. Ese golpe bastó para desconcentrarme por completo. Después de eso todo fue quedarme estupefacto, pedirle perdón, escuchar un “no, tranquilo” de su parte, no escuchar la siguiente instrucción, terminar descuadrando la rueda de casino porque había que cambiar de pareja y no lo hice por asegurarme que la chama estaba bien, no entender los pasos de la figura que íbamos a aprender ese día, ver al instructor deteniendo la rueda, recibir sus regaños públicos, quebrarme cuando él me decía frente a todos “¿viste lo que hiciste? ¿Ves que no estás siguiendo los pasos?”, notar como gritaba cada vez más fuerte “un-dos-tres, cinco-seis-siete” al imitar mis pasos fallidos, percibir las expresiones de “qué fastidio con este muchacho” de los demás, culminar la clase y sentirme golpeado por dentro.
Minutos después empezaba la clase de bachata. No me quedaban fuerzas. Creí que nada saldría bien y no quería ir al otro salón.
Sin embargo, entré. Quizás porque aún quedaba algo de esperanza en mí que me motivaba a pensar que sí podía aprender a mover los pies.
Además, tenía que justificar el dinero que había pagado por varias clases.
Lo de costumbre: mujeres y hombres a ambos lados del lugar. Primero solos, cada quien en su cuadrito. Un grupo frente al otro. El instructor en medio. Repaso de los sábados anteriores. Una bachata rápida para calentar el cuerpo. A pocos metros de nosotros, otro grupo más avanzado ejecutaba sus pasos. La meta era llegar a ser tan profesionales como ellos. Mi ánimo subió un diez por ciento. No, creo que un veinticinco. Cuando estaba solo las cosas no salían tan mal.
En teoría teníamos que hacer lo mismo de las veces anteriores: en la primera mitad, aprender pasos que nos permitirían avanzar en el curso; en la segunda, ejecutar una coreografía absurda sacada no sé de dónde. Los pasos que se hacían ahí jamás los había visto en una fiesta. Yo había llegado a esa academia para ganar la habilidad de comerme la pista, no para hacer una tontería que parece sacada de un reality show, esos donde hay jurados que humillan a los participantes. A veces hasta algunos pasos se veían como de robots. Nos poníamos en círculo hombres y mujeres y teníamos que cambiar de pareja para hacer la coreografía con cada persona que formara parte del grupo contrario. Aun cuando no se pudiera lograr el objetivo, igual se cambiaban los pasos para el siguiente sábado. Uno tenía toda una semana para practicar, pero nunca congenié con mi grupo como para encontrar a alguien con quien pudiera ensayar fuera de la academia.
Pero el instructor, un muchacho bastante carismático, perdió la cordura ese día. En lugar de hacer la coreografía en la segunda mitad, siguió enseñando pasos nuevos. Luego se apartó para hablar con el guía del grupo avanzado y, cuando culminó su charla, soltó:
—Señoras y señores, les tengo una propuesta.
Nada bueno podía salir de esa frase.
—¿Qué les parece si mezclamos los grupos? Así los chicos principiantes podrán practicar la coreografía con las chicas avanzadas para ver si la aprendieron bien, y las muchachas principiantes podrán dejarse llevar por otros muchachos.
Lo primero que nos dicen en clases de baile es que el hombre es quien dirige a la mujer. Basta un movimiento particular de él para que ella sepa cuál figura toca. Esta era una prueba de fuego: las mujeres esperarían la indicación para “dejarse llevar” por los hombres y hacer la figura que corresponda.
Nos pusimos en círculo. Ya tenía enfrente a la primera mujer experta con la que me tocaba practicar. Empezó a sonar la canción y yo no lograba recordar cómo era exactamente la coreografía.
Me quedé sin saber qué hacer mientras ella se movía de un lado a otro como en “modo de espera”.
—¡Ey! ¡No te quedes ahí! ¡No dejes a la chica ahí!
Ella me sonreía con lástima. No pude darle ni media vuelta.
—¡Cambio! –gritó el tipo.
Pasé a la siguiente muchacha. Lo mismo: otra chica con el mismo meneo de un lado a otro como queriendo decir “epa, estoy aquí esperando por ti”. Y yo le agarraba las manos y no me salía nada.
—¡Vamos! ¿Qué pasa? –le escuché al hombre –¡No dejes a la muchacha así!
Vergüenza. Pura vergüenza.
—¡Cambio!
Llegué a la fase de “Demostración de Inutilidad: Capítulo III”. La canción ya estaba terminando. Por alguna razón pensé en que la tercera es la vencida. Pero empecé a recordar algunas cosas: un giro por parte de ella, unos cuantos pasos hacia los lados, un giro ella y luego yo.
Logré hacerle el giro. Por fin pude hacer algo bien. En mi mente estaba como “¡Eso! ¡Tú puedes!”. Ahí en mi cabeza sentía que, tal como en esas rutinas de ejercicio mañaneras en canales de televisión, un hombre corpulento y calvo al estilo de Rick, de El precio de la historia, me gritaba cosas como “Come on! Come on! Do it!”. Tomé de la cintura a la muchacha. Hice unos pasos más hacia los lados. Salieron bien. Ya el calvo en mi cabeza estaba arrodillado y golpeaba con fuerza el piso de madera mientras se desgañitaba con su «Come on!». Lo que siguió fue separarme un poco de ella y tomar sus manos para la siguiente figura. Todo estaba funcionando como debería. “Yes, motherfucker! Do it!”, le escuchaba dentro de mi cráneo a un entrenador ya bastante desquiciado. De hecho, ni siquiera supe por qué la motivación me la estaba dando en inglés.
Ella frenó el baile. Me soltó.
—Uy, chamo, tienes las manos muy sudadas.
Acto seguido, procedió a secarse las manos en su licra con una gran mueca de asco y dejó escuchar un “agh” de fastidio.
Sólo alcancé a decirle “disculpa”, mientras que ella respondió “tranquilo”. Y se acabó la canción.
Sentía que ya yo no estaba en el espacio que es la academia de baile, sino en el otro, que es el dojo, y que en mis costillas estaba recibiendo más golpes que bolsa de hielo mientras al fondo Prince Royce cantaba sobre restarle importancia al aspecto físico cuando se trata de amar.
El instructor les preguntó a las principiantes que cómo se sintieron siendo “llevadas” por los hombres avanzados. Respondieron que “divino”, “espectacular”, “estos hombres bailan fabuloso”. Al dirigir la pregunta a las mujeres avanzadas, primero hubo un silencio, lo cual me hizo pensar que yo no era el único malo allí, pero luego hablaron justo las muchachas con las que hice el ridículo y comentaron que “hay tener más soltura”, “hay que dejar los nervios porque pueden jugar una mala pasada”, y cosas por el estilo. Una de ellas soltó que el problema que vio es que faltó más seguridad en los muchachos con los que les tocó bailar. “Bueno, unos más que otros”, aclaró. El instructor me vio por un segundo luego de que ella dijo eso. Quiero creer que fue simple casualidad.
Me pareció curioso que las otras mujeres no dijeron nada. Ni una palabra. Sólo asintieron a lo que dijeron sus compañeras. No tengo idea de qué pasó ahí.
Segundos después, el instructor junto con una de sus compañeras hizo la secuencia de la siguiente semana. La grabaron y la pasaron por el chat, como era habitual. “Recuerden practicar, muchachos”, dijo, y dio por culminada la clase.
Con mucha calma agarré mi morral. Tomé un poco de agua. Fui al baño y con paciencia me cambié la franela, que estaba bastante sudada. Me lavé la cara. Me puse el morral y empecé a salir del edificio con total serenidad. Una vez fuera, mientras esperaba el autobús, cerré los ojos, inhalé profundamente y pensé: “Nunca más vuelvo pa’ esta mierda”.
Y nunca más volví.
Esa tarde fui a casa de un amigo a devolverle unos libros que me prestó. Me invitó a pasar y tomarnos unas cervezas. Mientras le contaba sobre mi día él no hacía más que reír.
—Qué cagada con lo de las manos sudadas –dijo al menos unas tres veces.
Seguimos hablando. Me enseñó algunas canciones que quizás podrían gustarme. Yo empecé a mostrarle algunos descubrimientos recientes en YouTube.
—Pura música rara es lo que escuchas tú –dijo–. ¿Eso es lo que escuchan los nerds como tú?
En ese momento tuve una especie de epifanía. Él tenía razón: soy un nerd. Desde que era niño lo he sido. Nací para ser el cerebrito de la clase y hacer cosas de nerds, como leer libros y saber cuáles ganaron específicos premios literarios, o conocer en qué año una película ganó un Oscar y un Bafta y un Globo de Oro y lo que sea que también se haya ganado, o escuchar bandas y artistas que nadie más conoce. Nunca había reparado tanto como esa vez en mi cualidad de nerd, así como tampoco en que pareciera que, por naturaleza, un nerd no sabe bailar. ¿Cuándo se ha visto al introvertido de la clase ser el que mejor baile en una fiesta?
Algo llamativo fue que en el momento en que tuve esta revelación le puse a mi amigo un pequeño concierto de un dúo de música electrónica donde, casualmente, estaba sonando un tema titulado Freak, Go Home. A mi amigo poco pareció importarle esa canción, pero a mí me reafirmó mi condición de nerd, de freak. Mi diversión un viernes o sábado por la noche no se encuentra en una fiesta. Mi lugar es en mi casa, con los libros que no son bestsellers, las películas que no revientan las taquillas en sus fechas de estreno y la música que nunca aparecerá en la tarima principal de los festivales. Por eso le hice caso al “go home” del título: al beber el último sorbo de mi cerveza, me despedí de mi amigo y emprendí el camino a casa.
Llegué, me encerré en el cuarto y, tirado en la cama con la tablet, entré a YouTube. Vi cosas de cultura general y de comedia, como suelo hacer. Quería aprender cualquier curiosidad, pero también reír un poco. Cuando ya me estaba dando sueño, apliqué lo típico con los videos: “uno más y a dormir”. Siempre ese último video es como el postre luego de una buena comida. Al pasear por algunas recomendaciones de la página hasta encontrar algo que me interesara, me apareció uno corto titulado “Aprende a hacer el Sombrero | Salsa Casino”. Tenía miles y miles y miles de reproducciones. Una pareja de baile se veía muy feliz en la miniatura.
Luego de pensarlo por unos segundos, le di play.
*Esta historia fue producida en el Club de escritura, que moderó Lizandro Samuel.
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