Ficción
Muerte a la mexicana
Por Luisana Escobar
*Imagen tomada de Marimar
La incertidumbre a veces resulta más agotadora que cualquier actividad, lo entendí cuando estaba luchando para no quedarme dormida en la sala de espera de una terapia intensiva. Creo que lo único que me mantenía despierta era que tenía pegada la canción de Marimar, una de las últimas novelas que vi con mi abuela.
Ma-ri-mar, ¡au! costeñita soy…
Para el momento en el que la comenzamos ella ya había perdido la noción del tiempo y le fallaba un poquito la memoria, pero sorprendentemente estaba lúcida. Padecía por culpa de una insuficiencia cardíaca y había sufrido dos infartos en menos de tres años, el último el más grave de todos.
Mi abuela se había visto de frente con la muerte más de una vez y en todas esas ocasiones se burló de ella. Cada vez que entraba en estado de gravedad yo lloraba por finales que parecían inminentes; una acción muy ingenua de mi parte, porque ella siempre lograba recuperarse y regresar a su casa justo a tiempo para la novela.
Ese último infarto no se veía diferente a los demás: una visita a la sala de emergencia, terapia intensiva, hospitalización y de vuelta a los cuidados de siempre. Para mi sorpresa, aquella vez no fue así. La tranquilidad y la mejoría duraron poco tiempo, el malestar no la dejó prender el televisor ni una sola vez. Unos días después comenzó el fallo renal.
No podía orinar, ya no nos reconocía y lloraba de dolor. De allí volvió a la terapia intensiva. Al principio no sabía qué esperar, después de dos días me dijeron que ya estaba bastante estable y que la iban a pasar a una habitación. Me desperté del letargo. Si tenía suerte esa noche íbamos a poder ver juntas la novela. Le decía que no me gustaba; y era verdad, nada más quería saber si Marimar había humillado a la hija del gobernador.
Mi mamá entró en la sala de espera, pensé que me iba a pedir que la ayudara a recoger, en cambio dijo, para que todos la escucharan, que la abuela había fallecido. Ella había estado ahí, sus credenciales de médico le permitían libre entrada a la terapia y justo cuando fue a visitarla vio cómo intentaban reanimarla. Otro infarto, este vino con un paro cardiaco.
Yo no la pude escuchar bien, mi prima estaba gritando con todas sus fuerzas y decía que la tenían que dejar entrar a verla, que era mentira, que no se lo creía.
—Jessica, por Dios. Cómo no te lo vas a creer, si ha estado a punto de morirse tantas veces —pensé, pero no se lo dije. Yo también estaba triste, pero creo que todos los sustos anteriores me ayudaron a asumir la despedida de mejor manera.
A Jessica la calmaron, ya no gritaba, solamente seguía y seguía con que la tenía que ver. A mí me daba miedo ese momento, no quería que esa fuera mi última imagen de mi abuela. Yo prefería recordarla cuando me decía que me iba a caer a coñazos o como los días que se levantaba temprano para hacer empanadas de cazón.
Nunca nos dejó verla vulnerable, no iba a aceptar que la recordáramos así. Ella quería verse siempre con los labios rojos, bien vestida y recién perfumada.
En medio de ese trajín comenzó todo el protocolo. Que si quién va a la funeraria, hay que ir al registro, llama a la familia que no está, consígueme la cédula para el acta de defunción. Abandonamos la sala de espera, estábamos en la puerta de la terapia esperando a mi mamá y a los papeles que faltaban para irnos. Eran las tres de la tarde y confiábamos en que íbamos a poder dejar algo del trámite listo para el día siguiente.
Estábamos mi papá, mi mamá, mis dos tías, las primas Jessica y Andrea –que siempre se llevaban los correazos de la abuela para que a mí no me hiciera nada– y yo. Faltan muchos familiares, por no decir casi todos. Mi abuela había tenido seis hijos, nueve nietos y tres bisnietos hasta ese momento. Tampoco estaba su hermana, a la que crio como una más de sus hijas; ni su sobrina.
También había que resolver cómo traer a ese gentío en plena época de guarimba y sin plata, pero no nos podíamos mover de ahí hasta que salieran con los papeles que necesitábamos.
En una de esas asomó la cabeza un doctor que nos preguntó si éramos los familiares de la señora Alida Cubillán, le dijimos que sí y pidió que entráramos. Ahí nos dirigimos a una sala de conferencias donde estaba otro médico esperando.
Entre los dos nos comenzaron a explicar el historial médico de mi abuela, cuento conocido. Todos nos los sabíamos, yo me lo sabía mejor que el tema del examen que tenía que presentar esa semana en la universidad. Ellos seguían:
La paciente presenta un cuadro crónico de… se le suministraron tales medicamentos… Ha evolucionado…
Yo no entendía la terminología médica, sólo me percaté de que hablaban de ella en presente, como si las personas que estábamos ahí no acabáramos de llorar la muerte de esa paciente.
—Ya va, ¿pero es que está viva? —no aguanté más e interrumpí el discurso de los doctores.
A ellos parece que no les llamó la atención mi falta de modales, se miraron con caras de vergüenza y me dijeron que sí como obligados. En seguida comenzaron con una sarta de explicaciones, otra vez en lenguaje científico. Entendí lo siguiente: la señora revivió, no sabemos cómo, pero su cerebro estuvo mucho tiempo sin oxígeno y está en coma, no garantizamos que mantenga signos vitales por mucho tiempo. O algo así.
—O sea, que se va a morir otra vez —volví a intervenir.
En consideración a la situación tan extraordinaria e insólita, nos dejaron turnarnos para verla fuera de la hora de visitas. Cuando me tocó pasar a mí, estuve mis dos minutos completos contemplando cómo el monitor marcaba pulso y tensión casi perfectos.
Volvimos a tomar la sala de espera que habíamos dejado vacía, pero ahí ya no había chance de que nadie se quedara dormido. Mi mamá y las tías se tomaron la resurrección como un milagro, esa era una señal de que la abuela no se iba a morir hasta que tuviese a todos sus hijos allí para despedirla. Ellas estaban determinadas a hacer lo que fuera necesario para reunir a la familia en menos de 24 horas.
En esa tarea no pude ayudar, entré en shock. Me dio un ataque de risa interminable y cada vez que alguien me preguntaba algo solo podía responder:
—Es que yo no puedo creer que mi abuela nos esté haciendo esto.
Esa noche nos quedamos en la clínica monitorizando los progresos. Ángel, el tío de Colombia, ya había comprado los boletos de avión; según el cronograma iba a estar ahí al día siguiente después del mediodía. Rafaelito, el menor de los hermanos de mi mamá; Vianney, la hermana de mi abuela; y Rosangel, su hija, eran los únicos de la familia que quedaban en el Zulia. Ellos no se hablaban, pero se las arreglaron para viajar juntos y no revueltos. El mayor, Douglas, estaba en Maturín, o en Ciudad Bolívar, yo no sé, lo que sí está claro es que la noticia lo agarró bien lejos, porque fue el último en aparecer.
A las 11 de la noche del día siguiente, 32 horas después del hecho inexplicable, estábamos todos; ahora sí, todos. Ni siquiera en las bodas o bautizos habíamos logrado una reunión familiar tan completa como esa.
Entre historias de los viajes y conversaciones para ponernos al día surgió la duda: ¿nos vamos o nos quedamos? No sabíamos qué iba a pasar y después de tantos días de angustia la idea de dormir en mi cama me parecía gloriosa.
La enfermera, una amiga de mi mamá, le comentó que los valores de mi abuela ya no estaban tan bien y le recomendó que no nos fuéramos antes de verla. Hizo otra excepción y dejó pasar a un grupo de la familia a la terapia intensiva para que la visitaran juntos. Entraron siete personas, los seis hijos y su hermana. Los que nos quedamos afuera no estábamos esperando gran cosa, solo las instrucciones para distribuirnos en los carros y las casas.
Cuando regresaron se quedaron todos juntos en la puerta. Una de mis tías se secaba las lágrimas. Otro, no me acuerdo cuál, dejó caer una sola frase:
—Ya pasó.
Mi mamá me contó después que, cuando entraron, todos se reunieron alrededor de la cama y cada uno tomó un turno para hablar. Decían perdones, agradecimientos y frases que la invitaban a descansar en paz. Cuando la última persona terminó su intervención pasó algo que los dejó sin más que comentar.
Mi abuela despertó, se sentó en la cama y recorrió todo el espacio con la mirada. Vio directamente a los ojos a cada una de las personas que estaban ahí. Con paciencia, en medio de la tensión, como si no se diera cuenta de lo que pasaba. Tomó una bocanada de aire, suspiró y cayó muerta. Los doctores de turno lo confirmaron. Ese fallecimiento sí fue definitivo.
Los trámites se dieron más rápido en esa oportunidad, a los pocos minutos ya teníamos todo el papeleo necesario y podíamos abandonar la sala de espera.
Cuando estaba terminando de recoger mis cosas mi papá se me acercó para decirme:
—¿Viste que tu abuela lo logró?
—¿Qué? —le respondí confundida.
—Tuvo su muerte de novela mexicana.
*Esta historia fue producida en el taller Hacer literatura con hechos reales, dictado por Lizandro Samuel.
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